Luciano Lamberti. El asesino de chanchos y el paisaje. Editorial Tamarisco, 2010
Voy a decir una barbaridad pero creo que Lezama habría modificado la idea central que dirige su ensayo de 1969, La expresión americana (la idea de que el paisaje ha sido y es en América Latina el motor creador de la cultura, de sus variantes idiomáticas y sus imaginarios), si hubiera llegado a ver el crecimiento de ciertas ciudades latinoamericanas actuales, sobre todo intermedias, y sus formas de imaginación. Eso porque, en su ensayo, Lezama pone quizás demasiado énfasis en la idea de que el núcleo de lo americano estaría organizado alrededor de la capacidad que tiene el hombre de estas tierras de entender el paisaje, de las relaciones de poder que el hombre mantiene con el entorno. Y el cubano parece restringir el concepto a un ámbito puramente rural, a una instancia natural que precedió al habitante americano y que contribuyó a complejizarlo, y creo que allí, hoy, podría hacerse por lo menos una adenda.
Eso porque, como se sabe, el gran escenario de la cultura americana, posterior a los cuadros rurales que motivaron nuestros cantos de fundación, fue la gran ciudad, la capital moldeada un poco a la europea que, sin embargo, marcó el nacimiento del espíritu criollo en que convivieron las culturas autóctonas bajo las formas elaboradas del barroco. Y después, tras el campo y la ciudad y todos los delirios escénicos que les sucedieron naturalmente, habría quizás que considerar un nuevo paisaje, ésta vez intermedio, que muestre una lógica y una estética particulares.
En esa línea, la lectura de El asesino de chanchos (editorial Tamarisco, 2010), segundo libro de relatos del argentino Luciano Lamberti (1978) ha sido un poco como la confirmación de una larga sospecha. No porque sea la constatación de que las ciudades intermedias producen un tipo especial de literatura (si lo hacen o no escapa a los límites de esta reseña y, francamente, considero que no tiene importancia) ni porque construya una literatura nueva, determinada por el escenario en que transcurren sus relatos, sino porque sugiere la existencia de un tipo de literatura para la cual los términos medios, el habitar los intersticios, se figura como una ética particular.
Los relatos de El asesino de chanchos son una especie de detallado prontuario sobre las contradicciones de cierta particular clase social que entró en crisis en la Argentina de finales del siglo XX y principios del XXI, que se revelan como los gestos naturales de la vida cotidiana, de la rutina que todo lo nivela. Es evidente en estos cuentos cierta óptica minimalista, aunque el ambiente general del libro está teñido por un matiz particular, alejado del minimalismo puro y nacido de eso que, con risueño gesto erudito, Lezama llamó el paisaje. Me explico. En sus nueve cuentos Lamberti consigue reproducir hasta cierto punto la lógica del realismo sucio norteamericano, ese narrar frugal del capitalismo, despojado de avances retóricos y afectaciones morales, que se ha popularizado, en diferentes grados, en buena parte de la cuentística postmoderna. Pero lo hace, y ahí el mérito de los cuentos y lo importante de su llegada, renegando del relato tradicional de este tipo y condensándose en puntos medios, en simples estados de ánimo, en imágenes que son en realidad sensaciones, en el producto que surge del roce entre la cotidianidad y la posibilidad de la ficción, ese desequilibrio cuyo resultado es siempre la intuición de una incomodidad, una nostalgia, una resignación. Se trata de un realismo que, sin necesariamente salir de la norma en lo formal, lo hace mediante el relato visual y descarnado de la experiencia vital, concentrado, en la mayoría de los casos, en hechos y personajes de excepción.
No hay en estos cuentos una noción cabal de tragedia o de calamidad. Cuando una loca se prende fuego (“El cazador, los galgos, la liebre”) o cuando un asesino mezcla los restos de sus víctimas con los pedazos de chancho que da de comer a sus perros (“El asesino de chanchos”) los hechos simplemente se aceptan, desprovistos del todo de la sorpresa del drama. Así, es un funcionamiento casi mecánico el que rige las páginas de Lamberti, el que construye un territorio desprovisto de sentimentalismos y, por lo tanto, unos personajes también desprovistos, que llegan al mundo incompletos, que lo habitan como si habitaran un campo de batalla o una playa eternamente desierta, donde lo único que sucede, porque son lo único que puede allí suceder, son olas.
