Luis Cotto Román reseña ‘Exquisito cadáver’ de Rafael Acevedo (Puerto Rico)

Aceptando el reto del vibrante

Rafael Acevedo. Exquisito cadáver. Puerto Rico: Callejón; Argentina:
Adriana Hidalgo, 2001. 206páginas

Rafael Acevedo. Exquisito cadáver. Puerto Rico: Gnomo Literario, 2022.

Conocí de Rafael Acevedo, el escritor, no hace tanto tiempo, a través de su novela Guaya Guaya (Secta de los Perros, 2012). Para algunos lectores, esto podría causar cierto asombro, pues Rafael es un escritor curtido, laureado, que debía haber conocido mucho antes. Mas, como dice ese viejo adagio: “Nunca es tarde si la dicha es buena”. Y, en mi caso, la Dama Dicha excusó mi tardío encuentro con la literatura de Rafael, consintiéndome con una experiencia onírica inusual. Compré su novela un lunes y comencé a leerla tarde esa noche. Escogí leer acostado, para estar más cómodo, y disfrutarla plenamente. Así estuve haciéndolo de manera consciente unas dos horas. Afortunadamente lo absorbido hasta el momento en mi lectura entró a un nivel distinto cuando el trajín del día le pasó factura a mis energías. En medio del letargo del sueño, Guaya Guaya siguió revelando sus riquezas idiomáticas, anecdóticas y musicales. Emocionado, le escribí el martes a Rafael un correo electrónico en el que intenté transmitirle lo inusual de la experiencia de leerlo. Destaqué la cadencia y musicalidad de su estilo narrativo/poético, indicándole:

“Luego de haber leído hasta la madrugada casi toda la novela, me quedé dormido y, en algún estadio del sueño, de los intersticios de mi mente afloraba la forma de los pasajes de tu pieza literaria. En el sueño, sabía que continuaba leyendo y disfrutaba, aunque plenamente consciente de que no avanzaba en la trama. Me tranquilizaba en mi propio sueño saber que aunque seguía leyendo obsesivamente páginas que no alcanzaba a comprender, tenía marcada en el libro la página por la que iba cuando mi ser pensante y sensible estaban en armonía, en un estado de alerta. Lo que te quiero decir es que la cadencia y el ritmo de tu relato fueron absorbidos por mi mente, y en el sueño seguía recreándose como bella forma literaria. Quizás está dotada tu novela de esa belleza kantiana paradigmática que muchas veces no alcanzamos a comprender, y solamente la identificamos en el bello regodeo del sueño”.

Pronto me daría cuenta de que son rasgos distintivos del ser integral de Rafa el incursionar en las reflexiones más profundas producto de una mente privilegiada que se ha cultivado con la más fina literatura, así como el irradiar su escritura con un fino sentido del humor apegado a la cotidianidad y a su observación más acuciosa, ataviando sus textos con  patrones musicales, cadencias y ritmos. Así lo confirmé posteriormente con la lectura de Exquisito cadáver, entrega literaria de 2001 (Ediciones Callejón) que se ha convertido en referente obligado dentro de la literatura de ciencia ficción. Acometo en el presente ensayo, con hondo placer, la tarea de plasmar por escrito mis impresiones luego de la lectura de la segunda edición de Exquisito cadáver (Gnomo, 2022).

Debo dejar sentado claramente que mi deleite en la lectura de Exquisito cadáver no se ha derivado de intentar aprehender ni controlar las coordenadas temporales de la novela, pues, a fin de cuentas, como expone el autor, “[l]as coordenadas temporales se difuminan” (pág. 10). Además, si algo emerge meridianamente claro de la lectura de esta novela, es que su trama resulta exquisitamente indómita. Mi placer al leerla se deriva realmente de esas ideas de diferente raigambre que el autor lanza cual deslumbrantes rayos en diferentes direcciones. Seguramente, otros podrán explicar con mayor precisión y conocimiento las virtudes de la novela dentro del género de ciencia ficción en el que ha sido generalmente inscrita. Por eso, concedo deferencia al texto en la contraportada de la segunda edición deesta novela laureada con Mención de Honor, Premio Casa de las Américas, en 2001. En el aludido texto en la contraportada, se expresa:

“Un hombre debe investigar un asesinato que quizás nunca fue cometido. En el transcurso de su búsqueda sufre un accidente: es atrapado por la información, que, como un enorme hoyo negro, le cierra todos los caminos en un terrible mundo futuro, con paisajes de ciencia ficción, habitado por hombres y replicantes de hombres, acaso no tan lejos al nuestro.

