Sergio reseña a Rubén Ramos (Puerto Rico)

Rubén Ramos. Angst. San Juan: Libros AC, 2010.

En angst se juega: una portada sin título o nombre, un bloque de información enredada que reemplaza los datos editoriales, una página llena o vacía (negra) con una fotografía de un niño sonriéndole a una cámara en lugar de una biografía. Se juega a partir del angst mismo, de la angustiosa aflicción de la situación. Un juego terrible que estruja algo adentro, y que comienza con una dedicatoria tiznada con un dolor viejo, “a ti María que me quisiste silvestre”, y que continúa con tres epígrafes que demarcan un juego de “hide and seek”, de “escondite”, en el que el muchachito que se esconde no se ha dado cuenta que ya nadie lo busca, o quizás que se escondió tan bien que decidió perderse: un vencimiento ya pasado, superado: “I change shapes just to hide in this place / but I’m still, I’m still an animal” (Mike Snow). “Teenage angst has paid of well. / Now I’m bored and old” (Nirvana).  “Soy todo el hombre, / el hombre herido por quién sabe quien / humano terreno desmesurado” (Huidobro).

Este “terreno desmesurado” funciona como una imagen bicéfala. Los poemas de angst trazan un terreno que es desmesurado porque es excesivo, porque desborda el vaso. Al mismo tiempo es desmesurado en cuanto a que ya no hay quien lo mesure, quien lo mida, porque su único habitante se ha rendido, ha decidido ceder y abandonar la métrica, gozar el exceso que bien puede ser una deficiencia, una falta de espacio. Dice Rubén en el poema Desleal, “Huir no libera cuando naces donde no hay jaulas / Visitar el zoológico con empatía no me hace bestia / Me gusta ladrar, como el perro que persiguiendo gatos insiste hasta donde permite su cadena”. Insisto en leer esto como un tipo de victoria pírrica: la voz poética no busca huir porque no tiene por qué hacerlo, no hay de donde huir porque se ha tomado y constatado la extensión de la cadena, y se ha creado un mundo hasta donde se permite, justo antes del lugar de los gatos a los que se ladran. Al renunciar a las medidas, a la mesura, la extensión de la cadena se hace un mundo que por negar la existencia de límites, aún dentro de los límites, hace posible ser silvestre, hace posible sentir empatía con la bestia, sin tener que serla. En la limitada extensión de la cadena se hace de cada centímetro un kilómetro, un universo.

Otro verso, en otro poema, explicita: “Antes de querer un jardín, trabajar el huerto. Nunca debe tratarse de flores, sino de hambre”, y justamente es esta la praxis para ese espacio demarcado por la (ex)tensión de la cadena: primero hay que trabajarlo no por la fruta futura, sino por el hambre, por ese vacío que busca satisfacción. Este trabajar es el zambullirse en ese hambre, el abrirse a la angustia, el darse a ella. El mismo poema comienza “Meter las manos en la tierra para ensuciarse, no en la palabra / Plantar la semilla sin saber el árbol. No dejar que la fruta sea la siembra”.

La constatación de los límites de la cadena, esa primera realización que da paso a una angustia existencial precede al acto poético en el libro de Ramos. La palabra sólo surge tras ocupar la angustia, habitarla, y así deshacerla haciéndola. La palabra poética que surge tras la abolición de la asfixia métrica deshace las jaulas, hace inútil la huida, crea una superficie que se estira: “Cuando el país quede sin apellidos / a nadie le faltará un padre”. Y el país, rendido/liberado a/de la cadena, ha quedado, de hecho, sin apellidos, sin nombres. Habitarlo sólo se logra a través de la angustia de la cadena, una angustia que una vez internalizada implosiona las fronteras. Cuando la voz poética dice “Llamarse residente es encontrar alguna diferencia entre verja y jaula”, niega una autoproclamación de residencia puesto que es imposible residir en un lugar si se niega la existencia de lugares aislados: el mundo de la cadena que, por serlo, es el mundo en el que faltan las cadenas, es inestable, mentiroso, volátil: libre.

Este poemario, compuesto por 113 poemas, establece un ars poetica para el siglo veintiuno que niega la celebración optimista del progreso, mientras que al mismo tiempo niega hallar en la depresiva angustia de la carencia un fracaso. Todo lo contrario: ocupa las ruinas de las promesas rotas, allí halla su solaz, no para construir sobre ellas, sino para enunciar, jugar al escondite, desde su regazo.

Ni en la palabra ni en su transcripción
 hay nada que descifrar. 
La construcción está demás,
 lo que falta está en las ruinas.

Sergio C. Gutiérrez Negrón (Puerto Rico, 1986). Estudiante doctoral de la universidad de Emory (Atlanta), donde investiga las relaciones de ética y espacio en la literatura mexicana contemporánea. Es columnista para la sección Buscapié de El Nuevo Día y recientemente publicó “Palacio: novela corta” (Libros AC, 2011). Mantiene el blog La mueca periférica (http://www.sergiocarlos.net).

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