Jeff Lawrence reseña ‘Los carteles no existen’ de Oswaldo Zavala (México)

Oswaldo Zavala. Los cárteles no existen: narcotráfico y cultura en México. México: Malpaso, 2018.

 

En estos días México está agitado. El 1 de julio se celebran las elecciones presidenciales, y por primera vez en la historia contemporánea del país se avista la victoria de un candidato presidencial de discurso de izquierda (si no siempre de prácticas). Se han repetido las artimañas de siempre por la clase política dominante, pero todo indica que esta vez sí ganará Andrés Manuel López Obrador. Al mismo tiempo, las imágenes de los niños inmigrantes separados de su padres por decreto de la administración de Trump han sacudido al público, volviendo como tema urgente las políticas migratorias de Estados Unidos hacia México. En otro plano, comienzan los partidos del Mundial, y el festejo que tras el primero gol de la selección mexicana se confunde con un sismo. Dentro de este cuadro político-cultural, el lanzamiento del libro Los cárteles no existen: narcotráfico y cultura en México, del escritor y académico Oswaldo Zavala, también ha provocado un pequeño temblor entre la comunidad intelectual. El libro marca un hito importante en el debate cultural sobre el narcotráfico—y ya se está hablando y escribiendo mucho sobre él. Sin duda aparecerán próximamente reseñas detalladas por parte de expertos en la política mexicana y el tráfico de drogas, y no soy el más indicado para evaluar la manera en que Zavala describe el fenómeno mismo del narcotráfico. Lo que propongo hacer aquí es más bien una lectura puntual del libro, comentando lo que son a mi entender sus mayores aciertos, sus problemas argumentativos, y su relevancia para la coyuntura política actual.

Los Cárteles no existen consiste en trece capítulos de material previamente publicado (revisado y ampliado para este libro), un epílogo, y una introducción. Para los que venimos escuchando y leyendo las palabras de Zavala en estos años, las tesis del libro ya son conocidas y se pueden sintetizar en dos: la primera, que el aparente conflicto entre los distintos “cárteles” de drogas en México durante las últimas décadas no es más que un espejismo inventado por el estado mexicano, y la segunda, que la producción cultural mexicana de estos mismos años—periodismo, literatura, música, cine, y trabajo académico—no ha sabido sino reflejar la versión oficial de la “guerra de los cárteles,” salvo en muy contadas ocasiones. Lo nuevo de este libro no es sólo su introducción, que resume de forma admirable los argumentos presentados en los capítulos posteriores, sino también su aparición en este momento. Las desgracias de los gobiernos del PRI y del PAN han posibilitado una nueva reflexión sobre el narcotráfico, y se ve que Los cárteles no existen ya empieza a servir como hilo conductor para la construcción de otra narrativa.

Los cárteles no existen. ¿Qué quiere decir Zavala con esa frase? Al nivel más literal, quiere decir que la noción que tenemos de las organizaciones criminales de drogas en México no proviene de la realidad sino de un discurso anti-drogas que empieza a formularse en las postrimerías de la Guerra Fría. Zavala toma prestado su título de la frase de un abogado colombiano, que en los años noventa aseguró que, efectivamente, “Los cárteles no existen. Lo que hay es una colección de traficantes de droga…Los fiscales estadounidenses los llaman ‘cárteles’ para hacer más fáciles sus casos. Todo es parte del juego” (13). Apoyándose en los trabajos del sociólogo Luis Astorga y la politóloga Waltraud Morales, Zavala traza el desarrollo del discurso global sobre el tráfico de drogas en los años ochenta y noventa, argumentando que el estado mexicano bajo Felipe Calderón no hace más que tomar ese discurso como pretexto para acrecentar su control sobre el territorio nacional. Según Zavala, a lo largo de los últimos doce años, el estado mexicano ha inventado a su propio enemigo, y al lanzar la llamada “guerra contra el narco” ha generado por sí mismo el saldo escalofriante de muertos y desaparecidos en el país. Como afirma Zavala en la introducción, existe “la violencia atribuida a los supuestos ‘cárteles’ pero…esa violencia obedece más a las estrategias disciplinarias de las propias estructuras del Estado que a la acción criminal de los supuestos ‘narcos’” (14).

