Luis Othoniel Rosa reseña ‘El fantasma de las cosas’ (Dossier Marta Aponte Alsina)

Alunizaje

 

Marta Aponte Alsina. El fantasma de las cosas. Puerto Rico: Terranova, 2010. 142 pánginas

 
Y las líneas se abrirán.
Y los ciclos se prolongarán.
Y los siglos seguirán.
Marta Aponte Alsina, 134

1.

El fantasma de las cosas (2010) es la novela más extraña de Marta Aponte Alsina. No es una obra monumental como lo son sus libros más ambiciosos a los que Jeff Lawrence nombra la “trilogía de novelas documentales” (Sexto Sueño, La muerte feliz de William Carlos William y PR3 Aguirre). Tampoco parece contener la politización de otros libros de la autora. Es una novela esteticista y estecizada, y es también una suerte de ars poética, casi un manifiesto. Es una novela profética, pero no en el sentido en el que las novelas distópicas de hoy nos permiten ver el futuro deplorable del capitalismo. Más bien, es una novela que profetiza una obra de arte que no ha ocurrido todavía, una creación hermosa y terrible sobre la interconexión, sobre el infinito que se esconde en “la olla podrida de los sueños”, y sobre lo que tendremos que sacrificar para por fin crear esta obra que nos emancipará de las ficciones de separación. Nos parece que es la novela en la que la autora codifica y resume su estética literaria, y que, por lo tanto, es central para apreciar la ambición de su obra.

“Si se dedicara sólo a pensar en la interminable historia de los objetos que pasaron de la naturaleza al plato y después al descuido, viviría. De la arena al huevo, del huevo a la muerte, de la muerte al plato, del plato a la basura acompañando las estampitas de la funeraria, de la basura al polvo, del polvo al vuelo, del vuelo a la luna, de la luna a las mareas, de las mareas a la arena, de la arena al huevo, del huevo a la imitación perfecta de un árbol de tronco ancho, y así al infinito, porque siempre hay más de lo que es idéntico a sí mismo. La vida pasaría y ella podría verse pasar con ella. Dos veces. Como un fantasma que no se sabe fantasma” (108).

2.

Silvinia, una mujer que antes fue loca, tiene mucha dificultad terminando de escribir un relato que cuenta la historia de cómo uno de los grandes del jazz reconoce los méritos musicales del borrachón del pueblo natal de la autora. Dugald, un cineasta billonario de ascendencia indú (¿y portuguesa?), se gasta su fortuna en la filmación de una película sobre el nacimiento de la luna. A ambos los une la ambición descomunal por reparar las líneas narrativas de las que está hecho el mundo, por conectarlo todo, para que veamos cómo la luna no es indiferente a nosotres, para confirmar que las estrellas más brillantes del mundo del arte pueden ser deslumbradas por las artes de un borrachón cualquiera. En el proyecto de ambos figuran dos hombres pobres y sencillos, que los artistas vampirizan para construir su relato (Mítchel y Miguel). En algún momento se sugiere que esta perversidad del artista que vampiriza lo que representa, se parece al personaje histórico de Erzébet Bathroy, la Condesa Sangrienta sobre la que escribe la poeta argentina, Alejandra Pizarnik, una mujer exquisita que se mantenía joven porque se bañaba en la sangre de campesinas vírgenes. Ni Silvinia logra terminar su cuento, ni Dugald su film. No ocurre casi nada en esta novela de 142 páginas. Y sin embargo, la tensión en la prosa de la autora nos mantiene en el borde de la silla. Toda la novela narra el proceso creativo de dos artistas inconformes, que encuentran rutas completamente diferentes al infinito. Dugald es megalómano, excesivo, dispendioso. Precisa de fortunas para poder crear. Silvinia, por el contrario, es remendona, económica, tiene todo lo que necesita para crear en los 17 pasos que van de su cama a su escritorio. Contrario a Dugald, no precisa remontarse al tiempo de los astros para encontrar los vasos comunicantes de la interconexión. La memoria de su infancia le basta. La novela, sin duda, favorece el arte de Silvinia al del millonario Dugald. Sin embargo, su fracaso es igual de espectacular. En las últimas páginas de la novela, Silvinia vuelve a volverse loca.

