Juan Cárdenas . Los estratos. España: Periférica, 2013. 204 páginas
Empieza en una piscina, en una urbanización cerrada de clase media alta de una ciudad colombiana, que puede ser cualquier ciudad latinoamericana, y termina a la orilla del río, en los márgenes de una selva alucinatoria que se revela como paisaje interior y fuente inagotable de vida. Pero el viaje que propone Los estratos (Periférica, 2013), la última novela del colombiano Juan Cárdenas (1978) –autor de la notable Zumbido (2010)– no tiene que ver tanto con desplazamientos geográficos como con otro tipo de viaje, un movimiento vertical y subterráneo que se constituye como lógica formal, primero, y finalmente como una ética.
La historia que narra esta compleja y hermosa novela es la de un personaje innombrado, mayor de treinta y cinco años y todavía joven, acomodado, ocioso, observador, sensible, casado con una mujer enamorada de un muerto, obsesionado por un recuerdo de infancia que lo aleja de matrimonio y ciudad y lo conduce, en búsqueda de redención o salud, a orillas de la selva. En primera instancia, entonces, Los estratos parecería la historia de un descentramiento, pero en la lectura se entiende que lo que hace la novela es, precisamente, disentir de la idea de que hay centros semánticos definidos exclusivamente por su locación geográfica, su especificidad económica, su carácter simbólico, sus resonancias políticas o incluso su lenguaje.
En lugar de ello, Cárdenas propone un texto en el que los lugares y los personajes importan porque concentran todas esas características, porque no son sino la acumulación de distintos discursos, complejas superposiciones de registros. Así, lo que cuenta es el encuentro entre los personajes y el mundo, y las marcas que deja ese encuentro. Lo que vale es saber cuán hondo cala esa comunión en la consciencia, cuán profundamente se instala en la memoria, para así entender lo que sucede cuando resurge, cuando los recuerdos sorprenden a los personajes, un día cualquiera, atrapados en el tráfico durante una mañana lluviosa o descansando en casa frente al bochorno nocturno.
La narración de Cárdenas funciona como una máquina productora de imágenes, sonidos, tactos y olores que invariablemente conducen a los personajes al pasado, en un movimiento vertical a veces descendente –desde el sustrato superficial hasta las capas tectónicas más profundas de la memoria– y otras veces ascendente –desde la niñez borrosa hasta la adultez en la que brota súbitamente, como petróleo que necesita liberarse mediante la eclosión salvaje de la memoria–. En el caso del personaje central, el que se vuelve fijación es un recuerdo de infancia, las sensaciones hace mucho percibidas de una tarde y una noche que pasó lejos de la casa paterna, blanca, mullida y amurallada, con su nana, una mujer negra, en su choza precaria, medio deshecha y sostenida por pilotes de madera, donde el personaje tuvo una primera experiencia alucinatoria.
Pero, como se percibe pronto, este recuerdo es solo el primero de muchos, exhumados todos del subsuelo. La novela, así, es la sucesión de escenarios y anécdotas que nos son presentados mediante descripciones detalladas y muchas veces hermosas. Eso es Los estratos, una voz que atraviesa una seguidilla de cuadros, el afán de un narrador por transmitir la compleja gama de sensaciones que se activan en un escenario nuevo o, por lo menos, visto cada vez como nuevo; o quizás en un escenario viejo que no por conocido pierde cierto misterio; o quizás, incluso, un escenario que vale por ser muchos al mismo tiempo, porque la única forma de ser que tienen los lugares es siendo siempre muchos, superpuestos, palimpsestos que se atornillan a la memoria. O, como dice el personaje, en pleno viaje en busca de aclarar el recuerdo de su nana:
“El hecho de estar aquí y todo lo que me voy encontrando al paso de algún modo sobrescribe las imágenes”.
La noción de palimpsesto, de una escritura que se graba sobre los restos o ruinas de otra escritura, es central en la novela y puede verse de forma clara en gestos como la compulsión que siente el personaje por registrar su voz en una pequeña grabadora digital –sonidos que se repiten, palabras que vuelven sobre sí mismas– o en pasajes en los que reflexiona:
“Las palabras se trepan encima de las palabras, se camuflan imitando la superficie de las palabras”.
Pero la noción de palimpsesto no sólo implica una superposición de lenguajes y geografías sino también su confusión, por lo que no extraña que en la novela no haya conclusiones, claridades ni resoluciones, sino la prolongación sibilante de algunas complejidades, de algunas certezas abiertas.
Hay más. Los estratos, que en alguna lectura parecería rehuir el análisis socioeconómico, no escatima comentarios críticos que deja caer con afán descriptivo:
“Antes uno podía distinguir a los políticos de los narcotraficantes o de los paramilitares. O de los vendedores de electrodomésticos. O de los pastores cristianos. De un tiempo para acá es imposible. Son todos igualitos”.
La estratificación está allí, las capas diferentes existen, pero tras ser tocadas por la voz narrativa, por la fuerza del palimpsesto, lo que permanece es la fusión de arquetipos. Lo mismo pasa en todas las esferas de la vida, incluso en las que se pensarían privadas, como el sexo –prueba de ello es la verdaderamente notable escena en la que el personaje, durante su juventud, tiene un encuentro con la que acabará por ser su esposa–. La narración muestra cómo la sexualidad, aparente reducto de la intimidad, alejado de la discusión política, no es tal sino que resulta parte central del discurso político y de muchos otros discursos, de la mezcla de estratos que se constituye en la marca registrada y la propuesta de esta excelente novela. Así, en el éxtasis casi barroco del acto amoroso,
“las cosas terminaban todas y volvían a empezar revolcándose en ese lodo, una revolución de la materia prima de la que dependía todo, una verdadera lucha de clases”.
Ni siquiera el cuerpo se salva de la confusión, ya que sus partes dejan de serlo para reorganizarse en formas nuevas, restos monstruosos, fragmentos
“entregados a la babosa tarea de despescueznarizorejar y ser despescueznarizorejados”.
Hay mucho más. Y Los estratos tiene múltiples otras lecturas. Baste, aquí, por ahora, decir que es uno de los libros mejor concebidos y resueltos que han aparecido en lo que va del año. Y que Cárdenas es un autor desafiante y verdaderamente original al que no hay que perder de vista.
Sebastián Antezana (México-Bolivia, 1982). Actualmente cursa un doctorado en Estudios Romance en la Universidad de Cornell. Ha participado en las antologías Conductas erráticas (Aguilar, 2009), Hasta acá llegamos. Cuentos sobre el fin del mundo (El Cuervo, 2012), Memoria emboscada. Cuento boliviano contemporáneo (Alfaguara, 2013), 20/40(Suburbano, 2013) y Disculpe que no me levante (Demipage, 2014). Es autor de las novelas La toma del manuscrito (Alfaguara, 2008) y El amor según (El Cuervo, 2011 – Sudaquia, 2014). Con La toma del manuscrito ganó el X Premio Nacional de Novela de Bolivia. Para El Roommate ha reseñado a Fabian Casas, Luciano Lamberti, Yuri Herrera y a Carlos Velázquez
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