Lo que Los cárteles no existe plantea, entonces, es un ajuste de retórica bastante radical.Zavala2 Frente a un discurso oficial que culpa a los narcos por todo, Zavala traslada esa responsabilidad a lo que describe (siguiendo a Carl Schmitt) como el permanente “estado de excepción” del estado mexicano.   Habría que señalar que el argumento político de Zavala no difiere del todo de una visión crítica que comparten muchos académicos y varios sectores de la población mexicana.   Desde antes del caso Ayotzinapa, y con mucha frecuencia después, se ha hablado de una violencia estatal generalizada y de la complicidad entre las autoridades oficiales y los mismos narcotraficantes (de ahí el creciente uso del término “narcoestado”). Lo que distingue el libro de Zavala es su rechazo a cualquier paradigma que explique la violencia en el país como una contienda entre dos fuerzas (narcos y estado) más o menos equivalentes. En este sentido, se destacan su poderoso desmantelamiento de la mitología acerca del “Chapo” Guzmán (capítulo 5) y su desarticulación de la nueva “guerra de cárteles” en Juárez (epílogo). Uno de los logros más significativos del libro es su capacidad para desengranar las contradicciones de la versión oficial de los hechos, mostrando los muchos modos en que el estado mexicano infla al narco para justificar sus propias acciones y para proseguir sus propios intereses.

Pero ese ajuste de retórica conlleva ciertos riesgos.   Una cosa es demostrar que casi toda la información sobre el narcotráfico proviene del estado, y otra cosa alegar que todos los hechos violentos emanen de él. Por momentos, Zavala reconoce la diferencia entre esas dos afirmaciones. En el epílogo, por ejemplo, afirma que “mi interés aquí no es determinar la facticidad de las amenazas virtuales sobre ciudades como Juárez” (126), y en la introducción, como hemos notado, escribe que la violencia obedece más a la estructura del estado que a la acción criminal de los narcos (conclusión lógica: sí hay violencia narco). Pero el desarrollo mismo de su argumento lo lleva a borrar esta distinción. Si bien al principio admite que “existe el mercado de las drogas ilegales y quienes están dispuestos a trabajar en él” (14), esos actores desaparecen inmediatamente después, anulados discursivamente en la etiqueta (tan repetida a lo largo del libro) de los “supuestos ‘narcos’”. En esa conexión, es importante señalar que Astorga, cuyo cuestionamiento de los términos de “cártel” y “narcotraficante” es clave para este libro, no comparte la premisa del monopolio de la violencia por parte del estado mexicano. Por ejemplo, en ¿Qué querían que hiciera? Inseguridad y delincuencia organizada en el gobierno de Felipe Calderón (2015), Astorga anota que después del quiebre del dominio político del PRI en el 2000 “las organizaciones criminales entraron en un proceso de lucha violenta por la hegemonía en el campo criminal” y que esas organizaciones “han aprovechado las diferencias políticas de los partidos gobernantes en los niveles federal, estatal y municipal [y] la fragmentación de la capacidad del Estado derivada de ellas”. Es decir, para Astorga, las organizaciones criminales son reales (no “supuestas”) y, aunque lejos de ser omnipotentes, sí luchan violentamente por el control del mercado. Al quitar esos matices, Los cárteles no existen refuerza su argumento teórico pero pierde su posible aplicación práctica. Aun si concedemos que los traficantes de droga no tienen el poder que el estado mexicano les adjudica, todavía tendríamos que hacernos cargo de la violencia asociada con ese tráfico y pensar las posibles vías para disminuirla (legalización de la droga, amnistía para los narcos, etc.). A fin de cuentas, “los cárteles no existen” es una figura tan retórica como “la guerra de los cárteles”. Más allá de las estrategias que utilizamos los académicos para polemizar con el poder, no tiene mucho sentido reemplazar una abstracción con otra.