El escenario general de los relatos se vislumbra como alguna faceta más bien rural de Córdoba. No desprovista, sin embargo, de un esqueleto relativamente bien estructurado que la iguala a cualquier otra ciudad de cualquier otro país latinoamericano. En este centro de poder sistematizado, sin embargo, existen falencias, evidencias de un vacío (social, emotivo, jurídico, económico) que las desequilibra. Así, en las historias de El asesino de chanchos se revela, pese a la apariencia de un sistema ciudadano funcional, la presencia evidente de cierto primitivismo, cierto salvajismo traducido muchas veces en violencia (“El arquero” o “La tortuga”) o en total incomprensión (“Agua viva”). Y también se revela, por otra parte, la presencia de cierta pausada ironía (“Una visita al señor”) o de una belleza cercana a la compasión, como en “Una casa llena de insectos”, relato en el que apenas se cuentan breves pasajes de la oscilante relación entre Sergio y Martín, un hombre y su perro; o como en “Monocigótico”, cuento que narra la extraña relación entre dos medios hermanos que se conocen por primera vez.
En ese sentido, “El cazador, los galgos, la liebre”, el quinto relato del libro, es una narración compuesta puramente por fragmentos inconexos. En el quinto de ellos, El claro del bosque, un escritor argentino relata su viaje al “Tercer Encuentro nacional de Poesía, organizado por el taller literario municipal de Toro seco”. Una vez que el escritor llega al lugar y que se reúne con otros autores y poetas, los organizadores del encuentro le presentan a una mujer, “la artista perfecta, la auténtica”, que le confiesa que quiere escribir un libro, uno solo. “Escribir mucho es inútil”, le dice “porque un escritor concibe, con suerte, un solo libro, y todo lo que escribió antes son pruebas imperfectas que no debería publicar, y lo que escribe después es como un resabio de ese libro”. La mujer sigue por un momento en esa línea, arguyendo como sustento de su argumentación el trabajo repetitivo de los artistas japoneses, que son “capaces de pintar el mismo almendro al costado del mismo arroyo de aguas sinuosas con el aspecto que tienen al principio del otoño durante toda su vida”.
Creo que esa es, de cierta forma, la óptica con que habría que ver los nueve cuentos de El asesino de chanchos, como distintas versiones o ensayos de un solo relato, uno absoluto, en el que se concentra todo. Y, de la misma forma, El asesino de chanchos en conjunto puede verse como el largo intento por consolidar una poética intermedia, no apegada a los grandes discursos ni al minimalismo puro. De alguna manera, con las excepciones del caso, el breve y hermoso libro de Lamberti traduce en pequeño las principales obsesiones de la narrativa contemporánea, su nuevo paisaje, que se mueve precisamente en esa senda intermedia entre el campo y la gran ciudad, entre la épica y el monólogo interno, entre la narración de larga ambición y el realismo desencantado de nuestro siglo. Eso es lo posible. Lo que es definitivo es que es un placer leerlo.
Sebastián Antezana (México-Bolivia, 1982) nació en el D.F. pero se trasladó muy temprano a La Paz. Es Licenciado en Literatura latinoamericana por la Universidad Mayor de San Andrés (Bolivia) y Maestro en Literatura inglesa por la Universidad de Leeds (Reino Unido). En agosto comienza un doctorado en Lenguas Romance en la Universidad de Cornell (Estados Unidos). Fue editor del suplemento literario Fondo Negro del periódico La Prensa y actualmente es columnista del periódico digital Oxígeno. Su obra ha sido recopilada en antologías como Conductas erráticas (Aguilar, 2009), y es autor de las novelas La toma del manuscrito (Alfaguara, 2008; X Premio Nacional de Novela de Bolivia) y El amor según (El Cuervo, 2011 – 2012).
2 comentarios sobre “Sebastián Antezana reseña a Luciano Lamberti (Argentina)”