«Antes de que se rompiera el vaso comunicante entre los narradores de todos los tiempos, los hombres rehacían a diario el mundo recorriendo los trazos de canciones ancestrales. Rehaciéndolos mantenían fresca la creación. Yo no aspiro a una reconstrucción realista del mundo. Me basta con liberar un astro dormido» (50).

3.

En un cuento de Borges (a quien la autora menta en su novela) un personaje imagina un lenguaje en el que no existen sustantivos. La palabra “luna” no existe, pero sí los verbos “lunar” o “lunecer”. También existen una serie de adjetivos que nos permitirían ver la luna, “aéreo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-del-cielo”. Sólo al deshacernos de los sustantivos podemos ver el fantasma de las cosas. Es decir, la manera en que las cosas se relacionan con todo lo demás. Nada existe por sí sólo. Nada existe separado. Todo es relación. La manera en la que las cosas no son, sino que están. Los humanos han insistido en invisibilizar las relaciones, en cortar las líneas narrativas. Sólo los dioses ancestrales nos permitirán ver la borradura.

“Piensa que la luna es un fantasma. Dicho así no es sorprendente. Todo el mundo sabe que la luna no tiene luz propia, que su brillo es un reflejo, que la virtud de reflejar es el don de los fantasmas. Los seres ancestrales dieron salida a la luna para despejar las tinieblas del terror. Antes de que la convocaran con sus pasos la luna no alumbraba, ellos la encendieron. Los astros y las cosas en estado latente dormían bajo la tierra, incluso el árbol de cenizas, el que tiene comercio con la luna, éste mismo” (21).

4.

Remendar:  aplicar, apropiar o acomodar algo a otra cosa para suplir lo que falta, reforzar con remiendo lo que está viejo o roto, especialmente la ropa. Trabajo de mujeres. Trabajo de los pobres. Artesanía, orfebrería, uno de esos trabajos despreciado igualmente por el productivismo capitalista (la obsolencia programada que nos dice que mejor tirar las cosas y comprar cosas nuevas, que pasar por el trabajo de arreglarlas) como por el arte moderno (obsesionado con la ruptura y con lo nuevo). Nosotres queremos romper esta novela. Romperla en pedacitos para remendarla pacientemente. Construirle laberintos a sus líneas de fuga. Así ya no se podrá escapar de su vocación conectora. Borges inventó a los hacedores. Seres singulares que confeccionaban mundos impensables en nuestra arquitectura mental. Marta Aponte inventa a los remendones. Seres comunes que arreglan lo que este mundo descarta.

“No hay gesto más trascendental que raspar trastes de cocina. Silvina friega la olla con su polisón de grasa” (30).

“Se sienta en la silla que pintó ayer. No bota lo que puede renovarse. Dar vida a la basura es un talento que ha cobrado importancia tras la jubilación” (14).

5.

Por esta novela se pasean las creaciones de Silvina Ocampo, Virginia Wolf, Clarice Lispector, Sammy Davis Jr., Bessie Smith, Ché Guevara, Borges, Adolfo Bioy Casares, ¿Joao Moreira Salles?, Faulkner, Katherine Mansfield, Alejandra Pizarnik, Hemingway, ¿Nicole Kidman?. Ninguna de estas referencias en la novela realmente importa. El concepto mismo de intertextualidad se revela como una gran mentira o como una obviedad. Todo desde ya está conectado.

“Es un decir, de locos está lleno el mundo, pero la suya no es cualquier locura. Antes de ser loca fue lectora. Sigue siéndolo. Lee en desorden, entiende lo que se le antoja, las asociaciones disparatadas son los trofeos de su lectura” (23).

6.

