«Una novelita rosita, ¿y qué?»
Marta Aponte Alsina. Vampiresas. España/Puerto Rico: Alfaguara, 2004
Laurita Damiani, una joven prematuramente vieja de 23 años, encuentra su “vocación” (7) de vampiresa (y su gran amor) gracias a la ayuda de una cofradía de mujeres extendidas a lo largo la geografía puertorriqueña. Este es el núcleo argumental de Vampiresas (2004), el cuarto libro de Marta Aponte Alsina (después de las novelas Angélica furiosa, El cuarto rey mago y el libro de cuentos La casa de la loca), que simultáneamente funciona como una suerte de novela romántica —en el doble sentido de rosa y gótica—, road movie y bildungsroman. En ocasiones, la autora se ha referido a su libro como “una novelita rosa boba de horror” y “una novelita rosita, rosita. ¿Y qué?”; por su lado, Manuel Clavell Carrasquillo la ha denominado “una crónica vampírica liviana”. Ciertamente, la novela cuenta con múltiples elementos de novela la rosa y de horror: el deseo sexual y pulsional, casi adolescente, al que se le suma la imaginería vampiresca, y es acompañada por el escenario de espacios abatidos y sobrecargados por la atmósfera de un tiempo muerto característico de los pueblos olvidados de Puerto Rico. Parecería que al igual que sus medios hermanos y la mayoría de la juventud del país, Laurita es obligada a formar parte de la maquinaria neoliberal que los ha condenado a una vida precaria, contingente, de muertos en vida, que si no tienen la suerte de trabajar en cadenas de comida rápida, lo hacen en el punto de drogas. Pero si hay algo que diferencia a Laura de sus coetáneos no es tanto el cuerpo marcado por la “vejez precoz”, sino su interés por las artes, y en especial, por la literatura. Laura es dueña de una “imaginación de lectora [voraz] y espectadora de cine” (26), que tiñe todas sus experiencias sensoriales. “Para alguien que decide envejecer sin madurar no hay mejor acompañante que un libro, sobre todo si está forrado de hongos y nadie le hace caso” (11). La creencia de que frente a una realidad mediocre sólo es posible alcanzar algún resquicio de inmortalidad por medio de las artes, de la creación, enmarca esta novela. La mismísima Gloria, vampiresa mayor, le confía a la joven-vieja que esta es una de las características principales de la nación de los vampiros:
“Los elegidos exhiben desde su nacimiento unos rasgos inconfundibles. Una poderosa animalidad, una potente consciencia del cuerpo. Claro que algunos vampiros se reprimen, son los que encuentran en las artes una especie de refugio alucinado” (87).
En última instancia, ésta es la verdadera señal que da cohesión a la cofradía de las vampiresas, ya que las tres con las que se cruza Laura en su camino (1. Adela Patiño, Prima donna; 2. Paula González, “desciende de una imagen escapada de un cuadro que el pintor Paul Gauguin” [100]; y 3. Gloria Swanson, actriz del cine mudo) han dedicado su vida al arte. No debe sorprender, entonces, que sea precisamente a través de los medios de reproducción que éstas han logrado una de su dos inmortalidades (la primera, l inmortalización por medio de la grabación sonora, la pintura y el celuloide; y la segunda, la del ‘virus’ del vampirismo). Dos características definen a las vampiresas que visita Laura y que posteriormente le enseñan el camino. Por un lado, que son artistas, pero también, que cada una de ellas es una digna representante de eso que Manuel Ramos Otero ha llamado “vivir del cuento”. Por más antipáticas, solitarias y prepotentes que por momentos sean las vampiresas, a la llegada de Laurita cada una termina contando su historia de origen, en la que podemos trazar el método utilizado por Aponte Alsina en varias de sus otras novelas: la continua reinterpretación ficcional del archivo histórico. Así, observamos en Adela Patiño las huellas de la soprano Adelina Patti (1843-1919) o en Gloria las de Gloria Swanson (1899-1983), célebre actriz de cine mudo que luego recordamos por su inolvidable aparición en Sunset Boulevard. En sus idas y en vueltas, cada una de ellas delinea, al igual que lo hará en el futuro Laurita, un mapa que conecta el Caribe con líneas de fuga que se extienden a lo largo del globo. Y, aún así, cada vampiresa se encuentra más en casa en las tumbas y ruinas modernas que representan los espacios olvidados de la isla, como tempranas testigos del derrumbe, la decadencia y la desidia generalizada que hoy tenemos tan presente:
“[e]stos pueblos fantasmales son nuestro refugio” (83) y “[e]sta isla tiene una luz nocturna muy particular y decenas de pueblos ruinosos que se descomponen al margen de la minuciosa cartografía que los compatriotas de Papá practican en su territorio. […] Adoro el tiempo estancado de los pueblos. Si supieras cuantos vampiros jubilados palpitan en los pueblitos de tu islita: hermanos de los cinco continentes y uno que otro extraterrestre” (99).
Una y otra vez a lo largo de esta novelita rosita, rosita, sorprenden las descripciones de los espacios, las atmósferas y la plasticidad de sus imágenes. A pesar de la aparente “liviandad” del argumento (que tampoco está exento de elementos cómicos y cínicos), quizás el mayor acierto de Vampiresas sean las escenas en las que Laurita se encuentra con cada una de sus vampiresas guías y cómo cada una construye su espacio propio y manera de interactuar con el mundo. Dejo, entonces, como carnada, una entre tantas de las indelebles imágenes de estos encuentros:
“La sala de Gloria presentaba otra versión de la negrura. No era lo mismo vivir rodeada de paredes tenebrosas que sumergida en la entraña del negro, un negro tan absoluto que el techo no se distingue del suelo en el espacio impreciso donde Laurita vio su propio cuerpo roto en fragmentos fosforescentes y móviles. Sintió nauseas, pero aunque quisiera no podía vomitar porque, ¿dónde estaba su boca, dónde, el estómago? Sobre el fondo de perfecta negrura, cual puntos de luz de una precisión incisiva, parpadeaban cientos de retratos de una muchacha con trajes de épocas diversas. Entre todas las imágenes se distinguía una mayor que las otras, la cara de una mujer madura visible a través de un velo de tul” (76-77)
Gustavo Quintero Vera (Puerto Rico, 1985) estudió en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras y en la Universidad de Buenos Aires. Es doctor por el Departamento de Lenguas y Letras Hispánicas de la Universidad de Pittsburgh. En el 2017 fue galardonado con el Premio Concha Meléndez de Crítica Literaria; su primer libro, Desplazamientos territoriales en la obra de Saer y Onetti, fue publicado en el 2018 en la editorial del Instituto de Cultura Puertorriqueña. Para Elroomate ha reseñado el libro de Carlos Fonseca.