Carlos Fonseca reseña ‘La muerte feliz de William Carlos William’ (Dossier Marta Aponte Alsina)

La tradición desplazada

Marta Aponte Alsina. La muerte feliz de William Carlos Williams. Puerto Rico: Sopa de Letras, 2015; España: Candaya, 2020.

[Esta reseña fue originalmente publicada en 80grados en el 2016]

Pocas cosas molestan tanto a la gran Historia como la biografía y el cuerpo: la utopía de las historias universales siempre ha sido invisibilizar la biografía del historiador. Suprimir el cuerpo, molestoso y biográfico, local y torpe, del que escribe. El cuerpo, sin embargo, se niega a ceder. Emerge, una y otra vez, junto a sus prejuicios y sus intimidades, junto a sus tics y sus historias privadas. Emerge, repleto de historias, como posible desvío gozoso.

En uno de los momentos más significativos de La muerte feliz de William Carlos Williams, la voz y el archivo biográfico interrumpe la narración para preguntarse por la relevancia de la historia personal en la historia del arte. El cuerpo de lo biográfico le sale al paso a la gran historia y se empeña en dictar una nueva cartografía dentro de la historia del arte:

“Mi abuela pilaba café en la isla cuando [William Carlos Williams] visitaba, del brazo de Ezra Pound y Marianne Moore, el observatorio astronómico que tenía a su cargo el padre de Hilda Doolittle en Pennsylvania. Mi abuela desgranaba gandules el día que Marcel Duchamp y Man Ray visitaron a los Williams en Rutherford. James Joyce y Nora Barnacle cenaron con los Williams en el parisino Trianon la noche que mi abuela sintió en sueños el bamboleo del barco donde su hijo mayor emigraba a Nueva York. ¿Servirán para algo estas conexiones? ¿Son reales?”

¿Cómo pensar el modelo de historia de arte que esbozan estas preguntas? ¿Cómo pensar una escritura capaz de historiar estas conexiones? ¿Qué rol juega el Caribe en esta nueva cartografía? Me atrevería a decir que es este uno de los proyectos utópicos – o tal vez mejor sería llamarlos distópicos – que se propone y logra La muerte feliz de William Carlos Williams al tomar como su gran protagonista, no ya al gran poeta modernista sino a su madre: la radiante Raquel Hobeb, hija del comerciante judío Salomón Hobeb quien, desde la escuela francesa de Mayagüez, lee con meses de retraso las revistas de modas parisinas y sueña que un día llegará a triunfar, como pintora, en la gran metrópolis. París: el nombre indica, desde un principio, que lo que está aquí en juego son las rutas del arte, los desvíos mediante los cuales la madre del futuro poeta – y porque no, la madre de la poesía – batalla por entrar en los circuitos oficiales del arte. La muerte feliz de William Carlos Williams es sin duda un texto sobre la forma en que circula el arte, ya no solo como mercancía sino como deseo: como deseo de ser artista. Y así, leemos cómo un día su hermano le dice a Raquel: “Perdona Raquelita, eres una artista. Aquí en la isla no hay nada que te convenga. Solo enfermos, crueldad y avaricia.” Palabras que recuerdan las que páginas antes habíamos leído en boca de su madre, Meline: “Somos franceses. Irás a París porque es tu patrimonio y porque eres artista.” Es así que, en 1878, Raquel parte hacia la supuesta cuna del arte, hacia una metrópolis que ya imagina, más que como un lugar concreto, como un espacio literario, producto de sus lecturas:

“París, 1878. A los lectores de Buenos Aires, Santiago de Chile y Lima, a los socios de la biblioteca del Ateneo en la plaza fuerte colonial de San Juan, Puerto Rico, y del gabinete de lectura de Ponce, Puerto Rico, les bastaba la mención de ciertas calles para relacionarlas con el recuerdo de un amor imaginario, o sentido en carne propia, pero en todo caso pasajero e intenso. Eran lectores de Balzac, de Flaubert, de Zola.”

