Julio Premat reseña una novela de Diego Vecchio (Argentina)

Diego Vecchio, La extinción de las especies. Barcelona: Anagrama, 2017.

Reseña leída en presentación del libro el 7/04/2018 en el Museo de Ciencias Naturales de Buenos Aires.

Aunque el título, La extinción de las especies, resulte en alguna medida enigmático, algo anuncia, anuncia una modalidad de final –la extinción– que toma visos apocalípticos, ya que es la de «las especies», una extinción como la que se produjo en algún momento del planeta con el ocaso de los dinosaurios, como sucede hoy con una mediatizada aceleración de las desapariciones de múltiples tipos de animales, como, según nos lo anuncian la Biblia y la ciencia, sucederá con los humanos, con el planeta, con el universo.

Al respecto alcanza con recordar las repetidas imágenes que proliferan en las pantallas presentes en supermercados, estaciones, aeropuertos, bares, domicilios privados, áreas de autopista y salas de espera de manicuras y abogados, esas imágenes que nos muestran a patéticos delfines atrapados en caníbales redes de pesca masiva, a desorientadas tortugas queriendo desovar en playas transformadas en terrenos industriales contaminados, o peor aún, a algún oso polar aislado en un témpano que se deshace, un oso trastabillando entre trozos de un hielo que se fractura, o bien navegando sobre un minúsculo iceberg de hielo desgajado del hielo-plataforma o hielo-continente en el que otro oso (que, suponemos, es una osa, una osa-madre) contempla anonadada esa partida sin retorno hacia el infierno del calentamiento global (eso último quiso ser un «a la manera de Vecchio», no muy logrado por cierto).

Extinción, entonces. Y efectivamente, un viento de apocalipsis sopla al final de la novela, un viento de destrucción. Entrada 132:

Ineluctablemente el tiempo transforma al mundo en ruina. Nada entero sobrevive. Del pasado, solo quedan polvo y piedras. Los recuerdos no son más que restos, cuanto más precisos más falsos»

(ésta parece una cita velada de Dalí, que decía : «La diferencia entre los recuerdos falsos y los verdaderos, es la misma que para las joyas, son siempre las falsas las que lucen más reales, más brillantes», aunque otros rumores hablan de un plagio de Valery), una entrada, decía, una entrada en todo caso que prepara el excipit del texto:

Había que dejar pasar el tiempo. El presente es el museo del futuro».

Con todo, no está claro en términos argumentales qué es lo que se extingue, además de las tribus: acaso es el Museo de Historia Natural y su vástago, el Museo de la Vida Primitiva, tal vez son todos los museos o la idea en sí de museo, museos que se desertifican al final de la novela y que recurren a payasos para su promoción, aunque quizás sea efectivamente el tiempo el que, veladamente, se acerca a un definitivo agotamiento.

No está claro, nada está claro en Vecchio, aunque todo sea tan sencillo. Por ejemplo, no podemos sino preguntarnos qué es un museo, qué significan estos museos (qué diablos quieren decir todos estos museos). Por supuesto, está la respuesta más directa, la que supone que los museos son sólo museos (parafraseo aquí al papa de la interpretación, Freud, cuando, interpelado por alguien que intentaba atribuirle algún sentido oculto a su afición por los cigarros, le contestó que, a veces, un cigarro es sólo un cigarro).

Pero hay tantas acciones en y sobre los museos, tantas pasiones en sus fundaciones y funcionamiento, tantas guerras, rivalidades, ataques, codicia, odios y crisis alrededor de ellos, que a veces esos museos parecen remitir a las universidades, otras veces a las editoriales, otras a algunas capillas del medio literario, otras a una parodia de la Asamblea General de las Naciones Unidas. La impresión de que los museos sugieren sentidos ocultos está acentuada por las características que se les atribuyen una y otra vez, en repetidas definiciones. Por ejemplo, entrada 52:

un museo es la posada con pensión completa de la Idea.»

O entrada 97:

Benjamin Bloom aspiraba a que su museo fuera no una mera Feria de Artesanías sino un verdadero Observatorio de Tribus Menguantes.»

Si estas dos se prestan a varios comentarios, qué decir de una tercera, que es la entrada 128 entera:

El museo es una serpiente glotona, con boca pero sin ano, capaz de tragar y conservar, en su estómago de cristal, piedras, planchas marchitas, animales muertos, esqueletos, monedas antiguas, arte».

¡Cáspita! (o ¡Caracoles! como se decía en los dibujos animados de mi infancia doblados en México).

