Sebastián Martínez Daniell reseña novelas de Carla Maliandi, Roque Larraquy, Julián López y Leonardo Sabbatella (Argentina)

Novelas al asedio del yo: un mapa fragmentario

Carla Maliandi. La estirpe. Buenos Aires: Random House, 2021.

Roque Larraquy. La telepatía nacional. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2020.

Julián López. El bosque infinitesimal. Buenos Aires: Random House, 2022.

Leonardo Sabbatella. Tipos móviles. Buenos Aires: Mardulce, 2017.

En un par de años, hacia 2026, saldrá desde el Caribe una novela (yo la he leído y la he disfrutado) que propugna –entre otras cosas– que el capitalismo se irá extinguiendo en virtud de una paulatina dilución del yo individual en el océano efervescente de una identidad colectiva. Este proceso, de una sutileza técnica liberadora y angustiante en proporciones iguales, se cumplirá mediante una interconexión plena de las subjetividades; se cumplirá en el armado de una red de conciencias que ofrendarán su parcela hasta entonces inalienable de autonomía en el altar de una experiencia compartida más diversa y más intensa del mundo. Este rumbo que tomará la humanidad terminará alumbrando, a la larga, un nuevo ser, múltiple, superador; un ser que devastará el orden social tal como lo conocemos para dar paso a un nuevo tipo de ontología.

Esta novela, escrita por Luis Othoniel Rosa y titulada El gato en el remolino, podrá ser interpretada como utopía, distopía o figuración predictiva del porvenir. Eso dependerá de cada quien. Pero lo que yo no pude evitar en el tránsito por ese texto fue preguntarme por el persistente terror y la tentadora fascinación, el goce y el estrago que provoca en el sujeto contemporáneo la sola idea de perder la consistencia de su yo, de sentir que la unicidad de su ser se desmigaja, se enajena, se disuelve en la otredad o en el vacío.

Basta con recordar la deriva existencial de GH, la protagonista de la obra más célebre de Clarice Lispector, para situarnos dentro ese horror vacui del ser que se aferra a lo que –cree– es el fundamento de su identidad.

“Sólo puedo comprender lo que me ocurre, mas sólo sucede lo que comprendo, ¿qué sé de lo demás? Lo demás no existe. ¡Quién sabe si nada ha existido! ¿Quién sabe si he sufrido solamente una lenta y gran disolución? ¿Y que mi lucha contra esa desintegración sea esta: la de intentar ahora darle una forma?”.

Disolución, desintegración, inexistencia… Esas son los conceptos que atraviesan la voz que narra La pasión según GH (1964) mientras observa los fluidos blancuzcos de una cucaracha que agoniza y siente que su ser la abandona, o al menos todo lo que articula su ser, la coraza y las columnas, los presupuestos y las conclusiones que la mantenían cohesionada, sólida en su diferencia con el mundo.

Si hubiese que mapear el modo en que las literaturas latinoamericanas han abordado este posicionamiento frente a la posible disolución del yo, la obra magna de Lispector ocuparía sin dudas un sitio destacado, sería un hito visible en cualquier escala cartográfica. Hay otros, por supuesto, muchos otros: anteriores y posteriores a La pasión según GH. Y entre ellos me interesa destacar cuatro novelas publicadas en los últimos años, todas ellas de autoras y autores argentinos, que logran hilar un recorrido y un abordaje heterogéneo sobre este asunto.

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En La estirpe (2021), de Carla Maliandi, la identidad encuentra otra forma en la multiplicación del reflejo: Ana –docente universitaria, madre, esposa, escritora– recibe el impacto de una bola de espejos, tan liviana como reflectante, durante los festejos de su cuadragésimo cumpleaños. Un accidente menor de consecuencias abismales: Ana despierta en un hospital y apenas sabe quién es. Le resulta imposible recordar el nombre de su hijo pequeño, no entiende por qué se casó con su marido, ni qué le gustaba comer antes, ni cómo hacía para publicar libros. Sí la acucian, más como vivencias espectrales que como recuerdos, imágenes, palabras y hechos del genocidio perpetrado dos siglos atrás por el ejército argentino contra la población guaicurú en el Chaco. El tatarabuelo de Ana había sido músico, dirigía la banda militar que participó en esa campaña de exterminio, se llevó del campo de batalla a una niña toba de regreso a Buenos Aires y la puso a su servicio. Ana intentaba, con dificultades, armar un libro sobre todo aquello antes de ser golpeada por los espejos. Ahora ya no puede escribir: pero su cuerpo se ha transformado en vehículo de esa historia, ella misma ha empezado a fungir como reactualización de la masacre y del abuso que está en la base de las identidades nacionales latinoamericanas. En ese enajenarse hacia el pasado, el personaje de La estirpe se pierde en la desmemoria personal. En cierto momento, su marido, Alberto, le dice que aun cuando está despierta ella habla como si estuviese dormida, que no deja de confundir las palabras, que vive como si tuviera “la cabeza en otra parte”. Y le pregunta si se acuerda del día en que nació su hijo, del día en que se graduó, de quiénes son sus amigos.

