Ángel Rosa Vélez. El lenguaje del olvido. Puerto Rico: Isla Negra Editories, 2018
La imagen atrapada en el espejo
El narrador de esta novela, -o los narradores, si observamos una oscilación en la voz narrativa, un continuo desdoblamiento-, en la segunda página se refiere a su comienzo como uno perturbador. El lector se encuentra, muy temprano con esta advertencia. Entrará en un mundo cuya textura parece que se disuelve, que en su interior se entabla una batalla, obligando al texto a reformularse para ser posible. ¿Cómo hablar de un lenguaje del olvido, cuando el lenguaje, en su forma interior forma una red para retener su contrario, el recuerdo, la vivencia, la tela movible de la memoria? Sin embargo, no se puede entender la memoria sin el olvido. Se ha dicho, con aguda intuición, que el olvido guarda o protege la memoria.
La novela comienza presentándonos un personaje lento, cojo y desnivelado. Una descripción breve con una significación compleja porque la forma externa de este personaje tendrá una relación muy estrecha con la forma misma de la narración. Es decir, el cuerpo del personaje mencionado al comenzar la novela y el cuerpo narrativo se compenetran y forman un nudo muy complejo. Cuando, en el primer párrafo de la narración el personaje saca de su bolsillo una piedra que cargaba oculta, “chino de río”, y la arroja contra un espejo gritándole al otro que ve allí, ¡sal!, el lector puede percatarse que se encuentra ante una narración extraña, con un personaje que reclama la salida del espejo de aquello allí representado como si fuera una otredad autónoma y encerrada. El problema, sin embargo, no se reduce a la prisión de alguien en el espejo, sino a la crisis misma de actividad de representar, a la percepción todavía viva de que la función de la conciencia es darle vida a la imagen como manifestación repentina portadora de sentido.
Lo evidente asalta al lector como lo insólito: ¿con qué imagen intentó entablar un diálogo el personaje cuando al mirarse en el espejo le exigió salir? Si queremos comprender la narración, debemos partir de la relación problemática entre el personaje y su imagen. Algo se ha perdido o se está perdiendo en esta relación y la imagen del sí mismo ha entrado en crisis en la medida en que una otredad autónoma se va abriendo paso peligrosamente no como sustituto, sino como la fuerza de la disolución o la incapacidad de reconocer. Es decir, cuando el personaje se mira en el espejo, siente que allí vive atrapado algo o alguien que debe salir. El espejo funciona como una metáfora ante el personaje que lo mira. Cuando la piedra lo rompe, sus pedazos caen al suelo en fragmentos. Uno de esos fragmentos se le entierra al personaje en el talón. Orienta su mirada hacia la herida en el talón y cuando se mueve, otra herida vieja se expresa en el caminar, en la cojera, en el desnivel que lo caracteriza. Ya vimos que el personaje era ya cojo antes de cortarse con uno de los vidrios del espejo. La herida nueva llama la atención sobre la herida vieja como si al hacerlo le proyectara al lector la urgencia de la historia. Desde esta primera escena están presentes varios elementos claves de la novela: el personaje, lento, cojo y desnivelado, el espejo y sus fragmentos, la crisis de la representación, las heridas, y una urgencia por detener el olvido.