Hay, en Vecchio, un hermetismo, un hermetismo de cristal, un hermetismo de la transparencia.

Extinción, decía, y sin embargo, la suya es una novela de comienzos: fundación de una Nación y origen de una herencia, de una serie de herencias, legados y donaciones que siempre son anómalos, inesperados, ya que saltan tradiciones o normas, o bien esconden ambiciones y culpas detrás de aparentes generosidades. De la más alta nobleza inglesa a los barriales de Washington. También comienzos cósmicos en el relato del origen de la tierra y de las especies animales del segundo capítulo, u origen de esas tribus originarias, ahora amenazadas por una museificación galopante. Pero ante todo, la especie que vemos surgir de la nada es ésa, es la de los Museos, museo de Historia natural, Galería de Bellas Artes y Retratos Nacionales en Washington DC, luego otros museos en Chicago, Filadelfia, Boston, Nueva York, Donaldsonville, y luego otros más, y luego una guerra entre museos, y una paz entre museos y por fin, al final de la novela, una enumeración (p. 167) de los museos existentes, que son todos los museos imaginables: el del Salmón, el de los Alambres de Púa, el de los Adjetivos, el de las Cosas más Frías que un Pezón de Bruja, el de los objetos que nunca se repiten, el de los Osos de Peluche (este último construido gracias a una generosa donación del autor), etc.

En última instancia, los museos, ese espejismo de un saber que se crea y que se expone, reemplazan al mundo. Museos como imagen de organización compulsiva de las jerarquías culturales, del saber y de la memoria, museos que disponen de manera rígida y distanciada aquello que antes se transmitía oralmente. Ahora, no sólo la memoria está perdida, transformada en museo, o sea en lugar de memoria y en una ruina de la experiencia, sino que hoy, también, los museos en sí están en ruinas. Algo así como la idea que Borges narraba en tanto que origen de «El jardín de senderos que se bifurcan»: no la idea de que uno se pierde en el laberinto, sino la idea de un laberinto perdido. Vecchio expone en su estrafalario museo las ruinas de los museos, su triunfo y su decadencia simultáneos. Fuera de toda función, fuera de toda lógica, los museos, aunque se extingan, sobrevivirán a la especie humana.

Extinción y sin embargo la suya es una novela de proliferación. Antes de llegar a una eventual desaparición, se abren 910 museos por año en los Estados Unidos y el proyecto de apertura del primero de todos ellos, el Museo de Historia Natural, provoca una avalancha de adquisiciones y donaciones (por ejemplo: «comenzaron a llegar a la capital, en cajas debidamente selladas, 4000 minerales, 1000 fósiles, 3500 vegetales, 2000 invertebrados marinos, 3000 insectos, 5000 anfibios, 8000 reptiles, 7000 aves y 6000 mamíferos»). Lo mismo pasa en todas las páginas: la hipérbole acecha. Así la novela aparece primero como una atiborrada colección, como una rauda acumulación, como un exceso que, a cada paso, corre el riesgo de desbordar los límites del primer museo de los Estados Unidos y los del libro que tenemos entre manos. Pero nada de eso sucede, así como llegan, las avalanchas enumerativas se disuelven.

Uno de los directores de museo sueña con transformar el recorrido del museo en un viaje del visitante hasta espacios y épocas remotas, una aventura por lo tanto, a bordo de

un vehículo mucho más veloz que el más veloz de los ferrocarriles, como puede llegar a ser la imaginación cuando es custodiada por la ciencia.»

Leer la novela de Vecchio es un poco eso (aunque a decir verdad habría que invertir la frase y afirmar que la novela es el resultado de lo que sucede cuando la ciencia es custodiada por la imaginación); en todo caso, leerla sería, como la visita al museo, un viaje por el espectáculo de lo «acaecido durante miles de millones de años» «en tan solo cuarenta minutos». El de Vecchio es un exceso fugaz, un exceso lacónico que se autodestruye, se extingue, luego de haber sugerido breves chisporroteos en la penumbra del atardecer.

Extinción apocalíptica, hermetismo de la transparencia, exceso lacónico, pero algo más, que tiene que ver con una singularidad, una voz, un estilo: también gracia.

En varios sentidos. Primero por gracioso, claro, Vecchio es un autor que no se hace el gracioso sino que lo es, y eso lo inscribe en un noble linaje de escritores argentinos, en los cuales el chiste forma parte ineludible del efecto estético, de la complicidad buscada, de una epifanía de la risa que apunta a una manera de estar en el mundo: Macedonio, Borges, Cortázar, Saer, Aira, lo preceden en ese gesto.

