Nicolás Hochman reseña la novela ‘Leñador’, de Mike Wilson (Estados Unidos-Argentina-Chile)

Mike Wilson. Leñador. España: Errata Naturae Editores, 2016 / Chile: La Pollera Editorial, 2023

Una novela astillada

Es casi una obviedad: la literatura tiene cada vez más competencia. La disputa es contra otras literaturas (porque la producción de libros crece año a año), contra el hecho de que cada vez hay menos lectores, de que esos lectores leen cada vez menos y con menos atención, contra las redes sociales, Spotify, Netflix, todos los algoritmos del mundo y, sobre todo, contra un presente de lo frenético y lo inmediato. Es el momento de la literatura del hashtag, de lo políticamente correcto, de la narrativa del yo y de no decir más allá de lo estrictamente necesario. En ese contexto aparece una nueva edición de Leñador, de Mike Wilson (La Pollera: Santiago de Chile, 2023), libro a contramano de la época si los hay. Largo (483 páginas), denso, repetitivo, lento, por momentos deliberadamente tedioso, y que conspira contra la fluidez de la lectura.

La trama es muy simple: un hombre vuelve de la guerra (podemos inferir, por algunas menciones, que es la de Malvinas, en 1982) y decide irse al noroeste de Canadá, a talar árboles. Dice:

Me fui del país, buscando alejarme de todo, de la oscuridad, del pasado, de la claustrofobia, necesitaba respirar. Veía cosas que me hacían mal, escuchaba voces, me estaba perdiendo, extraviando en mi cabeza (p. 15).

Se instala en el Yukón, en un campamento de leñadores, y desde allí cuenta su historia, mínima, rutinaria, alejada de cualquier conflicto rimbombante. Lo hace casi al modo de un diario, con notas breves que no necesariamente siguen un hilo narrativo ni evidencian un orden cronológico, desde esa quietud aparente que tiene el bosque, lejos de todo, sin el ritmo de las urbanizaciones. “Aprendí cosas” (p. 15), dice, y lo que sigue es sorprendente, difícil de encasillar, incómodo. Porque esas entradas breves aparecen todo el tiempo cortadas, atravesadas por aquello que va aprendiendo en el campamento. Son, de algún modo, extractos enciclopédicos, explicaciones técnicas detalladas y a veces muy extensas, sobre todo aquello que es parte de la vida de un leñador.

La primera entrada es “Hacha”. Aparece inmediatamente después de los tres párrafos breves con los que Wilson arranca la novela, sin ningún preámbulo ni explicación de qué hace eso ahí. El hacha está desde el inicio, quebrando el pacto de lectura tradicional que suele darse entre autor y lector. Es decir: no disponemos de una introducción que nos permita ir conociendo al personaje, indicios de cómo va a estructurarse esa novela tan pesada que tenemos entre manos, pistas sutiles de hacia dónde va a ir el relato. El hacha irrumpe como una definición de diccionario y se extiende a lo largo de algo más de cinco páginas, en las que el narrador no solamente explica qué es, cómo es su forma y qué partes la componen, sino que agrega otras sub entradas, en las que se detiene a explicar las tradiciones que la rodean, su correcto mantenimiento y cómo usarla.

Luego, otros tres párrafos de acción, en los que el narrador cuenta que derribó su primer árbol. Y después, la segunda definición, de un tronzador, una especie de serrucho empleado en el bosque, que también lleva otras cinco páginas. Así, con ese vaivén entre sucesos imperceptibles y proliferación de contenidos enciclopédicos, avanza la novela, con un ritmo homogéneo, persistente, a veces agotador, con una desproporción evidente entre la acción y la explicación. No se centra tanto en lo que le pasa al leñador, o al menos no en el sentido de cómo estamos acostumbrados a pensar las aventuras los que vivimos en una ciudad; y sí, en cambio, es mucho lo que tiene para decir de todo aquello que lo rodea, de manera material, simbólica o imaginaria: lo que él denomina “la literatura del leñador” (p. 31). Hay aportes sobre herramientas, vestimenta, tabaco, tipos de barba, elaboración de cervezas, alimentos, muertes, ataúdes, inuits, música y supersticiones; sobre animales, minerales, plantas, árboles y setas; sobre dendrocronología, taxidermia y cartografía; aparecen prácticas como la pesca, la escalada, rituales funerarios, rastreos, trepanaciones y antropofagia; hay apartados sobre lesiones, enfermedades y medicinas; factores climáticos, sismos, constelaciones y fenómenos astronómicos. Esas entradas, esas disertaciones, son el motor de la novela, y la descripción de cada una nos introduce en un micro universo alejado por completo de nuestras preocupaciones diarias, a la vez que nos sitúa en la cuestión de la supervivencia, en la pregunta de cómo sería vivir en un contexto semejante.