Se trata de un París atravesado por la literatura y la lectura. Pero tal y como la literatura miente, París, traiciona. Raquel llega al París después de la comuna, a un París esotérico envuelto en artes espiritistas, al París de la tercera Exhibición Universal, un París que todavía intenta imaginarse como centro del mundo. Queda así esbozado el clásico paradigma del arte: metrópolis y periferia, modelo y copia, París y el mundo. Precisamente, un modelo de universalidad que, sin embargo, no entiende cuán gozoso puede ser un desvío. Es este el modelo sobre el cual Raquel se subleva, es esta la cartografía sobre la que Marta Aponte interviene al momento de establecer la pregunta fundamental:

“En París William Carlos y Florence cenaron con James Joyce y con Nora Barnacle. Joyce se interesó por los ancestros vikingos de Floss. ¿Le mencionó William Carlos que su madre era puertorriqueña? ¿Cómo hubiera entendido Joyce las palabras Puerto Rican Mother …”

O mejor aún, tal y como pregunta la narradora algunas páginas más tarde: “¿Qué raza tiene el nombre William Carlos Williams?”

William Carlos Williams: el desvío inscrito en el propio nombre, en las sílabas de ese Carlos latino que desvía la repetición puramente anglófona del apellido vuelto nombre y que nos fuerza a divagar y a perseguir la historia de su madre, la historia de esa Raquel Hobeb que en 1882 vuelve a cruzar el Atlántico, esta vez para asentarse en la costa este estadounidense, pero ya no en Manhattan, ni siquiera en el Brooklyn donde pasa sus últimos meses de soltería, sino en Rutherford, New Jersey, un pequeño pueblo marginal frente al cual Mayagüez parece una gran ciudad. Y es justo allí, que el 17 de Octubre de 1883, nace uno de los grandes poetas modernistas de la vanguardia norteamericana: William Carlos Williams, un poeta en cuyo nombre se encuentra ya el desvío gozoso que conforma una tradición distinta.

La muerte feliz de William Carlos Williams es entonces una novela sobre la madre y sobre el arte, sobre como un hijo hereda un legado artístico. Es, por ende, una novela sobre ese concepto elusivo pero central que es la tradición. La novela pone en cuestión no solo qué es una tradición literaria sino más bien qué significa escribir una tradición literaria.

Las tradiciones, como los cuentos, se escriben: narrándolas se juega mucho. Puedo fácilmente imaginar, por ejemplo, otra novela, una novela paralela a la que ha escrito Marta Aponte: una novela sobre William Carlos Williams, sobre sus amistades con Pound, con Joyce, con Duchamp. Una novela conservadora que tocara muy brevemente la relación del poeta con Puerto Rico, una novela que se limitara a decir que su madre era puertorriqueña. A fin de cuentas, dirían algunos, lo que importa es su relación con los grandes nombres. Así se escriben las historias del arte y de la literatura. Valiente, indócil, Marta Aponte se negó a escribir esa novela. Lo apostó todo por una poética del desvío, por una poética que intentara elucidar la forma en la que en el corazón de toda tradición artística y literaria se encuentra un desvío gozoso hacia otras zonas, un desvío hacia una pequeña casa en la que una anciana caribeña se niega a morir sin dejar su marca. Un poco en la tradición de la novela gótica, el ático desde el cual William Carlos Williams alberga un secreto, el secreto gozoso que es el secreto de su madre.

Digámoslo de otro modo.

Toda tradición está repleta de puertos. Toda tradición se configura en torno a desvíos mínimos que luego el historiador intenta esconder detrás de la falsa ficción de un relato lineal o a lo máximo detrás de un relato arbóreo. Sacar a flote la otra historia, la historia de desvíos e interrupciones es una decisión ética y una puesta en escena de las formas en las que podría escribirse otra historia del arte. Raquel Hobeb se presenta, dentro de la novela, como el cuerpo molestoso que entorpece la narrativa higiénica, el cuerpo que fuerza la tradición hacia la torpeza de lo biográfico, hacia el cuerpo, siempre abyecto y complicado de la madre. Escribir la madre significa poner en escena el momento en el que lo íntimo, lo biográfico, se inserta en la historia del arte. En el caso de La muerte feliz de William Carlos Williams, el desvío nos lleva más lejos, tan lejos que nos regresa a la historia personal de la autora.