Pero gracia ante todo por la ligereza (tanto levedad como velocidad) con la cual convoca episodios, personajes, circunstancias, incluyendo un efímero detalle antes de, como un duende, pasar a otra cosa, a otra historia, a otro destino, por lo que muchas veces consigue que nos distraigamos de las peripecias, las biografías, las historias narradas y nos concentremos en lo lateral, brillante y nimio. Las intrigas, los cambios, los grandes acontecimientos, se suceden con rapidez, uno se olvida del argumento, así como olvida a muchos personajes, apenas frondosas y rápidas sombras atravesando el escenario. Pero uno no olvida esos detalles aglutinantes que constituyen un mundo, un mundo literario alternativo al otro, el de las historias, las causas, los desenlaces.

Una araña que surge de un agujero en el bosque para abalanzarse sobre su presa y que repite, en su ceremonia fúnebre, los gestos de una embalsamadora del antiguo Egipto ante los ojos maravillados de un niño. Las formas arquitectónicas de las lágrimas, romboidales cuando son de alegría, elípticas, si de tristeza, esferoidales si resultan ser el mero fruto del aburrimiento o del bostezo. La intrusiva invasión de unas alimañas embalsamadas –serpientes de cascabel o escarabajos rinocerontes– que impiden a los acosados empleados públicos trabajar en los Archivos del Departamento de Interior. Cientos de ardillas soltadas, después de la plantación del primer árbol en el jardín del flamante Museo construido en estilo gótico bastardo, o más bien en el jardín del Museo de museos, todavía sin nombre ni contenido ni pasado, situado en Washington, una gran aldea que ya es capital pero que todavía no tiene historia, que no es ni siquiera ciudad y que, por momentos, se parece a otra gran aldea, la del sur. La desgraciada muerte de Jean-Baptiste Bécouer, boticario de Metz, inventor del jabón arsenical, producto fabricado con dos libras de jabón de Marsella, arsénico pulverizado, sal tártara, cal en polvo y alcanfor, altamente tóxico y hasta letal, incluso para su propio inventor. «Mi conejo cola de algodón»: así denomina, en sus cartas, el vicepresidente de la Academia de Ciencias de Filadelfia (conocido sin embargo por su carácter glacial), al joven Zacharias Spears, en ese entonces estudioso de los castores (el animal más democrático de los Estados Unidos) y futuro director del Museo de Historia Natural.

Estos son algunos ejemplos de esos destellos que circulan en el primer capítulo, circulan y pasan, como volando, apenas perceptibles pero con sorprendente valor de evidencia. Pasan volando como pájaros, siempre en movimiento y por lo tanto difíciles de describir, de escribir, de dibujar, al menos si tomamos en cuenta esta imagen, también del primer capítulo, página 25, y que parece ser autorreferencial, es decir aludir a la propia escritura:

A diferencia de los reptiles y mamíferos, los pájaros nunca se quedan quietos. El ojo y la mano tienen que ser muy veloces para capturar formas y colores, antes que estas criaturas se pongan a brincar, levantar vuelo y posarse en una rama lejana, fuera del alcance del observador. Siempre nerviosos, viven en un mundo percibido como pura amenaza.

La gracia de Vecchio es esa ligereza, ese rozar apenas la imagen y la representación, con humor y casi ternura, en un universo de decadencia, muerte, enfermedades, pasiones morbosas, mutilaciones: la gracia de un mundo que se extingue, la gracia en un mundo percibido como pura amenaza.

Julio Premat enseña la literatura hispanoamericana en la Université Paris 8 y es el autor de lo libros: La dicha de Saturno. Escritura y melancolía en la obra de Juan José Saer (2002), Héroes sin atributos. Figuras de autor en la literatura argentina (2009), Erase esta vez. Relatos de comienzo (2017). Fue el coordinador de la edición Archivos de Glosa – El entenado (2010) y el de la publicación de manuscritos de Juan José Saer (Borradores inéditos, cuatro tomos, 2012-2015) además de co-editor de los Cuentos completos de Antonio Di Benedetto. Dirige la red interuniversitaria LIRICO en Francia, así como su revista en línea, Cuadernos LIRICO (www.lirico.revues.org). Actualmente trabaja en un proyecto de envergadura intitulado Memoria literaria e imaginarios temporales en las ficciones hispanoamericanas contemporáneas.

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