Doy por hecho que no soy el único que más de una vez pensó en dejarlo todo e irse al campo, a la montaña; alejarse de la locura de la ciudad y dedicarse a cualquier trabajo manual. Entrar en contacto directo con la tierra, con los ciclos naturales que nos conectan con algo mucho más grande que nosotros mismos, y no lo digo en términos metafísicos, sino en el plano de lo real. El personaje de Wilson llega a ese punto, y lo que decide es irse, primero; permanecer, después; y finalmente seguir el viaje, ir más allá. Lo que en mí es una fantasía, para él es un pasaje al acto. Lo que hay, entonces, no es empatía con el personaje, ni con sus conflictos, porque nada de todo eso me es familiar, sino que lo leo como el experimento de otro, como una suma de elecciones que yo nunca podría tomar. Lo leo con admiración y también con desconfianza, pensando que en realidad el verdadero protagonista no es ese hombre que huye y llega tan lejos como puede, sino el entorno en sí, el bosque, la suma de árboles y animales y ruidos y viento que lo componen. Lo que hay es fricción, excepción, y Wilson se ocupa de privar al lector de cualquier tipo de satisfacción inmediata. Aunque claro: cada uno lee y goza como quiere y como puede.

Si quisiera adjudicarle intenciones políticas a Wilson, no sería muy difícil hablar de Leñador como un manifiesto, un testimonio no del tiempo y el espacio en el que sitúa la trama, sino el de hoy, acá. Como una crítica de la velocidad a partir de la vivencia de un proceso de aprendizaje profundo, lento y continuo, sin ninguna finalidad funcional, rentable. Sabemos que cuando un historiador habla sobre la historia está diciendo mucho más acerca de su época que sobre aquella de la que escribe. Con la ficción eso se potencia, o al menos se hace mucho más notorio. Pero nada de eso aparece en la novela, sino en la lectura (en la mía, al menos), y eso es un acierto, porque se evita así cualquier tipo de carga moral, de enseñanza, de moraleja, de roce con la autoayuda.

Lo que hay en Leñador es la historia de un hombre en un hábitat extraño, para él y sobre todo para nosotros. No hay atajos ni concesiones a la comodidad del lector del siglo XXI, tan acostumbrado a que el autor le allane el campo para no tener que esforzarse demasiado.

El final

Durante las primeras 456 páginas leí el texto con interés, con expectativa, con distancia, a veces aburrido, según el momento. Fui tomando muchas notas, subrayando lo que me llamaba la atención, dando por hecho que la novela iba a terminar como había empezado, con idéntica estructura, ritmo e intenciones. Pero en la página 457 eso cambia. Estoy tentado de agregar “de manera drástica”, pero no estoy convencido de que sea así. Sí hay un cambio rotundo, que al menos a mí no me resultó evidente al principio, en parte porque no hay ningún anuncio de lo que va a ocurrir, y en parte porque llegué a esa instancia sin tanta concentración, quizás hasta adormecido.

Lo que ocurre en la página 457 es que no hay más entradas enciclopédicas, sino relato, en el sentido más tradicional. En la página 457 el narrador, que ya se fue del campamento, que se fue más lejos, ve que hay una tormenta acercándose y decide hachar un árbol para guarecerse. Y eso, que podría funcionar narrativamente de la misma manera en la que lo hizo a lo largo de todo el libro, se rompe. O quizás no lo hace, y esa es precisamente la diferencia, porque ahí donde el relato era conciso y se escondía para darle lugar a las definiciones, comienza a sostenerse, se extiende, se convierte en una deriva, pareciera no querer terminar y dura veintisiete páginas de corrido, en un solo párrafo, en una sola oración.