«Me quedo en silencio porque no recuerdo nada. La voz de Alberto empieza a rebotar contra las paredes de esta casa, hace eco y lo que dice pierde sentido. Afuera el viento dobla los árboles y golpea las ventanas, así todo el tiempo.» (64.)

Pero ese desmoronamiento de su memoria no la consterna, no la desquicia. Por el contrario, son los otros, los demás, su familia, sus vínculos laborales los que desesperan, los que sufren porque no pueden recuperar a la Ana de antaño. La disolución del yo de Ana es la pesadilla del otro en los dos sentidos: porque recupera y denuncia la violencia histórica del Estado, y porque al hacerlo escandaliza y martiriza a su entorno presente. Pero ella, alternando entre períodos de impavidez y arranques de llanto, vive su metamorfosis con la templanza de quien ha dejado de ser alguien y ha recomenzado guiada por otro propósito. Ana es casi una mesías pagana que, tal vez sin entender, tal vez sin juzgar, se deja llevar por una misión que le ha sido impuesta, la misión de recordar algunas facetas ominosas del pasado colectivo. Puede que quizá lo haga porque es necesario, porque alguien debe hacerlo, porque es lo justo, más allá de la imposibilidad de cualquier reparación.

Navegando un barco muy distinto pero en aguas adyacentes, Roque Larraquy  apunta, en La telepatía nacional (2020), contra las ínfulas supremacistas de la oligarquía argentina. El disparador de la novela ya es corrosivo: a comienzos de la década de 1930, un grupo de hombres de la alta sociedad, encabezados por el señor Amado Dam, se propone erigir un parque etnográfico, donde se exhibirán ejemplares de seres humanos traídos desde los más disímiles puntos del planeta: aborígenes asiáticos, africanos, esquimales, por supuesto americanos. En ese contexto, Amado Dam recibe en Buenos Aires un contingente de diecinueve indios enviados desde la Amazonia peruana. Una traba burocrática le impide llevarlos de inmediato hasta el campo donde se construye el parque temático y debe alojarlos unos días en su suntuoso departamento porteño. Los indios traen consigo un extraño dispositivo vegetal: un tronco hueco, como una cáscara, una enorme nuez. Y adentro hay un perezoso, un animal que encierra el secreto de la telepatía. Pero, como le explicará el propio Dam a un amigo en una carta…

«Lo que llamamos telepatía o imaginamos como una transacción mental, para estos indios es una secreción, algo que se expulsa del cuerpo, como el sudor. El verbo que usan para describirlo incluye la idea de sudar, la de vomitar para limpiar las tripas del exceso del alcohol, la de mirar hacia arriba buscando el cielo entre las ramas, la de sorprender a alguien en la oscuridad. Es una actividad recreativa. Usted y yo lo llamaríamos un vicio.» (77.)

No pasará mucho tiempo hasta que Dam se vea implicado, involuntariamente, en su propia sesión de telepatía. Durante una tarde, él y una de las indias –que se ha fugado del departamento del barrio de Recoleta para deambular libremente por el centro de Buenos Aires– compartirán sus vivencias, sus pulsiones sexuales, algunas experiencias oníricas. Durante la conexión telepática, lo que le ocurre a cada uno de ellos se vive de a dos.

«No hay control sobre la conducta del otro, pero sí un acceso irrestricto a los materiales disponibles.» (78.)

En una sola oración, dos recurrentes temores que han guiado las políticas de los Estados modernos: el miedo a perder el control sobre el otro, y el temor a que las poblaciones tengan acceso irrestricto a los bienes disponibles.