La función metafórica del espejo tiene, por consiguiente, un estrecho vínculo con el olvido. Cuando la piedra golpea el espejo y el personaje grita ¡sal!, intuye algo terrible en lo que hace. Sabe, de alguna forma, que no golpea al otro, sino a la imagen reflejada en el espejo. ¿Dónde, entonces, está preso ese otro? El personaje se enfrenta a él mismo como otro encerrado en el vidrio. El espejo tiene una analogía con el cerebro y su ruptura en fragmentos ilustra un sentido de pérdida. Pero no se trata de una pérdida externa. El estar fuera del espejo, con su función mimética, le permite al personaje ver lo que está perdiendo: su poder de representación, su poder de identificación. En otras palabras, al personaje se le está rompiendo el mundo por dentro. La fragmentación tiene un efecto directo sobre la identidad, sobre la imagen que el ser puede darse a sí mismo. Un elemento activo en la formulación continua de la identidad es la memoria. La crisis de la representación es una manifestación de la desarticulación de la capacidad de recordar. El título de la novela ya indica el problema presentado: el lenguaje del olvido. Podríamos decirlo de otra forma: la novela presenta lo que le pasa al lenguaje cuando el olvido comienza a instalarse en él de forma implacable y decisiva. O si se prefiere ver el problema proyectado en imágenes: la extrañeza sentida ante la visión de sí mismo como alguien cuyo acceso se hace cada vez más difícil porque se siente atrapado en el mismo medio que lo proyecta. Espejo o memoria son metáforas del espacio real en que se manifiesta el problema: el lenguaje.
El narrador de la novela, repito, se refiere a este comienzo como uno perturbador. No le debe extrañar al lector que de entrada surjan continuos comentarios sobre problemas de la actividad narrativa. En la novela hay una continua reflexión sobre el arte de narrar: ¿quién narra? ¿cómo narra? ¿qué le permite narrar? No puede ser de otra forma. Ya la ruptura del espejo le llamó la atención al lector sobre el problema de la representación. El personaje, lento, cojo y desnivelado, cuenta con casi ochenta años, vive atendido en un hogar donde lo cuidan, porque comienza a vivir en otra dimensión de la realidad. La narración, mediante una oscilación que mete al lector dentro de la mente en crisis, o le permite ver los acontecimientos desde el exterior, no puede rehuir la complejidad del mundo que pretende representar, aun sabiendo que el espejo ha sido roto, o la fuerza interior de la espejización se encuentra en fragmentos. La crisis del emisor se proyecta como un cuestionamiento de la recepción. El arte de narrar toca, en este texto, el formidable problema de darle forma a un proceso de desaparición, lento, desnivelado y cojo, con una compleja dialéctica entre lo interior y lo exterior. El proceso interior de la mente en crisis, a medida que se desarticula, resiste y monta una contienda para funcionar en sus propios términos inevitablemente precarios, no tiene otra opción que formular un proyecto y una praxis para darse una manifestación externa.
Pote, el hombre que apedrea el espejo, se encuentra internado en un Hogar de Envejecientes. Después de dos años de reclusión ya ha olvidado su primera visita al neurólogo. En esa visita le diagnosticaron su enfermedad: alzheimer. Todavía le quedaba claridad conceptual, el entendimiento del funcionamiento de la lógica social, para comprender el inevadible viaje del final de su vida. Su primera reacción es quedarse solo, aislarse en su cuarto, distanciarse de sus hijos, como si intentara marcar, desde su conciencia todavía dentro de los límites sociales, la distancia inevitable que no tardará de separarlo síquicamente de sus hijos: la pérdida de sus recuerdos. Ese inevitable viaje no es otra cosa que una quietud paradójica instalada en el lenguaje del olvido. Los afectos, la cercanía humana, es resultado de las experiencias compartidas que tienen un espacio de acumulación: la memoria y toda su red de recordación, trabaja continuamente con la ausencia y es capaz de instalar en ella las huellas de la vida compartida, de traer el pasado al presente, de conjurar la ausencia por medio del lenguaje. El olvido, en este proceso de trabajo con la ausencia, podría verse como un guardián de la memoria, como un resorte creativo del lenguaje y su fuerza constitutiva. Pero el alzheimer desarticula esta función del olvido, lo transforma en una fuerza separada de la memoria, lo hace autónomo, capaz de disolver los recuerdos y de amenazar la identidad. La nueva condición instala las fuerzas de disolución de la conciencia humana, no en el exterior, sino en el interior del cuerpo, mete dentro del ser la violencia contra la identidad.