Esas páginas finales son una clase magistral. Sin decirlo, Wilson recupera muchos de todos esos conceptos que fue explicando a lo largo del libro y los pone en función de la historia, del conflicto, de la situación. No pasa nada, y sin embargo nos encontramos con un universo microscópico en el cual cada detalle, cada movimiento, cada partícula del aire pesa y tiene una función, y un efecto. Cito un fragmento, en extenso:

me detengo un par de segundos a observar el tronco, la inclinación del árbol, la distribución de su masa y determino la trayectoria más factible que tomará al ser tumbado, doy un par de pasos hacia el lado izquierdo del pino y vuelvo a tomar la postura correcta frente al tronco, esta vez me enfoco en la sección del tronco en donde haré el primer corte, a aproximadamente un metro y medio del suelo, entre la altura de mi cintura y mi pecho, me fijo en la corteza, en su densidad, me acerco y paso la mano por la superficie corrugada del blanco, inspeccionándola para descartar la presencia de nudos o irregularidades en las vetas del tronco, desprendo un trozo de corteza, lo estudio, lo acerco a mi nariz y lo huelo, lo dejo caer al suelo y vuelvo a disponerme ante el árbol, respiro hondo varias veces sin despegar la mirada del punto de impacto, izo la hoja del hacha a la altura de mi hombro derecho, mi mano izquierda mantiene la uña del mango a la altura de mi cintura, giro mi torso también hacia la derecha, levanto mi talón izquierdo y giro sobre la punta de mi pie, teniendo cuidado de mantener el pie derecho bien plantado, mi mano izquierda aprieta la empuñadura, anticipando la violencia del impacto y asegurándose de que el cabo no se escape de los dedos, mientras mi mano derecha toma el hombro del cabo con más soltura, dejando así la holgura necesaria para que el hombro y el vientre del cabo se deslicen por ella, me preparo para dar el primer golpe sin despegar en ningún momento la mirada del objetivo, siento la tensión en los músculos de mi espalda, centrada en mi hombro derecho y en mis brazos, siento la energía juntándose en mi omóplato y en mi dorso izquierdo, respiro con calma, dos veces, y luego aspiro profundo en anticipación del giro y el esfuerzo, mi brazo izquierdo inicia el movimiento al extenderse hacia adelante, acción que resulta en el desplazamiento de la hoja desde la altura de mi hombro derecho hacia el punto de impacto, directamente enfrente de mí, mientras mi mano derecha guía la dirección y altura de la hoja, partiendo de su ubicación contigua a la hoja, deslizándose por el cuello, el vientre, y la garganta del cabo hacia mi mano izquierda, mi cuerpo está liberando la energía acumulada en el giro inicial, como si fuese un resorte humano, siguiendo el movimiento de mi cintura, mis brazos acelerando el hacha como un látigo, mi mirada clavada en el tronco, voy soltando el aire aspirado, mi pecho se contrae, mi vientre se tensa y endurece anticipando la violencia del impacto, mis ojos se afilan, mantengo la bota derecha plantada e inmóvil, la única parte de mí que no se mueve, es un pilar, la punta de mi pie izquierdo gira con mi cuerpo, mis manos se unen en el extremo inferior del cabo, mis brazos completamente extendidos, forman un triángulo perfecto entre mi pecho y el mango del hacha, mi lengua se pega al paladar, mi quijada se tensa y mis dientes se aprietan, justo antes del impacto el filo de la hoja corta un rayo de sol, el acero pulido brilla, un fulgor esplendoroso, el filo hace contacto con la corteza, el mundo comienza a frenarse, las capas corrugadas de la corteza se abren ante la hoja, pequeñas astillas y fragmentos oscuros florecen y vuelan en varias direcciones, cierro los ojos para protegerlos de las astillas, atraviesa la corteza con facilidad y encuentra su destino, la superficie externa de la albura es dura y detiene la hoja, el estruendo del impacto se hace escuchar, es un sonido grave, opaco, pero fuerte, la onda sonora se expande por el territorio, el sonido dice cosas, muchas cosas, la especie del árbol, su tamaño, su diámetro, la sequedad de la madera, la oxidación de sus agujas, la proximidad de su muerte, la necesidad del hachero, y en un instante el árbol retribuye la violencia del golpe, la energía regresa a mí, parte en la hoja de acero, vibra en el empalme y desciende por el cabo hasta morderme las palmas de las manos, sube por mis antebrazos, golpea mis hombros, se acumula en mis omóplatos para luego sacudir mi columna y rematar mi cintura lumbar, cuando la respuesta del árbol por fin se calma mis manos quedan algo entumecidas… (pp. 461-462).

