Contra el extractivismo vital; en defensa de la novela como sacrificio
María Sonia Cristoff. Derroche. Buenos Aires: Literatura Random House, 2022.
(Ganadora del Premio “Sara Gallardo”, que otorgaba, entre 2021 y 2023, el Ministerio de Cultura argentino a la que se consideraba la mejor novela del año escrita por autoras mujeres.
No falta mucho para que “La noción del gasto”, el artículo que publicó Georges Bataille en 1933, cumpla sus primeros cien años. Es un texto conocido, urticante, fundacional, discutido. Trae, aún hoy, o tal vez hoy más que nunca, algunas ideas que nos interpelan con incomodidad. Por ejemplo, que no existe ningún medio “correcto” que permita definir qué es útil y qué no para los seres humanos. O que, en las sociedades burguesas, la idea de utilidad queda siempre limitada, en primer lugar, a la adquisición y a la conservación de bienes, y, en segundo término, a la reproducción y conservación de la vida como fuerza productiva. Y que, en cambio, el placer, “tanto si se trata de arte, de vicio tolerado o de juego”, queda reducido a una “concesión”, un “descanso cuyo papel sería subsidiario”.
¿Funcionan igual las cosas a casi un siglo de las iluminaciones de Bataille? Como de costumbre, la respuesta parece ser “sí y no”. Tal vez baste decir que, al menos en algún sentido, todo ha empeorado. Por una parte, resulta claro que la economía basada en bienes fue declinando a partir de la década de mil novecientos ochenta en favor de un modelo con preeminencia del capital financiero desregulado y de alcance global. Que el empleo fabril fue dando paso a otros modos de explotación cada día más prescindentes de la realización material del intercambio. Y que, al mismo tiempo, esta época nos ha llevado a amarrar –como buey al yugo posindustrial– no sólo los cuerpos sino también las subjetividades al altar de la utilidad productiva. No sólo por la angustia que conlleva cubrir los gastos esenciales de la supervivencia digna, no sólo por la apremiante demanda de éxito y reconocimiento material, sino también en términos de producción permanente de “contenidos” que se ofrecen al mercado de bienes simbólicos con esa ansiedad tan particular que se alimenta en el feedlot recursivo del algoritmo y el narcisismo.
De modo que tal vez ya ni sepamos cuándo estamos trabajando y cuándo no. Quizá siempre estemos trabajando. A veces como agentes productivos, a veces como materia prima. La sospecha es que, ahora, el placer también es trabajo, o que al menos tendemos inevitablemente hacia eso: a transformar el arte, el vicio y el juego en parte de la maquinaria de monetización. Que ya no hay “descanso” ni “concesión”. La sospecha es, también, que cada sujeto se ha transformado –como adelantó Foucault a fines de los setenta– en un “empresario de sí mismo”, el peor patrón, el más siniestro, el que nos vigila desde adentro con la mirada de un amo que nos parasita.
Pero detengamos ya esta extensa, amén de vaga, digresión sociohistórica, o de elemental filosofía política. Después de todo, estas líneas no quieren versar sobre Bataille, ni Foucault, ni sobre la deriva del capitalismo, sino sobre una novela argentina, latinoamericana, del siglo XXI. Sobre la última obra de María Sonia Cristoff. Una novela que empieza con una carta, en cuya primera página dice:
«No voy a repetir lo que pienso acerca de lo que vos considerás tus logros, ya lo sabés. Sin embargo, dejame decirte que sé que el cansancio, ese conglomerado de humillaciones que el eufemismo de época llama cansancio, se apoderó de vos hace mucho tiempo.» (11.)
Eso le dice Vita a su sobrina Lucrecia en una carta que es intencionalmente póstuma. Vita creció a comienzos del siglo XX en una pequeña ciudad del interior, en la provincia de La Pampa, y allí también está escribiendo sus últimas palabras. Sus padres fueron anarquistas, formaron parte de una comunidad ácrata e intentaron vivir entre la utopía social y la mezquindad realmente existente. Fueron traicionados y murieron hace ya muchos años, pero algo de su legado, de su imaginario anticapitalista ha pervivido en Vita, la entonces pequeña y ahora ya anciana Vita que escribe en el siglo XXI para que su sobrina la lea.
Dice muchas cosas en la carta: recuerda los momentos que pasaron juntas con Lucrecia, la complicidad que fueron perdiendo, le cuenta detalles de su propia infancia, su decisión de no someterse a esa “única forma de prostitución encubierta” que es el matrimonio, y la llama “Lucre” con la ternura insidiosa de un hipocorístico en el que resuena el verbo “lucrar”. También dice aquello que ya mencionábamos: que sabe que su sobrina está exhausta, entregada voluntaria y absurdamente a la sobreexplotación, presa de una rueda de exigencias laborales que le han quitado su sentido existencial.
Pero Vita le propone a Lucrecia una salida: que viaje a La Pampa, se aloje en su casa ya deshabitada, y que busque allí una herencia, una pequeña fortuna que ella le ha dejado, oculta, cifrada. Que deje todo y se entregue a esa misión, a esa pesquisa, que use el dinero, que cambie de vida. ¿De dónde ha sacado su tía esos fondos?, se podría preguntar Lucrecia. Vita se lo explicará en la carta, pero antes le advierte:
«El origen del dinero es siempre oscuro. Un magma en el que se entremezclan explotación, muerte, humillación, injusticia y sometimiento.» (19.)
