Miguel Ángel Náter reseña el poemario ‘Dictado de perillas’ de Félix Meléndez (Puerto Rico)

Estética del dislate: Dictado de perillas, de Félix Meléndez

Félix Meléndez. Dictado de perillas. Morovis, Puerto Rico, 2022

Parecería una crítica negativa la afirmación de una «estética del dislate»; sin embargo, la poesía ha coqueteado a lo largo de los siglos con lo desatinado, con el equívoco y la anfibología. La tensión y el impacto de una nueva unión de palabras que en la lengua cotidiana nunca se utiliza; el ejercicio de las arcaicas formas o sintagmas inusuales; el juego de lo inestable, pueden llevar a cierta manifestación de lo poético, aquello que aparece solamente en ese instante único del poema, que puede ser o dejar de ser en el momento de la lectura o de la interpretación. Hace ya muchos años que Susan Sontag abordó el tema del «camp»: «[…] la esencia «camp» es su amor a lo no natural: el artificio y la exageración. Y “camp” es esotérico; tiene algo de código privado, un símbolo de personalidad incluso entre pequeños círculos urbanos»[1]. La «lógica del gusto», ese «grado de artificio, de estilización» que no apunta a las «categorías de belleza» (325), conduce al cuestionamiento de lo bello en la época contemporánea. Ese «elemento de artificio», ese «amor a lo exagerado», «el ser impropio de las cosas» que se vio, según Sontag, en el art nouveau, que convierte las cosas en algo distinto, no es precisamente característica especial de esa modalidad: está, también, en el arte grotesco y barroco, en el distanciamiento del mundo como lo piensa Wolgang Kayser en relación con lo grotesco. Si el «camp» es el gusto de las personas, si el andrógino del decadentismo y del prerrafaelismo implica la forma más refinada del placer sexual, ir contra la naturaleza del sexo propio, entonces el «camp» borra las fronteras naturales, como lo grotesco: «Hoy, el gusto “camp” borra la naturaleza, o contradice su sentido» (329). Sin embargo, alejado ya de la belleza extraña a la cual dirigían sus rayos el romanticismo, el decadentismo, el esteticismo, el prerrafaelismo y, por extensión, el modernismo literario hispanoamericano, cruza hacia la posibilidad de considerar que cualquier cosa pueda ser arte: «Se limita a ofrecer un abanico de modelo para el arte (y la vida) diferente, suplementario» (336). Esta actitud podría ser mal vista por aquellos que nos aferramos a la estética y a la noción clásica de la Belleza.

No obstante, el joven poeta moroveño Félix Meléndez (aunque nace en Manatí, el 26 de febrero de 1989) juguetea con su vernáculo desnaturalizándolo, haciéndolo flexible para decir de otra manera, para producir una cadencia variable y un canto sostenido con imágenes deslumbrantes, a veces, y, a veces, opacas, huidizas, como la imagen de la Belleza Perfecta sobre el agua al contacto de esa otra Belleza Perfecta que se desea y se destruye a sí misma. Libro artesanal, dialogante por sus múltiples fotos tomadas por el poeta en los pueblos de Morovis, Vega Baja, Dorado y Río Grande, por sus poemas organizados en un recorrido por las puertas que abren las manos al tacto de las perillas. El «dictado» resulta opaco por aludir a una voz lenta y acompasada que se escucha y de la cual se toman notas ─los poemas─; pero también es «inspirar», decirle alguien a otro lo que debe hacer; inspirar un sentimiento cierta cosa; dar una ley o una disposición, un fallo, una sentencia; imponer las condiciones de algo (María Moliner, Diccionario del uso del español, 993), en este caso, del canto. Las perillas dictan el recorrido hacia lo que está detrás o más acá de las puertas. Las páginas de este libro están organizadas precisamente en seis puertas con títulos: «Camino», «Vorágine», «Agua de isla», «Viaje», «Rama, luz y ala», «Areyto», con tres apartados que se vinculan: «Mirilla», «Entrada» y «Coda».