Esta segunda edición busca celebrar lo que constituye la primera novela puertorriqueña de ciencia ficción”.

Desde sus inicios en Exquisito cadáver, el autor le hace claro al lector su objetivo: “Es esta una obra de ficción. Un ejercicio de la lectura. Una acción con múltiples precedentes. Todo lo que en ella hay ya sucedió o está por suceder” (pág. 4). Percibí la invitación del autor a adentrarnos en su novela con sentido de propósito; sin hacernos siervos de una trayectoria estrictamente cronológica.

Una amiga artista, ajena a que me encontraba inmerso en el proceso de escribir mis pensamientos sobre la novela, lanzó en las redes la para mí estremecedora pregunta de cómo, personalmente, definimos el futuro. Tomé muy en serio su pregunta.  Sin duda residual alguna, le contesté: “Para mí es un estado temporal hiper-efímero que se va consumiendo al mismo tiempo que se va revelando”. Luego de ello, pensé que pasado, presente y futuro arden y se consumen en la misma llama. Me pareció la mía una apreciación bastante afín al planteamiento del autor de que “[l]as coordenadas temporales se difuminan” (pág. 10).

Días más tarde, advertí con mayor claridad la invitación del autor a una saludable interacción del lector con su novela, sin que el lector tuviera que albergar angustia alguna por no poder precisar con certeza líneas temporales. Así lo sentí cuando leí expresiones del autor en que explicaba el por qué del título del libro, y atándolo conceptualmente a Foucault y su tesis sobre la muerte del autor. Expresa Rafa:

“En realidad lo que proponía el francés no era un crimen sino desmontar la idea de que el autor de una obra es la fuente única y definitiva de su significado.

Con suerte, los que hemos caído en la trampa de hacer productos culturales sin valor práctico reconocemos que el significado- ¿el sentido?- de un texto se separa de las intenciones o de nuestra vida personal. El significado de la obra se desarrolla en el proceso de lectura y en la interacción entre el texto y el lector.

He de suponer que quienes escriben literatura ni siquiera se plantean explorar cómo una obra es moldeada por su contexto cultural, lingüístico y social, así como por las interpretaciones individuales de los lectores.

Para mí está claro que mi muerte- metafóricamente hablando- implica que el énfasis en la interpretación y la recepción de la obra es más importante que la intención de escribir la gran novela o el poema definitivo. Nunca he tenido esa manía. Me gusta imaginar, ya cuando el texto literario está ‘terminado’, que ocurrirán una serie de interacciones complejas con una o varias personas lectoras”. (Énfasis nuestro)

¡Gracias, Rafa! Me parece que acabas de servir la mesa y es hora de cenar.

Es ¿al inicio? de Exquisito cadáver el narrador un hombre con hambre, frío y desolación por esa amada que dejó en la estación del tren y la cual recordaba persistentemente cuando se encontró con el exquisitamente “piñoliente” cadáver de Gonzalo Fernández, ante el cual lloró.

El narrador vivía en una realidad en metaverso, auxiliado por su eficiente pero no tan avanzado Perceptron III con una poética ambientación suplida por ciertos “fósiles sonoros” conocidos como “boleros”. “Así es que puedo penetrar en unos relatos que llamo recuerdos, sobre los que navego sin demasiado control. El recuerdo siempre quiere ser libre. Es libre” (p. 24).Sumido en la embriagante sensación de soledad que  había dejado la amada ausente, y saboreando su honda depresión con el anestesiante Perceptron III bombardeado por boleros, el narrador se percataba más de las ausencias, evocando una tarde de 22 de marzo que le esclavizaba. “Esta tarde vi llover, vi gente correr y no estabas tú”. (p.16). Este bolero de Manzanero, tan conocido y atesorado por los amantes de “fósiles sonoros”, adquirió para mí una nitidez e inmediatez inesperada una tarde de lluvia torrencial en el Viejo San Juan. Cual si le hubiera pedido prestado al narrador su Perceptron III, visualicé a Manzanero sumido en su sentido de ausencia y pensé que, al contemplar la lluvia, el compositor no tenía otra opción más que terminar armando, y amando, su húmedo fósil. La letra le estaba siendo dictada por la lluvia, por el dolor; en fin, por la ausencia como gran presencia.