El yo que propone Larraquy en su novela es capaz de fundirse con el otro. Primero de un modo liberador: durante la mitad inicial de la novela la experiencia telepática, de entrega de la identidad plena en aras de una experiencia psíquica compartida es salvaje, lúdica, con visos de erotismo. Pero luego la voluntad de poder de la burguesía nacional no tardará en transformarla en una experiencia al servicio de la persecución política. Allí donde los indios de la Amazonia se entregaban al placer de la disolución del yo, los burócratas de un gobierno dictatorial encontrarán el modo de transformar los procedimientos telepáticos en herramientas de detección y hostigamiento de los movimientos populares.

El protagonista de El bosque infinitesimal (2022), de Julián López, también pierde el control de su ser, aunque en este caso la alucinación será inducida… Pero empecemos por el comienzo: estamos en una ciudad de Mitteleuropa, aún no ha arrancado el siglo XX y un joven médico se propone –bajo la tutela de su viejo mentor– demostrar las posibilidades de la ciencia moderna. Para eso secuestran a un vagabundo, lo encierran en un sótano, lo toman como objeto de experimentación. Podrían, en ese punto, comenzar los dilemas morales. Pero el protagonista y único narrador de esta novela parece manejar una capacidad extraordinaria para sostener una doble, por momentos triple moral. Borda un entramado discursivo que puede justificarlo todo, anestesiarlo todo, incluso vindicar lo más vil, lo más aberrante. No sólo las atrocidades que comete en aras de la investigación médica; también el modo en que trata a Ávida, la sumisa asistente de su maestro, o la forma en que gestiona su propio deseo sexual, con grandilocuentes argumentos de represión y negación. Mecanismos de negación idénticos a los que aplica sobre su mediocre formación científica para convencerse de que está a las puertas de desencadenar una revolución epistemológica. Ese fraude es el modo que este personaje encuentra para sostener un precario equilibrio en su identidad: mediante la construcción de un pomposo, y por momentos desternillante andamiaje discursivo que niega lo que en verdad está haciendo, que encubre lo que en verdad es.

Pero llega un momento de la novela en el que esa impostura se tambalea. En una obra que también explora los bordes siniestros del positivismo cientificista, el rol que el perezoso cumplía en La telepatía nacional queda a cargo de una “ampolla de prínkula de burbuja central”. Tal es el nombre del brebaje en torno al cual se organiza una ceremonia privada, la “libación solemne”. El mentor llama a su discípulo y lo conmina a sentarse con él en un salón. La asistente dispone las luces para atenuar el ambiente, coloca unas copas minúsculas sobre la mesita, trae la ampolla que contiene una pócima viscosa y cambiante. Y luego, incluso antes de que nadie llegue a beber del menjunje, la realidad se distorsiona, los sentidos se vuelven ajenos, los espacios se modifican, las leyes de la física se tornan elásticas, imágenes de algún erotismo fantasmal se alternan con deformaciones aterradoras de la percepción. Una experiencia alucinada, quizá. Un paréntesis lisérgico. Puede ser. Pero también un ataque disolvente contra la personalidad. El personaje mira a su maestro en medio de la ceremonia y dice:

«Blavatsky se despertó y me miró esplendente, su gesto era la mar de amable, pero esa mar era un océano incomprensible y acuciante para mí, una mar que también avanzaba y, persistente, disolvía los diques de mi seguridad y de mi estima.» (156.)

Sobre el final de la ceremonia, el joven médico aspira los vapores que han quedado en su copa y…

«Al tiempo de hacerlo me vi haciéndolo y pude verme haciendo siempre exactamente eso, proyectado hacia el porvenir con imágenes que me mostraban incluso desde antes de la llegada a Sbórnika de mis choznos vergonzantes, criados por acerodones salvajes en las estepas transutriskanas.» (163.)

Un Aleph borgeano, podría decir alguien. Sí, pero un Aleph vuelto sobre sí, un Aleph de Moebius, donde quien mira sólo puede verse a sí mismo repetido al infinito. Y, al hacerlo, deja en el camino los fundamentos de su identidad, se disuelve su cohesión en el miasma delirante que ha capturado a su conciencia.

