Valeria Luiselli. Los Ingrávidos. México: Sexto Piso, 2011
Contrariamente a lo que se suele pensar, reseñar una gran novela es una tarea muy ardua. Extremamente arduo, en otras palabras, es acercarse a un texto que justo por su complejidad y riqueza no se deja aproximar fácilmente, o más bien, cuya compleja riqueza desafía y revela los límites de lo que se podría considerar como el “género reseña”. Éste es el caso de Los ingrávidos (2011), extraordinaria novela que convirtió a Valeria Luiselli en una de las voces más brillantes y prometedoras del panorama literario contemporáneo.
¿Desde dónde entrar a una novela que se define a sí misma –sin equivocarse– como “porosa”, “de corto aliento”, “horizontal, contada verticalmente”, “que se tiene que escribir desde afuera para leerse desde adentro”, pero que al mismo tiempo quiere ser también –lográndolo– una novela “vertical, contada horizontalmente”, “que se tiene que ver desde abajo, como Manhattan desde el subway”?
Tal vez se podría empezar por el comienzo, por el epígrafe admonitorio que nos aconseja adentrarnos con cuidado en un mundo de espectros, dybbuks, ingrávidos, “¡Ten cuidado! Si juegas al fantasma, en uno te conviertes”. Palabras que sugieren –y tampoco la Cábala en este caso se equivoca– que lo que se está por leer es una novela peligrosamente tentadora, capaz de convertir a sus incautos lectores en espectrales apariciones.
También se podría empezar por otro comienzo, por los ingrávidos mismos del título, que preanuncian dos aspectos paradigmáticos del texto de Luiselli: una novela cuya estructura narrativa –dinámica sin dejar de ser armónica– se escapa constantemente de las leyes de gravedad, burlándose a veces de ellas con una inteligente y sutil ironía; y al mismo tiempo una novela que es simultáneamente singular y múltiple, que procrea autoprocreándose, que sigue generando historias autoregenerándose a través de ellas, una novela que si fuera un objeto sin duda sería una matryoshka rusa.
Fieles al título, los personajes de la novela de Luiselli también son seres ingrávidos. Hay una joven traductora que trabaja para una pequeña editorial de Nueva York, lectora de Josefina Vicens, Carlos Días Dufoo, Martín Luis Guzmán y sobre todo Gilberto Owen, una mujer con las piernas largas y flacas que ama cargar muebles por la calle y que vive en un departamento semivacío donde hay sólo plantas y árboles, y donde transitan objetos y personas que entran y salen sin dejar la más mínima huella. Hay también otra mujer, tal vez la misma, que vive en otra ciudad, en otra casa, esta vez rodeada de una multitud de objetos, una mujer con piernas distintas, a la cual quizás ya no le guste caminar cargando muebles desechados. Casada con un guionista y mamá de una bebé y un niño “mediano”, es una mujer que ya no tiene tiempo para escribir, pero que cuando lo encuentra –la mano izquierda moviéndose sobre el teclado y la derecha manteniendo un biberón– logra escribir una novela que se mueve como un metro, pasando por zonas oscuras y desacelerando al llegar a múltiples paradas. Y luego hay un poeta, Owen, que sigue perdiendo peso sin que su corpulencia disminuya, que vive en un departamento de Morningside Heights y que, como ella, tampoco pasea por la ciudad, prefiriendo traducir al vuelo los poemas de Zukofsky para que García Lorca los pueda recitar. Él también, como ella, cree que para escribir una novela hay que “congelar el tiempo sin detener el movimiento de las cosas, un poco como cuando uno va subido en un tren, viendo por la ventana.”
Todo empezó en otra ciudad y en otra vida, anterior a ésta de ahora pero posterior a aquella. Por eso no puedo escribir esta historia como yo quisiera –como si todavía estuviera ahí y fuera sólo esa otra persona-. Me cuesta hablar de calles y de caras como si aún las recorriera todos los días. No encuentro los tiempos verbales precisos. Era joven, tenía las piernas fuertes y flacas.
Los ingrávidos es una novela en la cual se narra un “aquí” y un “allá”, un “éste” y un “aquel” –la narración de la frustración de su narración–; espacios fijos, circunscritos y definidos que la escritura intenta interrogar y cuestionar, para finalmente desmentir. Las rígidas –y muy a menudo confortantes– categorías del ahora, el antes y el después se entrecruzan y confunden entre sí borrándose en una traducción apócrifa, una parada del metro de Nueva York, un post-it colgado a un viejo árbol, o también en un patio donde copulan dos cucarachas compradas en el mercado de Sonora. Es una novela que nos habla de la imposibilidad de encontrar los “tiempos verbales precisos”, que nos muestra la ilusión y hasta la inexistencia de dicha precisión y que afirma la necesidad de ir más allá, explorando las invisibles fisuras que hay entre un pretérito, un futuro, un presente o un pluscuamperfecto.
Reflexionando repetidamente sobre lo que se puede o no se puede decir y escribir, Los ingrávidos ofrece también una profunda reflexión sobre la escritura: la escritura y el cuerpo, la escritura y la maternidad, la escritura y el tiempo, la escritura y lo cotidiano, la escritura y las escrituras pasadas, presentes y futuras. Y sobre todo, la escritura y la palabra, hacia la cual Luiselli no deja de poner atención, acercándose a sus sonidos, a la musicalidad y el ritmo de las frases, proponiendo un regreso al lenguaje y devolviéndole un “sentido” que, sobre todo recientemente, pocas veces se le concede, o se le quiere conceder. Una novela muy lograda, en otras palabras, no sólo en relación a lo que se escribe, sino también a cómo se le escribe.
Generar una estructura llena de huecos para que siempre sea posible llegar a la página, habitarla.
La fibra de la ficción empieza a modificar la realidad y no viceversa, como debiera ser.
En Los ingrávidos Luiselli logra cumplir de manera magistral algo que muy raras veces se puede alcanzar: no sólo una novela en la cual teoría y práctica convergen alimentándose mutuamente (una novela que propone una metodología para la búsqueda –escritura- de un determinado objeto y que termina convirtiéndose en este mismo objeto), sino también una novela cuyas páginas se pueden habitar –porque llenas de huecos- y que precisamente por eso tiene el poder de transformar la realidad. Una novela, en fin, después de la cual viajar por la línea roja de la metro, leer un poema de Owen o Zukofsky, o encontrarse viejos muebles por la calle ya no será lo mismo, nunca más.
Laura Gandolfi (Parma/Trieste) es profesora de literatura y cultura mexicana y latinoamericana en la University of Chicago. Obtuvo su doctorado de Princeton University en el 2013, con una tesis titulada «Objetos itinerantes. Prácticas de escritura, percepción y cultura material». Laura investiga sobre objetos materiales (paraguas, joyas, piezas precolombinas, fistoles, nopales, ect.), explorando las intersecciones entre cultura material y producción literaria y cultural en el siglo XIX mexicano. Colecciona matryoshkas.
Reseña aguda, bien informada y con la cualidad esencial a toda reseña profesional, sugerente. Quizás el primer párrafo deba comenzar con la novela, sin lo de ardua, que aleja lectores y huele a autobombo, aunque nada que ver. Felicitaciones desde Arizona