Nos parece que en la estética feminista de Marta Aponte lo que importa no es tanto la representación de las mujeres, sino la reinvidicación artística de esas prácticas que en los últimos siglos han sido sexualizadas: los hombres se harán cargo de ser los creadores productivistas y las mujeres se harían cargo del trabajo de remendar, del trabajo doméstico que sostiene la casa. En esta novela, Silvinia crea a partir de las prácticas domésticas, se le ocurren tramas raspando las ollas llenas de grasa mientras que Dugald sólo puede crear porque es millonario y le paga a muchos empleados que se encargan de cuidar sus mansiones en islas desiertas. Si simplificáramos esta novela, pues diríamos que el macho Dugald falla porque no entiende lo que se aprende cuando raspamos las ollas. Pero la verdad es que Silvinia tampoco logra terminar su cuento por más ollas que raspe. El cerebro, al fin y al cabo, también “es una masa de grasas, de ácidos, azúcares y vacíos, una trampa de cuentos realengos que vagan” (14). El final de la novela es terrible. ¿Pero es realmente un fracaso tan espectacular como dijimos antes? ¿Es un fracaso no ponerle un final al relato? ¿Cuál sería el éxito? ¿Terminar la obra de arte, mantener la cordura, alcanzar la gloria de los astros? No nos parece que ese sea “el éxito”. Las pasiones desmesuradas justifican la vida. A veces se cose por coser, a veces no hace falta arroparnos con la sábana remendada para justificar el proceso de remendarla.  Dugald y Silvinia nos contagian la pasión por el proceso creativo, no por el objeto creado. Esta es una novela sobre la tensión terrible que crece ante la inminencia de una creación. Decía el escritor argentino Alan Pauls en sus seminarios que para los escritores la página en blanco no es un problema, si no lo contrario, una utopía. Todo escritor fantasea con ese momento prístino en que llegará a la página en blanco y se librará de todas las libretas y documentos llenos de notas y fragmentos y borradores y borroneos y elucubraciones malparidas y notas que en el momento de tomarlas nos parecen espectaculares y al leerlas al próxima día nos parecen horrorosas y aún así no las borramos y las llevamos a cuestas, cansados, agotados por el peso de tanto texto. Lo que nos paraliza no es la página en blanco sino la sobreabundancia de escritura. El fantasma de las cosas es una novela sobre la creación artística. Pero lo que importa no es la obra de arte, sino la casa en donde se crea, la vida que se dispone a crear porque encuentra el universo mismo en la cocina.

“Cruza la sala. Son diecisiete pasos hasta la cocina. Cada paso es un repaso, cada repaso un traspaso ceremonioso. Si diera un paso en falso el mundo se acabaría”

“Las esquinas de una casa son incontables. Si quieres comprender el universo incomprensible, trata de contar las esquinas de tu casa. Trata” (122).

7.

Pero ¿cómo podemos terminar una creación que cuente la interconexión de todo, que nos emancipe de las ficciones de separación que nos gobiernan, que remiende todos los fragmentos que constituyen el mundo para crear una vida nueva que no sea tan miserable como la vida del monstruo de Frankenstein hecha de los fragmentos remendados de otros cuerpos? ¿No es acaso el final un corte, un ficción de separación? Decía Ricardo Piglia que en los finales se cifra el verdadero arte del relato, porque en la vida no hay finales, sólo en la ficción hay final. Entonces, pues, se deduce de la tesis de Piglia que hay algo en la ficción que está definitivamente opuesto a la vida misma, porque en la vida nada termina y todo se transforma. Es acá donde resurge la centralidad de lo gótico en la poética de Marta Aponte Alsina. En sus otros libros, lo gótico suele venir acompañado de un argumento geopolítico o anti-capitalista: las vampiresas (de la novela Vampiresas), la decadente y pedófila aristocracia puertorriqueña (Sobre mi cadáver), el arte de embalsamar cadáveres (Sexto sueño), el cuadro de Turner que representa con una belleza sublime la descuartización de los cuerpos de los esclavos negros (PR3 Aguirre), y un sin fin de otros ejemplos. En casi todos ellos, lo gótico aparece como el tropo literario por excelencia para narrar lo barata que le resulta la vida y el cuerpo a los centros del poder colonial y capitalista para los cuales la economía es más importante que la vida misma, eso que los filósofos llaman hoy «necro-política» o «necro-capitalismo» o ya de plano «capitalismo gore». En casi todos esos libros de Marta Aponte, suele surgir un arte de la alegría o de la buena vida (las artes domésticas de Silvinia, por ejemplo) que se rebela contra ese régimen de la muerte, y que de una manera sutil, suele venir acompañado de una «luz particular» (frase y concepto que se repiten a lo largo de sus libros). Pero ese binario entre una estética gótica de la muerte y un arte de la buena vida remendona es un truco de la autora, un anzuelo superficial que nos permite entrar y repensar nuestro lugar en el juego de ajedrez político, pero que también esconde otra perversidad. Hay otro gótico que se esconde por debajo de los hechizos de esta bruja tan angelical como furiosa, y que para comenzar a desenterrar en esta reseña que no quiere acabarse, es preciso adentrarnos, aunque sea brevemente, en la historia de esa estética milenaria y recurrente y escurridiza que es lo gótico.