En su embargadora soledad, se sumerge el narrador en la máquina para soñar con su amada. La ambientación del bolero se impone y “[u]n enanito en zancos canta boleros, desenfrenado”. El narrador dice que el enanito los mezcla y no se los sabe completos, pues en el sueño, el enanito pasa de “la puerta se cerró detrás de ti” a “mi dolor es mío, culpa no es de nadie”. Quizás, sin embargo, no es que el “enanito en zancos” no se los supiera completos, sino que en el sueño y en la búsqueda, el narrador no quiere escuchar la conclusión que impone el primer bolero de que “y nunca más volviste a aparecer”, y, en el segundo, la autorreflexión de que “no quiero que el vulgo me diga cobarde.” (p. 26)

Cuando en el ejercicio de sus funciones el narrador tiene que enfrentar la tarea de entregarle la ominosa tarjeta amarilla a Windows, quizás mujer cíborg, de quien quedó irremediablemente prendado, ésta le entregó un saquito tipo amuleto que pendía de su cuello, con caracteres chinos que según ella decía, le servía “para protegerme de los malos sueños” (p.39), a lo que él contestó: “Por supuesto que estarán escritos con sangre, con tinta sangre del corazón”. Selló  de ese modo con ella “Nuestro Juramento”. Le indicó ella que lo que le regalaba “tiene una eficacia ilimitada en el tiempo, puedes leerlo con una calma de siglos”, preparándolo de ese modo, quién sabe si para al menos “un siglo de ausencia”. A partir de ese momento,  el narrador pareció iniciar su verdadera misión que puede resumirse en que “en la multitud busco los ojos que me hicieron tan feliz”.

En la presencia del regalo del bolso/amuleto que su amada colocó en sus manos, a modo de paliativo de su siglo de ausencia, el narrador tendría en sus manos la existencia de la mujer ventana. En el regodeo de la contemplación introspectiva, el narrador describe:

“Un pequeño bolso en cuyo interior había unos hermosos y pequeñísimos papeles llenos de inscripciones rojas, azules y verdes. Aquello tendría que haber requerido una construcción lenta y meditada. Quizás inspiración. Hecho para que durara siglos, esos simples papeles tenían una energía que pedía ser puesta en función. Papel y seda, como si se hubiese escrito sobre ellos la intuición. Como si cuando la tinta toca el papel se liberara una energía compleja en el que escribe y otra en el que intenta leer. Así era, sin duda. Un simple punto daba la impresión de ser el golpe de una roca caída desde lo alto de una montaña; una línea horizontal parecía una formación de nubes extendida por mil millas interrumpida bruscamente. Cada trazo es un cuerpo palpitante, con carne, huesos, músculos y sangre. Un rasgo tiene huesos y la fuerza del trazado, su espesor, es la carne, los músculos; la sangre, el grado de saturación de la tinta. Un cuerpo hermoso, imperfecto. No era posible leer un carácter sin sumergirme en un mar de sensaciones. Aquello no era información, era una especie de combustible que despertaba mi curiosidad, sugería reflexiones y resucitaba sensaciones. No estaba leyendo con los ojos separados del resto del cuerpo, como suele suceder. Mis dedos percibían la superficie del pergamino, el cuero, el papel, la seda, las hojas de la palmera, el metal grabado, el trabajo en relieve, las piedritas duras, el sonido peculiar, el crujido, el tintineo. Tragué, impulsivamente, un pequeño fragmento de papel. Sentí en mi cuerpo olivo, palmera, incienso, sales…” (pp. 62-63)

Es este bello pasaje otra extraordinaria disertación del autor sobre la actividad literaria y la complicidad entre autor y lector, al reconocer que “cuando la tinta toca el papel se liberara una energía compleja en el que escribe y otra en el que intenta leer”. La visión del autor, sublime en su expresión, aspira a imprimir toda esa energía vital de la mano al papel, y que la misma resuene en los confines del ordenador; se desborde; y se recree en la versión impresa final de su obra, de modo que el lector no permanezca indiferente ante su escritura palpitante.