Sin embargo, la conciencia de la derrota no significa la aceptación de la derrota. La vida de Pote y de su comunidad, resiste y articula su resistencia, sin aceptar la rendición de lo humano. Y como la experiencia y la identidad humana se constituyen en el lenguaje, Pote entra en un rico proceso de refundación del lenguaje. Sabe que está cambiando de escenario y entiende que en ese cambio también cambian sus oyentes. En la inevitable pérdida de la memoria, Pote siente la urgencia de aferrarse a su cuerpo. No se trata de una evidencia limitada al personaje, incluye también a sus familiares más cercanos: “Los hijos aprendieron el ‘discurso del espacio y la distancia’ que era aprender el discurso del cuerpo.”(73) En el caso de Pote se trata de algo más profundo que la conciencia. Es resultado de un hurgar más adentro, en el inconsciente, desde donde único Pote puede articular su nuevo lenguaje como una experiencia que vaya más allá que los vidrios rotos del espejo. La misma precariedad, los lados oscuros de su capacidad de recordación, lo obligan a establecer una nueva manera de combinar los sentidos. Por eso el cuerpo se proyecta ahora como un signo poderoso de unidad. En el sentimiento atado al cuerpo se pueden enlazar los sentidos como una unidad coherente. Ni la vista ni el oído pueden ejercer su hegemonía ante el movimiento catastrófico de la recordación. En ese proceso, el cerebro se distancia del corazón, se debilita la red de los afectos, el ojo pierde progresivamente el sentido convencional de las letras, el poder social de la escritura, mientras el oído ya no puede asociar los sonidos con los espacios diferenciados de su locución. El ser, para salvarse en este naufragio, refunda un lenguaje que se aferra al cuerpo y no tiene otra opción que hundirse en el inconsciente buscando sus últimos recursos.
Entonces el hablar de Pote se bifurca. Habla hacia adentro con su multitud de fantasmas y habla hacia fuera con la nueva coherencia de lo desarticulado y disperso. Como Pote sabía componer, dibujar y contar, utiliza nuevas combinaciones de expresión, altera las letras de las palabras, reorganiza la sintaxis, funde lo que estaba separado, crea palabras nuevas, reformula los dibujos, reconfigura las imágenes, ofreciendo una nueva red a esa conciencia que luchaba por no irse del todo. Convertir las letras en dibujos es una experiencia destacada de la nueva condición de Pote. La imagen siempre está constituida por un saber, destacó Sartre, gobernada por una intención. En su batalla interna, Pote puede destacarse en la comunidad del hogar porque tiene todavía la capacidad de formular un proyecto. Y un proyecto vive en la fuerza de sus imágenes. Si puede ser recibido o captado en la comunidad de envejecientes, es porque vestigios de la conciencia humana aun operan en sus habitantes. Encerrados como están, fragmentados, dispersos, todavía pueden soñar con la libertad si un proyecto los ilusiona y los pone en movimiento como colectividad. Pote tendrá esta dimensión de librar una comunidad cautiva de envejecientes, como un viejo profeta capaz de salvar a un pueblo en cautiverio.
Aunque Pote no se ha ido todavía de sí mismo, los ojos se le han metido hacia adentro y ya no puede funcionar con la coherencia que exige la vida social. Antes de ser recluido, agarra las llaves del Fiat, decide salir a su destino, y se pierde, se extravía, visto desde una perspectiva convencional. Aunque después de varios días regresa solito, esta aventura lleva a los hijos a internarlo, contra su voluntad, en el hogar de envejecientes. Hay un momento en que la hija, antes de encerrarlo, escucha el nuevo lenguaje de Pote y expresa lo siguiente: “Yo estaba absorta. Mi padre era un poeta. Una mística extraña nos vencía. Un filo de viento entró por el balcón como una musa o espíritu que lo atravesó por la nuca hasta mi frente.” (65) Algo extraño hay en estas palabras. Debemos fijarnos en todo lo que revelan. El nuevo lenguaje de Pote rebota en la conciencia de la hija despertando una vieja relación. La incoherencia de Pote alumbra un espacio de pérdida en la conciencia normal de la hija: la pérdida de la experiencia poética. Este encuentro debe permitirle al lector desplazar la atención de la visibilidad del estado anormal de Pote hacia un cuestionamiento del estado de la supuesta normalidad de la hija. El nuevo lenguaje de Pote le ha permitido a la hija verlo como una expresión de la poesía. Alzheimer y poesía quedan unidos en una extraña fórmula. La enfermedad ha obligado a Pote a internarse en su inconsciente antes de ser encerrado en el “hogar”.