Llegando al final de la novela, encontramos un salto abismal. Un salto que brinca de la historia de Raquel Hobeb a la historia personal de la autora. El capítulo 22, comienza con una frase memorable: “Fermina Díaz López se llamaba mi abuela materna. Hace poco desperté sabiendo que le debo un recuerdo.” En un espacio de dos páginas el cuerpo biográfico de la narradora ha interrumpido la escena y con él, ha despertado los espectros de la historia familiar. Se trata del último desvío en una novela que, al modo del gran novelista alemán W.G. Sebald o del gran francés Pierre Michon, ha hecho del desvío una poética propia. Un último desvío que hace al lector pensar que la novela entera bien podría ser una excusa para rendirle ese pequeño homenaje a la gran matriarca familiar:

“Fermina Díaz López se llamaba mi abuela materna. Hace poco desperté sabiendo que le debo un recuerdo. Mi madre es la única de mis mayores que queda de un mundo donde viví casi siempre. Antes era un país ajeno y desde hace unos años es un país frágil, de olvidos que no le hacen justicia a las sensaciones que viví […] La urgencia de escribirla indica que su muerte no ha sido todavía.”

De golpe, el cuerpo de lo biográfico emerge, molestoso e incómodo como un espectro. Nos damos cuenta entonces que La muerte feliz de William Carlos Williams es una gran novela sobre el duelo. Sobre el duelo ya no solo de la madre del poeta, sino también de la abuela de la autora. Y cito: “Se me ocurre que esta novela ajena es el lugar donde descansarán lo que me toca de los restos de Fermina.” Un duelo sobre el espectro de lo materno, sobre una serie de cuerpos que se niegan a desaparecer y que persisten póstumos en sus reclamos. No extraña entonces que en la novela abunden las fotografías, pues la fotografía acompaña al arte del duelo dándole cuerpo a lo espectral. Decenas de fotografías e imágenes pueblan la novela, pero una se muestra como el huidizo centro y corazón de ese enorme archivo: se trata del retrato de la tía de la autora, la Tía Fares. Un retrato en el que la tía aparece parada frente a la cámara como si posar pesara, como si estar allí fuese más una obligación que un goce, un retrato que nos fuerza a pensar porqué la foto de la tía y no la foto de la abuela, porque la foto de la tía y no la foto de Raquel Hobeb.

¿Por qué, en fin, este último desvío?

Mirando la foto nuevamente, recuerdo una fotografía que guarda mi propia madre de su abuela, una foto en la que aparece mis bisabuela Catín con el mismo vestimenta larga y la misma actitud extrañada, posando con cierto cansancio frente a la cámara. Entonces comprendo que el secreto que se guarda en el ático de esta novela es el fantasma de un Puerto Rico lejano pero que todavía continua presente a modo espectral, como llamado de responsabilidad:

“Fermina Díaz López se llamaba mi abuela materna. Hace poco desperté sabiendo que le debo un recuerdo. Mi madre es la única de mis mayores que queda de un mundo donde viví casi siempre. Antes era un país ajeno y desde hace unos años es un país frágil, de olvidos que no le hacen justicia a las sensaciones viví […] La urgencia de escribirla indica que su muerte no ha sido todavía.”

¿Quién muere entonces en esta hermosa novela que lleva como título La muerte feliz de William Carlos Williams? ¿Quién resucita? Me atrevería a decir que el duelo que la propia novela lleva a cabo termina por conjurar el fantasma de ese Puerto Rico de finales de siglo, de ese Puerto Rico que el propio William Carlos Williams busca en ese viaje final que narra la novela, un viaje que deja al poeta exhausto, frente a una casa vacía, en busca del rumor del Puerto Rico de su madre. Un Puerto Rico que no se ve, pero se siente:

“El Mayagüez mascullado de Raquel, un Mayagüez que el oído ha transcrito con cierta insistencia rabiosa, como se le quita la ropa a una asesina que el médico tiene que salvar por puro deber. Los sonidos de un Puerto Rico antiguo.”

Marta Aponte ha escrito una novela en donde la tradición modernista acaba por perderse entre las calles mayagüezanas, una novela en donde el poeta modernista acaba buscando su origen en el Caribe. Una novela que persigue una tradición olvidada y que subraya que hay otras maneras de narrar la historia del arte y que esa historia está repleta de puertos.

Carlos Fonseca es escritor y académico. Es el autor de las novelas Coronel Lágrimas (2015) y Museo animal (2017) y del libro de ensayos La lucidez del miope (2017), ganador del Premio Nacional de Cultura de Costa Rica. Recientemente ha publicado el libro The Literature of Catastrophe: Nature, Disaster and Revolution in Latin America (2020). Es profesor de literatura latinoamericana en el Trinity College de la Universidad de Cambridge. Vive en Londres.

 

 

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