Tipos móviles (2017), la novela de Leonardo Sabbatella, somete a Pratz, su protagonista, a un juego escópico de características similares. Pero este personaje padece un tipo de despersonalización distinta. Es un sujeto que enfrenta el paisaje yermo, desértico de su yo y sale a buscar otras personalidades, las copia, las incorpora. Su propio ser apenas si tiene de donde asirse y entonces lo asalta un sosegado pero irrefrenable impulso mimético: se alimenta de otras vidas para sostener la suya. No de un modo sanguinario o criminal, no hay víctimas, no hay lazos intensos; por el contrario, este hombre se limita a simular que es otro, a transformarse en alguien más. No es casual que, mientras cuida en un pueblo de mar la casa de un geólogo que está de expedición, Pratz quede cautivado por una modesta atracción casi circense que llega al lugar: la exhibición de un autómata. Tampoco es azaroso que se dedique a coleccionar objetos falsificados. Es una vida montada sobre la idea de la réplica. Al punto que su percepción del mundo empieza a funcionar según esa lógica:

«En la calle Pratz ve a un hombre con una campera idéntica a la suya, una campera marrón, de cuello elastizado. Piensa que el abrigo del otro es un tono más claro pero cuando se acerca unos pasos se da cuenta de que son iguales. Y advierte un dato más, la fisonomía del cuerpo es similar, el gesto apenas encorvado, las piernas algo chuecas, el pelo con raya al costado. Nunca antes había visto a alguien que se le pareciera, alguien en quien verse reflejado o proyectado fuera de foco.» (49.)

No es una novela de peripecias, Tipos móviles, pasa poco y nada: Pratz cuida la casa, se consigue un empleo, se traslada en moto, va a un café, quiere ver al autómata, se cruza con algunos vecinos… No hay casi voluntad porque más que una pérdida del yo, Sabbatella parece mostrarnos las consecuencias de no haber podido encontrarlo. Ya no se trata de la falta de control sobre el propio ser, sino de la indolencia y la languidez irrecuperables que sufren quienes no alcanzan a ser alguien, quienes quedan aplastados por la demanda de tener una personalidad pero no han recibido las herramientas suficientes para instituirla.

Podríamos seguir. Hay más ejemplos, pero por ahora detenemos esta enumeración en esas cuatro magníficas novelas publicadas y en aquella quinta de publicación futura. La pregunta que subyace a este recorrido es, entonces: ¿por qué esa obsesión? ¿Por qué recurrentemente surge en el ideario de la literatura latinoamericana esta confrontación con la desposesión del yo? No es necesario ningún diploma para detectar que gran parte del entramado ideológico que ha sostenido al capitalismo desde el Renacimiento hasta el siglo XX está urdido sobre la preponderancia social del individuo. El yo, el sujeto único, como corazón del entramado social. El individuo del libre albedrío y la voluntad todopoderosa como piedra basal de la liturgia moderna centrada en la explotación del hombre y del mundo por el hombre.

Pero algo empezó a cambiar en los últimos dos siglos, o algo está resquebrajándose. Ya lo supieron ver (del modo más disímil) Stevenson, Conrad, Woolf, Beckett, Borges, tantos otros. Algo se viene esmerilando y cada día se revela más frágil. Hay un terror que sobrevuela el ser quizá desde la época en que Cervantes enloqueció a Alonso Quijano: el terror a que el yo sea cooptado por lo otro, a que el yo encuentre un límite, a que se fragmente, o estalle, o se diluya, a que el yo en definitiva no exista más o nunca haya existido.

Las narrativas hegemónicas lo saben y reactualizan, monetizan este terror, con cada zombi que aparece en pantalla, con cada historia de vampirismo, o cada vez que un personaje sojuzga a otro en una película de violencia estetizada. Pero además están estas escritoras y estos escritores (Rosa, Maliandi, Larraquy, López, Sabbatella, hay más, desde ya) que no transforman la dilución del yo en mera amenaza sino en vértigo. Parecen decirnos que el proceso de desintegración del yo es más sutil, tiene aristas menos previsibles: que puede ser terrible, una condena; pero también puede ser un bálsamo, puede ser potenciador, podría liberarnos. En todo caso, explorar esa inestabilidad del edificio subjetivo provoca una transformación. Los lectores, agradecidos. Porque, después de todo, ¿quién quiere que todo siga igual?, ¿a quién le sirve?

Sebastián Martínez Daniell (Buenos Aires, 1971) ha publicado las novelas Semana (2004), Precipitaciones aisladas (2010), Dos sherpas (2018), traducida al inglés como Two Sherpas (2023) por Charco Press, y Desintegración en una caja (2023) Además participó de las antologías de narrativa breve Buenos Aires / Escala 1:1 (2007), Uno a uno (2008), Hablar de mí (2010) y Golpes. Relatos y memorias de la dictadura (2016), y es autor del relato Apostilla sobre la muerte de la protagonista (2020), editado como plaqueta. Sus libros han sido traducidos al inglés, el italiano y el portugués. Además es editor en el sello Entropía y docente en la Universidad Nacional de las Artes, de Argentina.

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