El “hogar” es la cárcel que la sociedad ha preparado para los envejecientes. Es un corral de viejos, un almacén de deshechos humanos. Antes de llegar allí, Pote se ha internado en su inconsciente buscando refugio y libertad de expresión. Ese nuevo contacto, ante la desarticulación del lenguaje social, convencional, lo ha colocado en el mismo umbral entre el silencio y la palabra. En ese umbral se activa la experiencia poética, el trabajo creativo, la fuerza de la configuración imaginaria.
La hija se sorprende ante este hallazgo. “Mi padre era un poeta.” Sin embargo, después de este conmovedor descubrimiento, debido a que sale en automóvil y se pierde, lo encierran. Hay una ironía aguda en esta doble acción contradictoria. Pote encuentra la experiencia poética en el umbral en que el lenguaje se pierde en el silencio, en la frontera misma de la dispersión de su identidad. Pote es la figura inversa del niño, quien desde el silencio, activado por los datos lingüísticos, pone en acción la construcción de una gramática y comienza a balbucear buscando los sentidos que le permitirían integrarse a la sociedad. Viaja del sonido desarticulado hacia la significación y se va insertando en su comunidad. Pote viaja al revés. Se topa con el mismo umbral, pero viene del lenguaje articulado hacia el silencio. Comprende, con los retazos de conciencia que le queda, que vive un nacimiento invertido, funda un nuevo tipo de palabra que se moviliza en la frontera ya desdibujada del lenguaje y al hacerlo, resiste, se ampara en el mar inmenso del inconsciente.
La novela hurga en este proceso trágico, pero todavía capaz de soltar chispazos de luz estelar. La muerte viene a ser un proceso que puede articularse en un lenguaje complejo, un mapa de sonidos que describe un mundo subterráneo que tiene la forma dinámica de un desnacimiento. Mientras el viaje del niño es hacia la conquista del lenguaje, el viaje del viejo es hacia el borrón accidentado de la expresión lingüística, dejando el camino encendido con fragmentos poéticos. Aun en el dolor más interno, sopla un hálito de belleza, como si la belleza fuese la expresión más profunda de lo humano.
Cuando Pote rompe el espejo y le dice a la imagen ¡sal!, ya ha madurado su proyecto de escape colectivo. Antes de entrar en esta acción liberadora, es necesario entender que Pote ha sido capaz de entablar relaciones complejas, a pesar de su crisis. Ahora bien, nadie puede entablar relaciones humanas sin el poder de las imágenes. Pote estableció una relación erótica con Milagros, “aquella enfermera blanca, gruesa, bien gruesa, de espalda ancha y sonrisa redonda”, quien lo bañaba con tanta dedicación que terminaron amándose entre la espuma y la lavasa. (19) La pasión erótica lo acercó a la vida perdida y le permitió recuperar figuras y experiencias del pasado. La importancia del cuerpo en la experiencia amorosa permite darle coherencia a la incoherencia de la mente o el alma. Milagros, además, absorbe el nuevo lenguaje de Pote, lo retiene en su memoria, será capaz de cantarlo en la aventura del escape, fascinada con su ritmo interior. Y el amor, repetido, tendrá sus consecuencias. Milagros encarnará en su preñez, de alguna forma misteriosa, el proyecto de Pote. Un proyecto con fuerza de activación de la frágil memoria de la comunidad de envejecientes, incluyendo a Sentido, el amor de la vida de Pote, también recluida en el hogar, con quien Milagros mantiene una misteriosa complicidad. Como resultado de su trato íntimo, Milagros llegó a entender a Pote, captar su estrategia de escape, comprender su extraño diálogo con el otro viejo habitante del espejo, y en ocasiones tuvo la impresión de hacer el amor “dos veces con dos viejos seguidos”. Pudo comprender la madurez del proyecto de Pote al quebrar el espejo para liberar su propia imagen entre los vidrios rotos. Buscaba desesperadamente darse coherencia a sí mismo. En fin, Milagros estaba inmersa en la extraña empresa de Pote y preparada para escapar con la misteriosa comparsa de aquellos viejos y viejas sacudidos por los últimos remanentes de la ilusión.