En el segundo poema del «Camino», se comienza esta tensión de un habitar sin casa que es la existencia y, por extensión, la Poesía; el ir desprendiéndose de las cosas y del mundo que, también, sienten que nos pierden. Es un «gesto» de las cosas hacia nuestra consciencia, espejismo que ya Evaristo Ribera Chevremont había expuesto en su enorme obra, pero específicamente en su conferencia titulada La naturaleza en Color (1942). Meléndez lo descubre por sí mismo:

por todas las casas
que no habito,
las que con el tiempo iré dejando
y que me irán dejando a mí.

dictado de perillas con aciertos.
cicatriz tumulto el entenderse.
bástese este cielo
que lo virtuoso
no ocupa las ventas ni lo surcos.

apenas sé mi sed,
y no me basta. (6)

La grafía del poema muestra una tendencia hacia la capital en minúscula y en bold. Las oraciones comienzan con minúscula o con signo interrogante, también en bold, y hay en estos versos multitud de interesantes juegos con la disposición de las palabras, a veces unidas como en otras lenguas: «l’agonía». Esta modalidad no es nueva en la poesía puertorriqueña. Ya la practicaba José Polonio Hernández (PEACHE) antes de morir en 1922. Se une a otras grafías como «quen», «coyunta_da», «l’ofrendado», «qués», «vuelvo» con una v pequeña y elevada que llama a la doble grafía de «vuelo» y «vuelvo». La ausencia de mayúsculas y la unión de vocablos de incómoda unión causan la ostranenie, el extrañamiento. Imágenes flotantes en las aguas del libro; oxímoron ─como en «laguito inmenso» para referirse al mar con un diminutivo que limita doblemente por ser lago pequeñito, pero extenso─; una semántica grotesca que traza actitudes contra la gramática: «saber cuánto tormenta / sabe a tantas otras cosas» (16).  Ese «apenas nombrar», esa ciudad-mar en que se hunde la enunciación, esa casa-mar donde entra el poeta, hacen aflorar la conciencia como agua, arquetipo como lo define Carl Gustav Jung en Arquetipos e inconsciente colectivo:

¿y cómo no ser diminuto,
cómo no anclarse en el abrazo
aunque las aves lo hagan recuerdo?
¿por dónde hablar la distancia,
o la deriva con sus puertos,
la marea y sus atrasos
la espuma
sus palabras? (16)

Una pregunta con semántica rara emite la interferencia: «¿hasta cómo ser pez del arrecife / todo con la lluvia?» (16). Lo que sería temporal se transforma en modal. «Hasta cuándo» es «Hasta cómo», que podría ser «Hasta dónde» (espacial), con lo cual el poeta recurre a una inusitada aseveración que escoge o ignora la palabra «hasta» con significado de «incluso». Entonces la pregunta retórica sería: «¿incluso cómo ser pez del arrecife?». Lo mismo sucede en la frase «cuan festín entonces / devendrá la sequía» (16). «Cuan» ─y no «cual»─ implica magnitud y debería ir unido a un adjetivo o a un adverbio; no a un sustantivo. En esto estriba la poesía: en adaptar las funciones gramaticales y semánticas para resignificar (estética del dislate). Ahora bien, ese «cuan» no lleva acento, como sucede en «cuan largo era». Aquí es «cuan festín», y el poeta parece ser consciente de ese uso que privilegia contra la gramática. Lo mismo sucede con la frase «apenas hace un río / de indefinido cauce» (17). «Apenas hace» marca el tiempo, como en «Apenas hace una hora que salieron». Aquí el poeta redirige esa marca hacia el objeto que sucede en la imaginación. El río, símbolo de la vida, desde la Antigüedad, vuelve a renacer en la inseguridad de la lengua y corre sin definición, sin seguridad hacia el mar, hacia el logos, hacia el pozo de la conciencia:

apenas hace un río
de indefinido cauce,
hace apenas un lugar ignoto
de pasos inseguros,
imaginadas vías que permutan
esa incierta gracia del comienzo.
la corriente es hosca
ya tantas las lluvias,
y las olas deparan
algo más que existencia. (17)

Es un poema existencial en el cual no es necesario más decir. La ausencia de verbo en la frase «ya tantas las lluvias» no impide que la voz lírica exprese ese ser que se diluye hacia un algo innombrado fuera de la conciencia temporal (existencia, si seguimos El ser y el tiempo, de Martin Heidegger.) La existencia se muestra más punzante en los siguientes versos:

los ríos que contengo
acaudalan la existencia,
soy el capitán
de este cósmico naufragio. (18)