Si bien Windows desaparece de su vida lanzándose tras un túnel de luz que aparece en la ventana, el autor experimenta nuevamente el placer del encuentro con una mujer, ello a través de la aparición de India. El narrador transmite la emoción trepidante de esos encuentros que, muy inesperadamente, llegan y nos roban el aliento. “Siempre sucede cuando uno menos se lo espera. Si uno lo espera no sucede. Si no sucede no sucede nada” (p. 70).

El autor nos regala un efectivo relato de la más sutil energía erótica, in crescendo y a fuego lento. Para degustar su exquisitez, tomamos prestado el Perceptron III del narrador y lo ambientamos con un fósil sonoro de un solo, pero abrasador e hipnotizante, leitmotif. No lo engañamos cuando le informamos que hemos incluido otro bolero, sólo que esta vez se trata de un Bolero francés, y es de Ravel. A fin de cuentas, no le incorporamos a su playlist esa raveliana Pavane pour une infante défunte que el autor degustó una noche sabatina animado por pensamientos existenciales dirigidos a intentar definir lo que es el futuro. Al ritmo y la melodía del Bolero, vemos cómo India “[c]erró los ojos, aspiró el humo, se recogió el cabello. En los modelos cosmológicos el universo es un vasto fluido. El océano, la atmósfera, están agitados por movimientos más o menos desordenados: corrientes, turbulencias, ciclones. Cuando uno observa las estrellas todo remolino parece ausente. No sabemos si siempre fue así, Pero en esa escala universal que era el gesto de esta mujer, largo, negro, suelto, se confirmaba una noticia vieja: nuestra galaxia no es única. Allí estaba a mi lado, otra”. (pp. 71-72).

Tratándose de una novela que se titula Exquisito cadáver, no debe extrañar que el autor relate su encuentro con varios de ellos, el primero de los cuales, como antes se mencionó, expelía un agradable olor a piña. Nos presenta posteriormente otro- el de un burócrata que fue asesinado y preparado de manera artística por un virtuoso de las artes gastronómicas-, llevando al narrador investigador de crímenes a intentar conocer al artista a través de su obra. El criminal que había dejado ahora preparado como un gran sushi el cadáver del burócrata, había desplegado sus artes culinarias en la confección del “plato”. Fantaseaba, pues, el narrador, con que “[c]on Ella haría un plato sabroso. Una taza de arroz integral, una taza y media de agua de lluvia, una cucharada de sal de mar. Lavar bien el arroz y ponerlo a hervir en un caldero. La hubiese mirado desde la cocina y cuando comenzara a hervir, bajaría el fuego. Dejarlo todo así. Acercarse, decir palabras dulces. No lo destape ni lo mueva por 45 minutos, 50 si no hace calor. La besaría poco a poco, hasta la humedad. Cuando esté listo, moverlo con un tenedor. Probarlo. Cerrar los ojos para aumentar el sabor. Hacer eso. Vivir. O morir” (pp. 81-82). Aunque la faena gastronómica del narrador/autor sea seductora y altamente sensorial, acepto su invitación a continuar leyendo e, inevitablemente, imaginando. Tomo prestado nuevamente su Perceptron III para ver el resto de la imagen que, a riesgo de exceso, reclamo para mi deleite. Ajusto su lente a un momento, once años después de que por primera vez el narrador nos contara en un callejón riopedrense sus encuentros con cadáveres exquisitos, y advierto el paisaje surrealista pintado por una margarita, la cual, radiante, alumbra el siguiente cuadro:

El bosque. Decir el bosque. Proponer una música.
Tallar la brisa.
Ver un paisaje. Ver llover. Sin lluvia, pero con llover.
Con ese llover que siempre ocurre cuando lenta, suave,
tan hecha de minúsculos trozos de un aire que no pesa,
me digo que veo llover. Me lo repito, junto a la ventana,
que va a llover. Que voy a ver llover.

Avanzar la idea de la lluvia antes de que. El aguacero siembre
todas sus dudas.
Lloverse sobre el llover. Dejarse llover.

Ver llover. Decir que veo llover.
Hasta que llueva.
Hasta que lluvia
Hasta que.
Hasta”.

(Margarita Pintado, “Bosquejo del llover”, Ficción de Venado, pág. 4, La Secta de los Perros, San Juan, 1ra ed. (2012).