Pote también se relacionó de forma compleja con Tronker, el ventrílocuo y sus muñecos. Vale la pena citar la descripción del excéntrico personaje:
“Este enano, con pelo achiote, hidrocefálico de 3 pies 3 pulgadas de altura, además de encantar a sus oyentes, tenía la virtud de hurtar los sueños de sus compañeros. Tronker era un ‘hackeador’ de sueños. Se metía en la cabeza de sus víctimas (es decir compañeros) y aparecía adentro de sus sueños como una silueta (en ocasiones sin ser descubierto) y alteraba los acontecimientos, sin la sospecha del soñador, hasta donde el inconsciente de la víctima permitiera.” (84-85)
El inteligente enanito se convirtió en la sombra de Pote y llevó a cabo funciones destacadas en el proceso de escape de los envejecientes. Tronker no escapó, pero le cerró el paso a los posibles perseguidores de los 29 viejos y viejas que escaparon con Pote y Milagros.
El escape parecía la marcha de un sueño. Solo quedaron en el hogar los encamados. Los demás salieron protegidos por las sombras de la noche hasta hundirse en un mundo subterráneo, después de entrar “por los túneles del río y el desagüe”. (134) En la comparsa de fugitivos iba Sentido, en su carrito de compras de supermercado. Los lectores que quieran adentrarse en la compleja relación amorosa de Pote y Sentido, recuperada aquí en chispazos de una memoria que rehúsa rendirse, pueden leer la primera novela de Ángel Rosa Vélez, El lugar de los misterios. Ahora solo nos referiremos a ese mundo del subsuelo, a los tubos de las alcantarillas por donde desapareció la comunidad de envejecientes para encontrarse con otras comunidades de habitantes subterráneos.
El lector descubre una ciudad hundida por los complejos canales debajo de la ciudad exterior.
“Se sumaron a los habitantes que ya vivían en los canales (porque allí vivía gente) que los guiaron a diferentes salidas, huecos, bocas o entradas: cerca del cuartel, debajo de la catedral, al lado del parque de bombas, detrás de la cancha de baloncesto, encima del parque del río.” (137)
En esa ciudad escondida, metáfora a su vez de la ciudad exterior, dándole visibilidad organizada a todo lo que excluye y suprime la sociedad convencional y oficial, se habían aglomerado múltiples figuras humanas. Cuando salen a la luz de la visibilidad oficial, en forma de invasión, por diferentes desagües de las tuberías ocultas, su descripción es elocuente:
“No es una clase media estrangulada por un sistema que los aprovecha, no son intelectuales desempleados que alguna vez aspiraron a la burguesía, esos que casi ven, que están al límite mismo de la ceguera. Estos no, éstos son la miseria misma, los muertos-vivientes, los seres invisibles de todas partes y todos los días, que como polillas se riegan expulsando bolitas de excreta y miedo. No conocemos ni la cientificidad ni la ideología solo conocemos lo imponderable: la miseria y el olvido.” (157)
La invasión de seres excluidos y olvidados que sale de las alcantarillas, de los pestilentes tubos de desagüe, son la desmemoria de la sociedad exterior, su curioso alzheimer calculado, frío, selectivo y funcional, el crimen oculto de una sociedad que borra en la elegancia de sus formas, su peores abusos y exclusiones.