Naufragio cósmico que es naufragio existencial y naufragio del logos. Vuelve la poesía a reiterar su río, su mar, su naufragio desde Alceo. No «hace un río». Puede «hacer frío», puede afirmarse «hace tiempo que un río se desliza por un cauce indefinido»; pero el poeta prefiere una dicción sostenida por el dislate gramatical que le otorga al poema una expresión única. Ahí está la poesía de José Lezama Lima, por ejemplo, especialmente «Muerte de Narciso» y Enemigo rumor. El río continúa en el poema siguiente: «¿el rastro de qué río / invoca mis claveles? (17); y lleva a la expresión del poema como un recorrido solipcista: «me transito»; como si el poeta, su interioridad fuera una ciudad por la cual este flâneur deambula tras sí mismo. Las imágenes acuáticas ondean en el encuentro del ser, de la enunciación:

¿cuál raíz de mangle será la
entrada
al esquema de regreso,
qué canción despierta,
la ristrada imagen anhelada,
de estirpe zambullida? (17)

Un neologismo ─«ristrada»─ acomete la imagen como si fuera una lanza, esa «canción despierta» que surge del sumergimiento en lo acuático. Sucede, también, con el verbo «trucando», procedente del catalán «trucar», hermano del español «trocar», pero también con el sentido de «hacer trucos en el juego del billar» (Moliner, 1401). Los vocablos marítimos se acumulan: remos, azul (del mar), oleaje, navegando, redes, mástil, tormenta, timón, anclas, faros en este «camino» del poema. El verbo «tropezarme» se revela de otro modo, cuando se adjudica al camino la acción de «tropezar» al caminante: «¿fueron los faros o el camino / quien dejó de tropezarme?» (18). Incluso, el camino se presenta como una persona mediante el pronombre relativo «quien». Gramaticalmente, correspondería «el cual». Del mismo modo, la gramática se quiebra en la frase «he nacido insomnio» (18), como si la voz lírica quisiera decir «he nacido sin poder dormir».

Imágenes muy incisivas pululan en estos versos: «el temor de los puentes en la noche», «el canto del reloj / que significa» (17). Se acumulan en el poema para urdir la sentencia poética, como si Narciso volviera a jugar con su imagen en el agua: «la mano del juego: ala enredada / en elíptica fuga» (17). Ya en la segunda puerta, la del viaje, ocurre el movimiento diaspórico, la emigración en el «tránsito fluvial». Ese «panóptico de miedos» arquitectónicamente acorralado entre paréntesis lleva a la imagen del médico que se ausculta a sí mismo para encontrar la ausencia de su país y el yo lírico vuelve a la vieja nostalgia, si tener una que sea novedosa. La reiteración de vocablos en redundancia consolida las formas del poema con le existencia abismal del hablante: «mas sin embargo estas formas / hermánanme al abismo» (20).

En la ciudad, el silencio, ya reiterado, asedia, y el insomnio nuevamente se apropia del canto, de la poesía. El neologismo acecha en el próximo poema: «adultecer», como «adulterar» y «florecer», eco posiblemente de Altazor y Vicente Huidobro. Sea lo que signifique, el viajante en auto sufre o atraviesa o descubre la madrugada. Esa ambivalencia persiste en las páginas de Dictado de perillas. Nuevamente, el barco, las arenas, las olas, el ancla en este mar del sueño, de la conciencia, en la cual existe un pájaro que transporta los sueños, pero no se le conoce. El yo lírico enuncia su desconocimiento y sus dudas frente a lo imaginado por sí mismo:

y no conozco el pájaro
que transporta los sueños;

o es que sueño con pájaros
que transportan la distancia. (21)