Y es entendible, “o por lo menos querible, besable, amable” para este elegido “animal de galaxia” su obsesión con el agua de lluvia como ingrediente esencialísimo para preparar el plato de Ella, principalmente en un tiempo y lugar en que el agua escasea y se lanzan proyectos “buscando agua potable” con urgencia en otras esferas. Por eso también pienso que, aunque no lo articulara el narrador, igualmente albergaría el ansia de tener en su paisaje ese bosque pintado por la margarita en que, cual Yunque patrio, no se admite el cese de la lluvia. A fin de cuentas, ha llegado el tiempo en que “[l]os chinos usan botellas de cristal para el agua de lluvia de tormenta. Provee vigor. El agua de lluvia caída a comienzos de la primavera es perfecta para calmar los nervios” (p. 32). Y, sin duda alguna, para degustar el manjar que el narrador planifica preparar con Ella, le hará falta calmar los nervios y contar con vigor.

La importancia central de la necesidad de gestionar la escasa agua potable es innegable. Como preludio a la sección “Dos”, el autor cita el conocido bolero de Julito Rodríguez “Mar y Cielo”, específicamente esa estrofa que dice: “El mar y el cielo se ven igual de azules” (p. 127). En esa sección se revela que el experimento para trasladar agua a nuestra galaxia desde la Nube de Orión necesitaría de la participación del humano no cruzado cibernéticamente, pues las limitaciones de clones y replicantes no permitían prescindir de lo humano, aún cuando el “yo y su circunstancia” del humano “era igual a solución genial o tragedia épica”. (p. 138). Por eso se decidió convocar a muy inteligentes “[d]oce condenados a reclusión perpetua, desintoxicación o crímenes de conciencia… a participar del proyecto a cambio de su libertad” (p. 138), pero nadie contaba con que ellos y “otra docena de tripulantes se toparían, no con una nube, sino con un inmenso océano flotante poblado de una perturbadora fauna” (Ibid.). Era un “mar celestial al que se aproximaban a la velocidad de la luz” (p. 139), lo que demostraba que Julito Rodríguez, en medio de la inspirada conceptualización de su memorable “fósil sonoro”, no solamente contempló la apariencia de unión de mar y cielo en la distancia horizontal, sino que aparentemente había mirado verticalmente hacia arriba para atisbar ese “mar celestial” que se intentaría trasladar a nuestra galaxia.

Exquisito cadáver presenta, de manera decisiva y conmovedora, la toma de conciencia de un narrador hasta entonces algo insensibilizado en un entorno social que dictaba la activación y desactivación de seres humanos, semi humanos, y cibernéticos, conforme a criterios basados en un arrogante sentido de superioridad.

Ese agridulce consuelo del narrador de que Windows escapara de la tarjeta amarilla previa a la roja de la desactivación, aún si ello implicara sufrir su ausencia, provocó su honda reflexión ante el infortunio del compañero de Windows que corrió otra suerte, grabando en la conciencia del narrador un evento que, si bien no fue entrenado para encararlo, necesariamente invadió su ser todo

 “…porque algo sensorial, algo de alma había sucedido. Aquellas gotas derramadas por Frederick me deprimieron. No era sangre, estaba claro. Pero algo había muerto. Era como una metáfora de aquello en lo que nosotros nos estábamos convirtiendo. Peor, una imagen de lo que ya somos. Nosotros precisábamos de eliminar modelos que considerábamos aberraciones. Pero el método, el modelo de nuestras referencias era igualmente aberrado. Ver aquel orificio en el cráneo de un cíborg, con frialdad y sin sentimientos de culpa, era asumir el ojo esencializador”. (p.42)

Se da en el narrador una toma de conciencia y un planteamiento de su propia identidad, cuando dice que “[a] fin de cuentas, todos somos criaturas de extraños límites.” (p.43).

El autor nos ofrece un interludio a través de “Los lentes de Spinoza” en que se sumió Baruch; ese que trataba de no ver a Camille, la hija de su profesor de números y cálculos que prefería a otro y que, a modo de consuelo, Baruch recreaba a su antojo asistido por un lente que inventó y que le permitía ver en el rostro de cualquier doncella, el rostro de su amada. En una disertación de refrán imbricado con la poesía de PH Hernández, Baruch provoca en su amigo Jarig la espontánea reacción de “Llevas el alma untada de Camille. No lo niegues” (p.49). Baruch, muy de su tiempo, no hubiera podido soportar su derrota mientras presenciaba la victoria del amante venezolano Nacho quien, no se sabe si antes o después que Baruch, pudo decirle triunfal a su amada (no se sabe si venezolana o panameña) Ligia Elena: “Llevo perfume a ti cada mañana; llevo grabado a fuego cada despertar”. Por tanto, en una pretendida reflexión de un desapego emocional que le resultaba imposible, Baruch incursiona en la siguiente reflexión circunlocutoria:

“El alma se esfuerza por imaginar aquello que excluye la existencia de las cosas que disminuyen o reprimen la potencia de obrar del cuerpo, o sea, se esfuerza por imaginar aquello que excluye la existencia de las cosas que odia, y, por tanto, la imagen de una cosa que excluye la existencia de aquello que el alma odia favorece ese esfuerzo del alma, o sea, afecta el alma de alegría”. (p.49)

Todo, pues, se aclara. Como diría Cantinflas: “!Ahí está el detalle!”

Es luego de ello que Baruch, a punto de llorar, contesta a la pregunta de Jarig sobre si odia a Camille: “Ella es como la guerra….no me incita ni a la alegría ni al llanto” (p.49). Ante la observación de Jarig de que tras el gélido semblante de Baruch hay un horno sofocante en el interior, éste contesta: “Mi dolor es mío, culpa no es de nadie”. Jarig le reprende, diciéndole que deje de hablar como personaje de Shakespeare y continúe ayudándolo con un cristal. En sus adentros, como Don Felo y Shakespeare, Baruch pensaba que “no quiero que el vulgo me diga cobarde”.

El Perceptron III que mantenía al narrador aislado en un mundo de sensaciones cuidadosamente ambientado, le fue fallando, justo cuando el narrador comenzó a humanizarse y a tomar conciencia. Es entonces cuando se da cuenta de que tiene un trabajo “repulsivo” y “deprimente”: “Investigar desviaciones de conducta. Husmear en la vida de seres que ni sé lo que son”. (p. 55).

Reveladora resulta su reflexión básica y elemental sobre diversos grupos de trabajadores que “[m]uchos de ellos nunca fueron al campo y no saben ni cómo labrar la tierra ni cómo segar. Ocurre lo mismo con millares de otros trabajadores: sastres, albañiles, carpinteros, panaderos, choferes. ¿Cómo puede cada uno, trabajando en su estrecha especialidad, no morirse de hambre o frío? Levanté mi vista al techo. Pensé en mi ocupación. Miré a mi alrededor. Aquí estamos, al lado de las máquinas, a veces sin saber que lo que está al lado, lo que está de frente es, en resumen, una máquina. ¿Quién que es no es una?” (pp.55-56). En esos momentos de honda y rigurosa introspección me planteo lo apetecible que puede ser la vocación de Eddie cuando anuncia cadenciosamente que “hay infinidad de carpinteros y no sé qué cantidad de comerciantes. Hoy descubrí que soy, de profesión: tu amante”. Aunque la toma de conciencia de Eddie sobre su verdadera vocación es harto tentadora, en momentos de inopia, se levanta con particular filo la navaja que refleja en su hoja la máxima que dice: “Siembra si pretendes recoger”. En la calidad de sus planteamientos, el narrador y Rubén son, pues, “de un pájaro las dos alas”.

La importancia fundamental de la siembra que, aunque discurso de basamento práctico, parece poetizarse en momentos de abundancia, revistió en mí una urgencia hasta entonces desconocida con la irrefutablemente inolvidable visita del huracán María. Si tomamos prestado del autor nuevamente su Perceptron III, podremos recrear de manera vívida la imagen de esos vientos elegíacos del fenómeno mientras escuchamos, si bien no un bolero propiamente, sí otro fósil sonoro, esta vez de Serrat con letra de Miguel Hernández: “Un manotazo duro; un golpe helado. Un hachazo invisible y homicida. Un empujón brutal te ha derribado”. Podremos recrear esos días posteriores a la ruda e inmisericorde estocada de María, y sufriremos nuevamente la ansiedad ante la carestía de alimentos y las largas filas para conseguir aunque fuera una lata de ese manjar criollizado que es la “corned beef”[1]. Volveremos a ver a esa severa maestra que fue el huracán María y, ante el recuerdo apremiante y decisivo del fenómeno caribeño, coincidiremos con la sabiduría de la pregunta retórica del narrador: “¿Cómo puede cada uno, trabajando en su estrecha especialidad, no morirse de hambre o frío?” Al utilizar el equipo de visualización del narrador que me lleva a 2017, ambientado por mí con otros fósiles sonoros mientras hago mi recorrido[2], veo con tristeza la devastación mientras escucho con dolor desgarrador: “Pueblo mío que estás en la colina; tendido como un viejo que se muere. La pena y el abandono son tu triste compañía. Pueblo mío te dejo sin alegría”.