Y Lucrecia va, entonces, en busca de la herencia que le ha dejado Vita. Va indecisa, descreída, pero va, viaja. Deja por unos días atrás a su pareja, a su perra y sobre todo esa constelación de reclamos y requerimientos siempre perentorios, desbordantes y esencialmente fútiles en que se ha convertido su trabajo en el área de comunicación de una universidad de élite. Lucrecia viaja y con ella viajan los mensajes, los correos electrónicos, los llamados, las sombras de esa vida que tanto le costó construir, de la que tanto cuida, que tanto, tantísimo le demanda. Pero ella viaja, se instala en la casa donde vivió Vita y descubre otro tiempo, otro paisaje, otras intenciones. Por lo tanto, todo cambia.
Hemos atravesado las primeras cien páginas del libro, ya hemos dejado atrás la carta de Vita, ya hemos surcado algo de la dramaturgia anarquista de comienzos del siglo XX, ya hemos acompañado a Lucrecia hasta La Pampa, pero Derroche recién empieza. Lo que nos espera del otro lado del viaje es la imprevisibilidad poliédrica de Cristoff, su “pericia arbórea”, como ha dicho, certera, Alejandra Costamagna en una reseña publicada en la Revista de la Universidad de México. Ahí estalla la novela y nos impactan una, dos, mil esquirlas que proponen vías de narrar por fuera de los cánones convencionales de la narrativa ficcional: perfiles biográficos, mensajes que van de teléfono en teléfono, reconversiones de noticias, breves ensayos, una banda de rock liderada por un jabalí, una crónica de viaje, letras de canciones inspiradas por obras de David Graeber, “Bifo” Berardi, Nietzsche y Silvia Federici, un telegrama de renuncia que funciona como proclama política…:
«Denuncio confabulación para convertir trabajos en infiernos insostenibles. Denuncio confabulación para convertir vidas en dedicaciones a tiempo completo. Denuncio extractivismo vital. Denuncio cosificación, estandarización, estupidización, banalización.” (207.)
Uno de los mayores méritos de Derroche es sostener estas postura –denuncia y motín– mediante procedimientos que exceden la arenga, la escena, o la urdimbre de una trama; mediante procedimientos que no se limitan a contaminar los modelos canónicos de la narrativa con formas combustibles, subalternas o foráneas a la novelística. El centro gravitatorio de esta novela, me parece, es la búsqueda de trasvasar esa invocación sediciosa, esa desestabilización, hacia la poética del texto. Cristoff cuestiona los mecanismos de circulación de bienes y sentidos de nuestro tiempo especial y felizmente desde el fraseo, desde el alumbramiento de voces que son en sí mismas incitaciones a la desobediencia. Nuevamente, Costamagna lo dice mejor: Cristoff nos enseña a ser “insurrectos en la sintaxis”.
Pero no hay que imaginar el caos, la arbitrariedad, vorágine semiótica sin gobierno, fruto de un impresionismo espasmódico. Los capítulos de Derroche no son disparos hechos en la oscuridad, o a mansalva contra lo que se ponga enfrente sin importar quién cae y quién queda en pie. En Derroche hay un plan, hay una táctica y una estrategia. Un mapa sobre el cual Cristoff trazó coordenadas que son nuevas, sí, inesperadas, pero que también son el fruto de una meditación y de un propósito, ganas de intervenir no sólo en la cartografía sino sobre el territorio.
Este libro parece ser el resultado de una programática del puro derroche, del puro gasto improductivo: ejecución de una pérdida necesaria para volver a sacralizar aquello que se ha convertido en mercancía. “El sacrificio no es otra cosa que la producción de cosas sagradas”, dice Bataille. Y más adelante, siempre en “La noción del gasto”, alumbra una idea que hoy resuena más pertinente que nunca: “El término poesía, que se aplica a las formas menos degradadas, menos intelectualizadas de la expresión de un estado de pérdida, puede ser considerado como sinónimo de gasto; significa, en efecto, y de la forma más precisa, creación por medio de la pérdida. Su sentido es equivalente a sacrificio”.
Pero no se trata de un sacrificio que humilla el cuerpo y las ideas, que inmola el tiempo en el altar de una recompensa hipotética, futura, siempre delante del carro. Es, por el contrario, un sacrificio antiguo: el de la hecatombe, el que propone perder algo en la urgencia del presente para investirlo de sacralidad, para transformarlo ya mismo en otra cosa: lluvia, una buena cosecha, el fin de la peste.
Cristoff crea en Derroche su poética e instala ese gesto sacrificial y al mismo tiempo liberador. De paso, nos regala –esencia del potlatch, política del don y del desafío– una novela para combatir la malversación moderna y posmoderna de la idea del sacrificio, nos regala una novela que nos sirva para resistir esta demanda insaciable de productividad que hemos terminado por naturalizar.
Sebastián Martínez Daniell (Buenos Aires, 1971) ha publicado las novelas Semana (2004), Precipitaciones aisladas (2010), Dos sherpas (2018), traducida al inglés como Two Sherpas (2023) por Charco Press, y Desintegración en una caja (2023). Participó de las antologías de narrativa breve Buenos Aires / Escala 1:1 (2007), Uno a uno (2008), Hablar de mí (2010), Golpes. Relatos y memorias de la dictadura (2016), 266 (2024), Una intimidad discreta (2024) y El bombardeo (2025), y es autor del relato Apostilla sobre la muerte de la protagonista (2020), editado como plaqueta. Sus obras fueron publicadas en el Reino Unido, Estados Unidos, Brasil, Italia, España y Argentina. Además es editor en el sello Entropía y profesor en la Universidad Nacional de las Artes, de Argentina. Para El Roommate ha reseñado a