Nuevamente el mar, en una pregunta que lo limita: «¿dónde puerto lo que surge» (21). Sin embargo, la oración muestra su dislate, su incoherencia gramatical, la sustitución del verbo o su elisión, y la pregunta queda en vilo, como en acecho de una pesquisa desalentadora. La búsqueda narcisista reaparece: «un hombre sube al fondo de su espejo» (21). En esa mirada se complica el oxímoron, subir al fondo con la doble obsesión de quien se mira, a su vez, mirado, escrito o leído.  El poeta afirma su poesía como un esparcimiento, pero se le aparece como algo ominoso: «retráctome aterrado / de lo que licuada / mi voz esparce» (22). Retractarse es desdecir o negar lo que se ha afirmado. Las imágenes impactantes, como en el ultraísmo, tuercen el cuello a la lógica y devienen pura imaginación y fantasía: «antorcha de fondo cristalino» (22). Se unen a la acústica unión de las palabras, que vuelan en sonidos atrapables: «paral» es «para el», y la frase queda destronada: «vaso quebrado paral que de sed aspira» (22). La oración inconforme, el sintagma herido, emasculado, impedido, y lleva en sí la magia de la aparición múltiple de sentidos posibles: «mar se reconoce latitudes y extravío» (22). El uso indebido de comas y puntos, de signos de puntuación, coadyuva a la ambigüedad poética: «tras el tumulto silencio». Falta el verbo principal, que debería estar marcado por una coma, señal del rastro que no existe. Lo no escrito también se escribe si se lee su ausencia: «bifurcando lo que de tránsito la luna / despacio la ensenada» (22). Nótese nuevamente la persistencia de este litoral, de este espacio del limen del idioma: «crujido lenguaje de / dudoso templo etéreo» (22). Arde el dictamen que causa daño en el Dictado de perillas, esa «carcasa de indigesta» que no se deja definir, entre armazón y esqueleto de pájaro. A veces aflora una hermosa imagen: «prisión de capullo / que aguarda el beso del destello» (22) que contrasta con el inusitado traspiés: «el ansia colude, / ímpetu cavernado en su punto» (22). La semántica advierte su destrucción en la siguiente pregunta: «¿cómo encontrarte si escapándote es tu morada […]» (23) o en el siguiente verso: «como cristal semilla que quiebre» (23). El dislocamiento de la frase promueve el impacto de eso que incomoda.

La noche es espacio del grito, del acecho, de la búsqueda ominosa. Vuelve el mar o lo marítimo, con su oneroso oleaje, en el viaje, en la pesca inarticulada, donde el «anzuelo herido» no sabe que es pez con carnada. El decir se resemantiza; las palabras se metamorfosean, al ojo que lo mira el vocablo se abre como una catacumba:

ahora digo otro y me espeja,
se afantasma mi entonces
por cuanto sabe doblar las paredes
de la casa. (24)

Las palabras ausentes dejan su espacio para otras que lleguen sin ser llamadas: «se avanza en la intrincada, / se comune la sequía» (24). El dislate se abre a la mirada como Narciso en el inframundo, en la noche desesperada de la interpretación. Otra imagen se vierte: «de los balcones se escapa el mundo» (24), y la poesía persiste, insiste en aparecer como los monstruos (así lo decía Esteban Tollinchi): «ojos que penden de un arpegio» (24). La cacofonía también es parte de ella: «aferrarme a los pantis y a los puntos» (25), igual que la crasis: «para’cercar la huella» (25), cercando y acercando la huella de la poesía por venir. Posiblemente, este sea el poema más lírico del libro, cuando el poeta cobra sentido de su inexistencia, de su ambivalencia en el tiempo. De ahí, la reiteración de los adverbios sustantivados, que dejan un regosto de apabullante desolación: «y lo entonces / y lo cuando / y lo apenas» (25). El intento por acallar no logra el total silencio de las palabras. «Parpado» parecería no tener sentido: «y fue de mañana a noche no parpado» (25), cuando no sea que falta un acento «párpado». El verbo «parpar» expresa el acto del sonido que emiten los patos. Son ellos los que parpan: emitir graznidos. Unas imágenes lo salvan: «en los castillos de los adentros del dragón», «las hormigas que vomitan minotauros / en los pétalos» (25). Hacia esa «lengua del silencio», sospechosa, se desboca el corcel de la dicción, del dictamen, su «camino ignoto». Una mezcla de consciente ejercicio retórico que se filtra en repeticiones intencionadas ─«al escombro sin asombro / o la ira en cada ida» (26)─ con supresión de coherencia semántica ─«por entre cuando / ayunos de permisos»─ da paso a la imagen que se desintegra entre palabras sin coherencia o inexistentes como «mutez»:

rasgada en su lecho de hojas
es la mañana
con su mutez de pasos,
su conquista de sombras:
¿qué hacer si cruza el rayo
y reconoce mi hasta ahora,
sindistinto palpito hasta el ahogo? (26)