Una pérdida de tiempo

En alguna entrevista leí que alguien le preguntaba a Wilson cuáles habían sido sus influencias literarias al momento de escribir la novela. Su respuesta: manuales técnicos. Junto a los prospectos médicos, imagino que no debe haber ningún otro género literario con menos lectores. ¿Quién se pone a leer un manual técnico? Solo aquel que necesita resolver una cuestión específica. ¿Y cuántas de esas personas lo leen de comienzo a fin? Sospecho que muy pocas, porque al manual vamos a buscar una solución determinada, una respuesta a algo muy concreto que necesitamos saber antes de. Lo más importante del manual no es su redacción, ni siquiera su contenido: es el índice, eso que le permite al usuario no perder tiempo e ir directamente a la página que le va a permitir seguir con lo suyo sin mayores dilaciones. En Leñador, sin embargo, no hay índice, porque lo que importa es el procedimiento, sí, pero sobre todo la forma en la que ese procedimiento es llevado a cabo. O sea: el lenguaje. La palabra. Lo dicho. Leer Leñador, entonces, es una pérdida de tiempo.

A la búsqueda de lo inmediato, Wilson responde exigiendo paciencia. A las expectativas contesta con una escritura de la demora. Leer la novela es, sin metáfora alguna, una experiencia que va más allá de la trama, el conflicto o los personajes. Experiencia en el sentido de que su lectura requiere muchas horas y poner en suspenso aquello que estemos haciendo, teniendo la certeza de que nada de lo que ocurra ahí adentro nos va a solucionar nada, ni nos va a ayudar a evadirnos de nuestra realidad (y motivos para querer hacerlo no nos faltan). La novela es, de algún modo, heredera de Brecht y su política de prender la luz del teatro en el medio de una función, para que los espectadores no se olviden de que eso que están viendo no es la vida misma, sino un artificio. Brecht no quería espectadores pasivos que se sumergieran en sus obras, sino personas que pudieran disfrutar del espectáculo, sí, sin perder nunca el registro crítico.

Pero de nuevo: ignoro si esta es la intención de Wilson y, como lector, me da igual. Lo que me importa, en todo caso, es que la novela habilita una serie de reflexiones, interpretaciones, interpelaciones, hipótesis y sensaciones que no son habituales en un momento en el que lo que priorizan los escritores y el mercado es otra cosa. Que un autor se tome el trabajo de escribir esto, que una editorial apueste por publicarlo y que los lectores lo compren (y lean) no es habitual, no es la norma de la época, sino una excepción. Una de esas excepciones que abren puertas, habilitan espacios, proponen alternativas y ayudan a tomar aire para seguir leyendo, editando y escribiendo.

Nicolás Hochman (Buenos Aires, 1982) escribe, edita y hace producción cultural. Es profesor y licenciado en Historia (Universidad de Mar del Plata) y doctor en Ciencias Sociales (Universidad de Buenos Aires), con un posgrado en Gestión Cultural (FLACSO). Fundó el Congreso Gombrowicz y dirige Desmadres, festival de literatura latinoamericana. Dio clases en universidades e institutos de Argentina, México y Polonia, y desde 2010 coordina un taller de lectura y escritura. Publicó el ensayo Incomodar con estilo. El exilio de Gombrowicz en Argentina y las novelas Toda la felicidad de la que somos capaces y Los Casquivanos. En 2025 Fondo de Cultura Económica va a publicar su tercera novela, La parte del sonambulismo.

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