En medio de sus cada vez más frecuentes reflexiones existenciales, recurrió nuevamente el narrador a sus gafas de visualización y, filtrado a través de ellas, el persistente recuerdo de Windows. En contraste con la fascinación por Windows y el recuerdo de ella, el narrador parecía no poder salir de su siempre incipiente, pero irrealizado, instinto de atracción hacia Sofía Martini, mujer real, de carne y hueso, de presencia constante y sin misterios mayores ni salidas abruptas. Sofía, aparentemente humana sin imbricación cibernética, era consistente en sus afectos, cálida, y de un cariño sosegado y rutinario hacia el narrador. Nada, sin embargo, parecía encender una llama en que ardieran simultáneamente pasado, presente y futuro entre el narrador y Sofía.

“Nos queríamos, claro. Pero el tiempo, la distancia, el polvo interestelar, las estrellas, el destino, otras parejas, la desidia, el desdén, el miedo, la estupidez humana, el egoísmo, la oxidiana y la malaquita, habían impedido que lo nuestro creciera hasta juntarnos. Pero eso no importaba en ese momento. Acababa de leer los últimos instantes en la vida de una mujer con la que había intimado y a quien apreciaba”. (pág. 87)

En un unamuniano ejercicio de introspección y de su toma de conciencia que le llevaba a repudiar la arrogancia del “ojo esencializador”, el narrador se había aferrado mentalmente a la posibilidad de remontar el vuelo tras cualesquiera mujeres fantasmas, replicantes, clones, cíborgs, poltergeists y hasta volatrices programadas que encontrara en su camino y se lanzaran intrépidamente por ventanas que se abrieran hacia túneles de luz.  Tomó a pie juntillas aquello de que “vale más que en tu ansia por perseguir a cien pájaros que vuelan te broten alas, que no el que estés en tierra con tu único pájaro en mano” (Miguel de Unamuno, ¡Adentro!). Pero, si bien dispensamos el más profundo respeto a Unamuno, afirmamos que no todos los pájaros en mano son iguales, y hay ocasiones en que ese pájaro en mano debe ser cuidado y acariciado mientras se escucha el aleteo y revoloteo de otras especies que se alejan. Pero Sofía era muy real, muy tangible, sin pretensiones de fantasma ni protagonista de misteriosos actos escapistas. El encanto natural de su simpleza de mujer contrastaba con la fascinante exuberancia que buscaba el narrador en una humanidad fluida en que carne y hueso se imbricaban con la máquina y las variopintas esencias cibernéticas y de estados de conciencia. Además, el pesimismo de éste y su hermético catálogo de imposibilidades, le impidió en un momento de desasosiego y abulia existencial advertir posibilidades en los aparentes obstáculos que enumeraba en su bitácora, resultando incapaz de darse cuenta de que su lista contemplaba, disfrazada, la excitante posibilidad de un destino en que pudiera ver las estrellas inmerso en ese memorable polvo interestelar.

Por el momento, en su mundo, el narrador no podría evitar alzar su vuelo, y Sofía seguiría siendo muy común y malamente dotada para tan siquiera superar los obstáculos de la malaquita. Ahora no podría ni competir con el cadáver de la Tigra Volatrice, en cuyos ojos el narrador pretendía ver los últimos momentos de su existencia, sin quedarle visión para escrutar y perderse en los ojos palpitantes de vida y deseo de Sofía Martini. Pero llegaría un momento en que el narrador dejaría de ser “una máquina de carne y hueso. Un animalito programado.” (pp. 161-162). Quedaría “[a] merced de su propia voluntad[,] [c]on la conciencia del cuerpo”, “envejeciendo” (p. 172), y llegaría a pensar sin interferencias (p. 175), para darse cuenta de que “[a]quello que fue, ya es; y lo que ha de ser, ya fue; aquello que es, está siendo; y lo que está, será lo que fue” (p. 179). Entonces, al pensar en Sofía, emergería la verdad irrefutable de que “[e]lla era de verdad. La realidad es lo que deja huellas. Punto. Entonces las largas piernas de Sofía Martini no eran una ilusión. Sus tetas, que de forma tenaz me miraban, estaban allí. Elaboraba informes con los cuerpos como si fueran libros que analizaba. Conocía de ellos como si se tratara de un plato internacional con ingredientes y medidas precisas. Aquella voz de niña, completamente perdida en aquel hermoso marco de mujer era real. ‘Lo que deja huellas’, me dijo Windows a oído. Un recuerdo, la velocidad de una hoja cayendo, la brisa, las seis de la tarde, la puesta del sol, la mirada de un viejo que pasa, el día aquél, la suavidad de la seda, tu risa”….(p. 210), en fin, otro catálogo, pero de posibilidades y sentires.