La desolación se abre; queda la mirada perpleja. Desde la casa y sus ventanas se desparrama el mundo, como a través de los ojos desde la conciencia. El yo lírico acude al entrampamiento de la mimesis: «esa trampa doble del espejo; / como si en cada pronto / una letra te abandona» (27). La poesía capta el fracaso, la incertidumbre ante la amenaza de lo múltiple y de lo futuro: «fracasa la mímesis en la entropía?» (27). Cierra esta segunda puerta con imágenes de naufragio en diálogo con la Isla. Una pregunta más hunde en lo impreciso: «¿cómo, sino desnudes, / estamos ante lo callado?» (28). Tal vez haya ausencia de acento y ortografía; pero el yo se decanta por la afirmación de toda poesía: «si me repito en ti: existo, / nómbrame, / articúlame en ti» (28).

La quinta puerta, «Rama, luz y ala», expone otro viaje, esta vez hacia lo sideral; el vuelo del pájaro desde la rama al cielo. Sin embargo, los poemas se vuelcan hacia la ciudad con el tren y los autos, las aceras. En ese tumulto, las aves tienen un idioma y refugian su canto en ese ámbito gaseoso. El yo lírico encuentra en ellas una forma de existencia: «las aves quen su aprendido / canto inmolan mi transitar» (31). La trayectoria, el movimiento de la búsqueda y del viaje, asume el trayecto eterno de la naturaleza en el símbolo de lo infinito y total que es el árbol, desde la semilla a la rama, desde las raíces a lo sideral:

¿a qué se va a la rama si no a
ser nube
a hurgar en el follaje la
secuencia aterida,
capaz algunas tardes de
abrazar?
¿dónde crepusculó el recuerdo
el acuerdo de los frutos no
vencidos
nuestra militancia de semillas? (31-32)

La eternidad de Adonis, el destino del grano, de la semilla, se extiende a las nubes:

surqué en las nubes lo
fundamental;
verde regreso,
silvestre canto (32)

El aire, antes la tierra y el agua, se funden y se confunde en esta búsqueda del viajante: «la tierra prometida es el aire» (34). Sin embargo, las aves asumirán un vuelo hacia adentro de la conciencia, en ese otro espacio profundo, en ese nido que las proyecta desde el óvulo. El poeta plasma en estrofas breves la maravilla del canto, del vuelo, de la existencia y de la poesía:

l   s
a
aves
se anuncian a sí mismas
pues su llanto es aprendido ─milenario,
porque su canto viene de adentro
de las entrañas mismas de su nido,
desde el pétalo de huevo que han sido,
por la estrella en que se convierte
la fugacidad de su larva
la mariposa enhiesta
en esta
pieza que
u
p   l
a        l
c            a. (34)

El esencial caligrama muestra la elevación del canto, de la poesía, en el capullo que se abre, en la crisálida que estalla en colores, en el huevo que florece en pétalos de aves, en élitros, péndolas y rémiges que ofrecen la Belleza en el proceso de gemación y de metamorfosis del idioma. Entonces las aves y los seres humanos se intercambian en el poema. El ave trueca su vuelo por unos ojos, el hombre trueca su boca un par de alas y aletea su existencia por el cielo «en un lenguaje de pájaros» (35). La poesía asume la esquina como el espacio de la transmutación del cosmos. Así florece, aflora, gema y «rincondese» (posiblemente «rincondece»). El tiempo, como un avestruz, esconde su cabeza en el interior del poeta. El poema se disloca, asume el vértigo:

el día es un poema
a ser
visto. pájaro
dialogante prima o hueco,
costa misterio
de lo sabido vuelto
lo cuan seguro apenas. (35)

Félix Meléndez se asemeja en esta dicción a Jorge Luis Morales, especialmente en Sarcoria Labor i Ouranos (1991). Véase como ejemplo el segundo de los sonetos titulados «María»:

YO CABE MAR TE MIRO TE CONFIESO
si clavel irisó oro margarita
hora sagrada frutecida cita
beso fosforecí singular beso

volumen aguijón granito espeso
tuerce troncar eje órbita gravita
estambres discreción fiel oricita
carbón sublima orvallo luz regreso

blande estrellas diar libertad velo
suelta paloma albor nube pañuelo
arca ternura salvaguarda alcor

aguas lumbres cautivan mieles capto
nostalgia amores lucidente rapto
María mío ser amor amor.[1]