El lenguaje del olvido constituye una batalla descomunal contra la desmemoria. Podría verse como una épica de lo minúsculo, una épica de lo precario, relatando un proceso en el que el héroe y su ejército ya no pueden levantarse sobre la naturaleza en una cima donde el tiempo se suspende para dejar refulgir la grandeza de una conquista. El último capítulo de esta novela, por el contrario, narra la retirada de un ejército de envejecientes, escapados del hogar, acompañados de otros marginados sociales, en huida hacia el mar, asediados por la policía montada a caballo, en una relación de poder muy desigual. Los envejecientes se arrastran por la arena, confundidos con tinglares, en un movimiento hacia el mar que elabora, en una resistencia que ya responde a otra ordenación social y a otras formas de lenguaje, una gran metáfora del umbral. Frente a la inmensidad del mar, a estos seres de lenguaje fragmentado se les abre un horizonte real, inmenso, que no es otra cosa que una forma corporal de comprender el espejo. Frente a ese horizonte, observado desde la cercanía de la arena, reducidos cada vez más a cuerpos despojados de su antigua sociabilidad, se levanta el enorme espejo vacío del horizonte, sostenido visualmente sobre la extensión del mar, ese olvido que los convoca y los obliga a sus últimas transformaciones. En ese umbral ocurre el parto de Milagros, su división que da paso a la vida. La novela termina con un párrafo que oscila entre la orientación y la desorientación del lector, una iluminada oscilación que cierra la crisis del lenguaje que se construye durante toda la novela:
Nadie sabe ni sabrá quién escribió, si lo hizo en letras. Ninguno exhalará aliento sin volver al olvido los recuerdos desde su boca. No habrá suspiro detenido en un tintero sobre el papel alargándose hueco y el precipicio. Todo. Será todo el pensamiento solitario sin silencios escribiendo al paladar, imagen que repentina, antes de su total extinción, retoma una fuerza sorprendente de bostezo, saliva, y cuando aparenta un regreso, cataplaf… la imagen blanca se desinfla sobre la saliva ocre hasta tragarla. Mientras… las letras caen húmedas todavía, intentando pegarse continuas, cayendo del cielo silencio de la boca en otro sentido, dentro de los ruidos del oído, en una habitación de abanico alto de hospital, creyendo dibujar en carbón y canvas… imaginando a todos, mirando sanos, sentados y sentidos dentro del espejo. (167)
Así termina esta bella novela: cuando la imagen repentina, ese último recurso de la mente y el cuerpo, en su agónica y trágica resistencia, en su aparente regreso, falla y su espacio lo ocupa una onomatopeya, cataplaf, como expresión del vaciamiento de la imagen, su quedar en blanco, una visibilidad sin proyección, atrapada en el espejo, perdida para siempre en el interior frío del vidrio .
Félix Córdova Iturregui fue catedrático en el Departamento de Estudios Hispánicos de la UPR, Recinto de Río Piedras. Es autor varios poemarios entre ellos; Para llenar de días el día (1985), Militancia contra la soledad (1987), Canto a la desobediencia (1998) y Tambor de espuma, (2011). También, ha escrito dos libros de cuentos: El rabo de lagartija de aquel famoso señor rector y otros cuentos de orilla (1986) y Sobre esta difícil tierra (1993). En el 2005 publicó su novela El sabor del tiempo y en el 2009, Los hilos de la sombra. Su novela más reciente es La agonía de la máscara, (2018). Ha dedicado también un notable esfuerzo al estudio de la historia de Puerto Rico; y en el 2007 publicó Ante la frontera del infierno: el impacto social de las huelgas azucareras y portuarias de 1905.