Exquisito cadáver mueve a la risa, al llanto, a la más seria introspección, las preocupaciones filosóficas, la experiencia gastronómica, detectivesca, amatoria, musical, poética, histórica, política, en fin, a lo que sazona la vida. Agradecemos la libertad que nos ha regalado en este viaje, el cual hemos abordado tomando muy en serio que “[e]s esta una obra de ficción. Un ejercicio de la lectura. Una acción con múltiples precedentes. Todo lo que en ella hay ya sucedió o está por suceder”. Ante esa liberalidad conceptual y temporal, hemos expuesto nuestras impresiones tomando las rutas, atajos y caminos que hemos sentido; sin encasillamientos limitantes ni pretensiones de comprender en toda su extensión ese género de ciencia ficción que Rafael Acevedo ha engalanado con una obra pionera portaestandarte del género por derecho propio, pero más que eso, que se erige como referente obligado en nuestra literatura, independientemente del género. Esta es literatura que, en la medida en que se desenvuelve ante los ojos y afectos del lector, se revela como obra consumada y curso del mejor destilado de la literatura creativa.

Rafa establece impresionantes conexiones neuronales sin descartar en el proceso como insignificante ningún estímulo sensorial, intelectual y emocional. Emplea el fino balance entre pensamientos redondeados y plenos anclados en sus convicciones y sentires, mientras lanza estimulantes ideas que, muchas veces, sirven de pie forzado para que, cual trovador, el lector las complete en su propio universo de lectura. Sólo el intelecto muy lúcido del autor, conjugado con su alma de poeta, amante de la música, y su condición de filósofo del deporte y el juego, podía gestar un coherente popurrí en que el aparente azar no tiene nada de batiburrillo, sino que goza de toda la consistencia lógica y literaria que indudablemente le ha dado un gran escritor como él. El resultado es un delicioso y espeso potaje literario en que ideas y pasiones acendradas al alma y la mente del autor,  nutren el corazón inquieto, potente y palpitante de su Exquisito cadáver.

Luis Cotto Román (San Juan, 1968) posee un Bachillerato en Comunicación Pública de la Universidad de Puerto Rico y un grado de Juris Doctor de la misma institución. Ejerce su práctica privada de abogado en la firma Yolanda Benítez, Cotto & Associates, P.S.C. Previo a ello, ocupó cargos en las tres ramas en el servicio público en Puerto Rico, siendo Oficial Jurídico en el Tribunal Supremo de Puerto Rico; Director de Legislación y Secretario Auxiliar de Asesoramiento en el Departamento de Justicia; y Asesor Legislativo del Gobernador de Puerto Rico. Cotto Román es un aficionado de las artes plásticas y literatura, quien gusta plasmar por escrito ocasionalmente sus impresiones sobre exquisitas expresiones de ambos renglones de la creatividad humana. Ensayos de su autoría han sido publicados, entre otras, en Puerto Rico Art News, Visión Doble, Letras Salvajes y Claridad.

[1] Esa misma que, criollizada también en nuestro hablar, fue comúnmente conocida en generaciones pasadas como “carne bif”.

[2] Y ajustado para ver uno de esos eventos que “ya sucedió o está por suceder” (p.4), pues el huracán estaba por suceder cuando el narrador nos contó por primera vez, en un callejón de Río Piedras, de sus encuentros memorables con cadáveres exquisitos, y ya había sucedido cuando, veintiún años más tarde de ese primer relato, los rememoró con ese sabio gnomo a quien conoció, primo hermano del arqueólogo “enanito en zancos” que sólo conocía fragmentos de fósiles sonoros.

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