La poiesis entendida como la capacidad de dar ser a aquello que no lo tiene ─tal la definición que ofrece Diotima de Mantinea a Sócrates en el Simposio de Platón─ se manifiesta en todo su esplendor a través del dislate, aunque a veces el poeta pueda cometer algún desliz gramatical sin saberlo. En «Mirilla», el dislate se distiende y cobra brillo, sin apartarse de la belleza que a veces asoma: «penden de mis rizos las estrellas» (38). Una pregunta aferra su cuestionamiento lírico en la búsqueda del azar: «¿cuál es esta carencia / de lo que hube haber sido? (39). La traslación de las funciones gramaticales deja su impronta: «el encuentro con todo lo escapándose», «vidrio de crisálidos remansos» (40).

No es tan sólo el eco de aquel poeta. También se filtra una alusión al libro Criatura del olvido: «elemental criatura / que del olvido incólume hace entrega» (42). Ya se sabe que Criatura del olvido (2007), de Javier Ávila, también tiene ecos de Francisco Matos Paoli: Teoría del olvido y Criatura del rocío. Al final de la entrega de «Mirilla», Meléndez vuelve al soneto rey en un esforzado intento por recuperar la poesía tradicional:

despido mi reflejo de la espera,
la llama que oxigena con su sombra,
cualquier minuto gris, y se me afonda
el ser de nuevo ayer que lo supera,

las veces que el insomnio se partía
cantando las verdades, repartiendo
la indecible cifra, al fin lo entiendo,
por qué se oblicua la razón del día.

transpirarse abismado desde el centro
de ruta en ruta por entre sequía.
¿de quién será que se esconde la vía?

ocultado, es ayer, y no lo encuentro,
que momentos de espera pertinaces
si mañana no existe, ¿qué se hace? (43)

Aunque, como es evidente, el joven poeta no muestra el dominio de una de las combinaciones estróficas más exigentes ni la pericia de los acentos regulados del endecasílabo, aplaudo su valor, no sólo el valor de lo valioso, sino el valor de lo valiente.

«Areyto», la sexta puerta, recupera el genésico tema del barro como origen del ser humano, la creación inicial, que tanto dio de qué hablar a Evaristo Ribera Chevremont, desde Barro (1945) y Verbo (1947) a Creación (1951): «porque el hombre / con la espera vuelve a ser barro» (46). Hacia el final de ese primer poema, el poeta se hunde en su propio abismo:

mi voz cansada
de caminos sin muertos
de destellos y mutismos,
traza el escombro de su ahora. (46)

La voz lírica extrae acentos de la lengua oral con la eliminación, a veces, de la «d» final en palabras como «verdá», y con la incorporación de barbarismos: «estoy consciente» (47). A veces existe ausencia de concordancia o de signos de puntuación, que llevan a la ambigüedad. No obstante, persiste la imagen del viaje en la palabra: «el viaje como dicha del verbo» (48). Viaje en el tiempo, del entonces al pasado «ayeroso», al futuro incierto: «hoy nostalgio el barro, / el incierto camino por el fuego», «hay un lenguaje antiguo que me ancestra» (49). Flotan esenciales imágenes en esta sed de sentidos novedosos: «el oscuro pezón de la casa» (49). El viaje de regreso se cuestiona en la nostalgia: «¿cómo volver a la tierra en un poema?» (49). El poeta anexa el fuego a sus elementos y la poesía se torna destructiva hacia la ceniza:

ahora que la leña
regala sus palabras,
germen de voz invade
el hambre de unos dedos. (49)

Una sed excesiva se advierte reiterada entre los versos de Meléndez, hasta que la voz lírica es consciente de ella: «la sed que ahora entiendo» (49). No podía faltar la manifestación destructiva del agua en la tormenta, aunada ahora a la destrucción del género en la palabra: «de todes es la ira que pueblan / mis tormentas, / de todes, la potencia de ser hoja / en el tiempo» (49). La ambigüedad campea y es parte del proyecto: «por una vez que parta el canto / y muestre mi claro rostro no es / tropiezo» (50). Obsérvese la ambigüedad de la frase «que parta el canto», que el poeta lo parta ─puede ser el poema o canto o la piedra (canto)─, pero, también, que el canto parta, se vaya, se marche. Entonces el poeta es consciente de que la poesía es reescritura:

reescribiré los versos
que antaño poblaron
nuestra infancia,
los que perduran en lo etéreo,
aquellos no vencidos por inertes.
…………………………………………………………..
hoy sé
encontrar la gruta iluminada
de este caer oscuro
hasta la forma misma,
primer susurro,
este toparse de formas inexactas. (53)