Tradicionalmente lo gótico ha sido un término utilizado para marginalizar a las culturas disidentes de la lógica racionalista de occidente: el imperio romano lo designaba para describir a los godos como bárbaros supersticiosos que bebían la sangre de sus enemigos, los renacentistas utilizaban el término para describir el arte medieval como oscurantista de una manera peyorativa, durante los siglos 19 y comienzos del 20 se utiliza para describir esa literatura fantástica que se escribe “entre la muerte de dios y el nacimiento del sicoanálisis”, llena de seres tan horrorosos como atractivos que encarnaban nuestras pasiones más irracionales, y en los últimos 50 años ha sido utilizado para nombrar cierta cultura popular de la juventud por todo el mundo vinculada al heavy metal y al paganismo. En todos estos ejemplos, lo gótico se caracteriza, por un lado, por un horror ante aquello no puede ser explicado por el racionalismo, el horror por lo que no entendemos, y por el otro lado, por la inmensidad de lo no humano, por lo inhumano que nos habita, tanto por las especies inteligentes que nacerán de nosotres (Frankenstein o las inteligencias artificiales, por dar un ejemplo) como por los fantasmas ancestrales (los vampiros o las brujas, por dar un ejemplo). Es decir, que lo gótico tradicionalmente ha sido una estética que se resiste a las imposiciones imperiales, racionalistas, antropocéntricas, que cuestionan el dominio del humano (y el humanismo ilustrado, como nos recuerda Achille Mbembe, siempre ha sido la manera de definir al hombre blanco occidental). Y es que nos aterra aceptar la realidad de que los humanos no tenemos control alguno sobre el universo. La estética gótica celebra la rebeldía contra la superstición humana de dominio sobre la vida. El gótico nos horroriza precisamente porque nos recuerda lo que queremos olvidar: que no estamos en control de nada, que la vida es mucho más que nosotres, inmensa e indomitable. El fantasma de las cosas es una invitación gótica a celebrar las líneas narrativas que nos atan a todo lo demás. Valientes no son los que resisten esta interconexión; valientes son los que se dejan llevar.

«Los lugares son hijos de la imaginación de sus ocupantes; en los espacios.

Dormitan las cos…..,

……………………….

……….arlos,

con los pies y las palabras

Los ancestros de la humanidad fueron seres sobrantes de las ruinas de otros mundos. Entre ellos hubo villanos de película (Where have I read this?)

También caminantes que en cada lugar dejaban una forma, inventaban una palabra, hacían brotar una especie, despertaban el deseo vital en la tierra helada y las aguas oscuras. Así se engendraron las cosas: los pájaros, las nubes, los ornitorrincos, los murciélagos, las alimañanas que ya no dependieron de la energía de sus creadores. Y los astros muertos, entre ellos la luna, que nació berreando cuando la tierra abrió las patas. (¡!)

                  La tierra es una red de líneas invisibles. Todos los narradores del planeta están atados a esas líneas. Sus imágenes cortadas se cocinan en la olla podrida de los sueños. Lo que alguien imagina resuena en otra cabeza desprevenida. (Well…)

Los narradores nómadas llevan la memoria en los pies. Nada repara mejor las líneas del canto. Pero las guerras, las fronteras, los profanadores, impiden el paso. Las líneas están cortadas» 35

Luis Othoniel Rosa (Bayamón, Puerto Rico, 1985) es autor de las novelas Otra vez me alejo (2012) y Caja de fractales (2017), recientemente traducida al inglés por Noel Black con el título Down with Gargamel!. Es también el autor de la monografía Comienzos para una estética anarquista: Borges con Macedonio (2016, 2020). Junto a Ingrid Robyn dirige El Roommate: Colectivo de Lectores. Estudió en la Universidad de Puerto Rico (Río Piedras) y tiene un doctorado en literatura latinoamericana por Princeton University. Actualmente enseña en la Universidad de Nebraska.

 

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