Es la hora en que el poeta se acerca a su propio canto para cuestionarlo, para indagar en sus abismos, en sus cenizas, en sus aguas, en sus ventanas, en sus perillas: «hoy no sé si el canto / sucumbe» (54). A la entrada de la casa, de la gruta o caverna, este nuevo Orfeo se apresta al descenso tras su Eurídice. Da vuelta a la perilla y entra al abismo del ser, de la poesía:

más acalla la potencia
si hasta el rayo funde póiesis en l’arena
y se juntan los brazos como fuerte
reusados a la entrega,
aspirantes de lo eterno. (62)

La reiterada sonoridad de la paronomasia en «de costados acostados, ha costado», «será que suena cerca / o acerca en la espera» (63) es ejemplo de la pericia del joven poeta; revela sus estudios académicos universitarios. En ese mismo poema, se puede observar el descenso a la caverna: «la ruta hacia la gruta», con el mismo plano lúdico fónico. Igual «será el rito o la llama / donde a los pasos se reclama / de la trama la flama / que instala la proclama (64).

Dictado de perillas culmina con una «Coda» que realiza un equilibrio entre el verso libre y la décima, esa otra embajadora de la alta cultura en la poesía popular. Félix Meléndez merece que lo saludemos como uno de los poetas jóvenes de Puerto Rico que van abriendo puertas y hundiéndose en la oscuridad abismal de la Poesía.

Miguel Ángel Náter (1968-). Puertorriqueño. Nació en Ciales, pero vivió su niñez y juventud en Morovis. Obtuvo una Maestría en Artes con concentración en Literatura Comparada y un Doctorado en Filosofía con concentración en Estudios Hispánicos, ambos de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras. Ha sido Coordinador del Programa Graduado del Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras y es Catedrático de dicho Departamento. Actualmente, es director del Seminario Federico de Onís del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, director de la Revista de Estudios Hispánicos y de la revista independiente titulada RETORNO. Como poeta tiene a su haber diecisiete libros publicados: Ceremonial (1993), Esta carne proscrita (2004), La queja de los besos negros (2006), El jardín en luto (2011), Nadie es poeta en su tierra (2012), Más de Sodoma (2014), Culpa de nadie (2017), Los efebos negros (2018), La putrefacción del alma (2018), Paréntesis (2019), Caronte (2019), Narciso digital y otros dilemas (2019), Archipiélago de sombras o el Libro de lo oscuro (2019), En fuego Orfeo (2019), Furia de los colores (2020), Álgida magnolia (2020), y Poetas, cómo me silencian (2020). En estos momentos se edita su monumental obra Ciclo del enclaustramiento (doce volúmenes). Como investigador anima la Serie Miguel Guerra Mondragón para la divulgación de literatura puertorriqueña. Ha preparado, además, la primera y única edición crítica de La charca, de Manuel Zeno Gandía, y ha editado la obra poética de José de Jesús Esteves, Jesús María Lago y Ferdinand R. Cestero, así como las Obras dramáticas de Zeno Gandía y su novela inédita El monstruo; La muñeca, de Carmela Eulate Sanjurjo, Canto nacional a Borinquen, de Francisco Matos Paoli, El secreto de la domadora, de Federico Degetau, entre otros trabajos. Entre sus libros de investigación se encuentran Los demonios de la duda: teatro existencialista hispanoamericano, José Donoso, entre la esfinge y la quimera, Historia y crítica de La charca, Incitaciones del infierno y La tina roja: ensayos sobre literatura de Puerto Rico. Su última aportación se titula Puntos de partida (Sección de cultura puertorriqueña), de Enrique A. Laguerre, San Juan, Tiempo Nuevo, 2021.

[1] Susan Sontag, «Notas sobre «camp», Contra la interpretación, traducción de Javier González-Pueyo, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1967; p. 323.

[2] Jorge Luis Morales, Sarcoria Labor I Ouranos, San Juan, Instituto Nacional de Bellas Letras, 1991; p. 4.

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