Pasemos ahora a la tesis cultural de Los cárteles no existen. Gran parte del libro está dedicado a probar que los principales periodistas, novelistas y cineastas mexicanos han comprado la “verdad oficial” sobre la llamada guerra de los cárteles. En la mayoría de los casos, la evidencia que Zavala produce es potente. El segundo capítulo (“Crónicas neutralizadas”) es ejemplar en ese sentido. Muestra el modo en que varios periodistas “independientes” reproducen el imaginario estatal del narco aun cuando pretenden dar una visión crítica del estado. Resalta así el análisis sobre el trabajo del periodista Diego Enrique Osorno, que no sólo saca sus datos de fuentes oficiales, sino también divulga una versión exagerada del narcotráfico que citan los mismos investigadores oficiales. En el primer capítulo (“Cadáveres sin historia”), Zavala rastrea esa misma captura simbólica en la literatura mexicana más canónica de las últimas décadas. Una lectura aguda de la trayectoria de Élmer Mendoza, quizás el autor más celebre de la llamada “narconovela”, revela la coincidencia entre el retrato de los cárteles hecho por los gobiernos de Calderón y Peña Nieto y la representación de los narcos en novelas como Bala de Plata (2008). Zavala demuestra con brillantez cómo la iconografía cultural del narco—desde la vestimenta de botas de avestruz hasta los crímenes más estrafalarios—pasa de los informes oficiales a la literatura “alta”. Difícil volver a leer la literatura mexicana contemporánea sin prestar atención a esa transacción simbólica.

Lo que no convence del argumento cultural de Los cárteles no existen, sin embargo, es la reivindicación de una serie de autores mexicanos que—según el título de la tercera parte del libro—han escrito en “contra del ‘narco’ ”. Es curioso que un libro que tan explícitamente rechaza la división política entre buenos y malos despliega un esquema tan maniqueo en la esfera literaria. No sólo lleva a Zavala a evidentes contradicciones (Villoro aparece en el capítulo 10 como el cronista que mejor articula la crítica al estado, y en el capítulo 2 como uno de los tantos novelistas que validan el periodismo cooptado por el discurso oficial), sino también a algunas lecturas inverosímiles. Tomemos el caso del 2666 (2004) de Bolaño, una novela que tiene como pieza clave una indagación sobre el feminicidio en el norte de México en los años noventa. En uno de sus muchos comentarios sobre 2666, Zavala aprueba la manera en que Bolaño “relocaliza al Estado y sus lógicas de poder en el centro de su análisis, es decir, reposiciona al Estado como el significante central del narcotráfico” (162). El problema es que las citas que trae a colación para nada verifican ese enunciado. Muestran simplemente que Bolaño percibía la complicidad entre el estado y el narco, una conclusión tan común en los últimos años que la encontramos en películas populares como Miss Bala (2011) o Sicario (2015). En el capítulo 11, Zavala reprocha varios trabajos sobre la Ciudad Juárez por exagerar el tema del feminicidio porque, según él, los homicidios de mujeres jóvenes constituían sólo una parte menor de la violencia en Juárez.   Pero es obvio que 2666 tampoco se salva de esa misma “exageración”, pues “La parte de los crímenes” de 2666 reproduce cada uno de los asesinatos de mujeres en la ciudad desde 1993 a 1997. (Pregunta aparte: según la lógica de Zavala, ¿los movimientos en contra la violencia de género como Ni una más y Ni una menos también se deben a la exageración?). Por último, el libro soslaya por completo el hecho de que la principal fuente del 2666 sobre el feminicidio en Juárez es Huesos en el desierto (2002), el trabajo periodístico de Sergio González Rodríguez, que Zavala censura en otro capítulo por haber contribuido al “mito que radicaliza la violencia de género en la ciudad” (184). Como es sabido, Bolaño sacó pasajes enteros del libro de González, lo incluyó como protagonista en “La parte de los crímenes”, y elogió su trabajo periodístico en un ensayo conocido. Aun así, para Zavala, Bolaño es crítico y González no. Claro que Bolaño pudo haber llegado a conclusiones distintas a las de González sobre el estado, el narco, y el feminicidio. Pero Los cárteles no existen no sólo omite toda mención de la colaboración entre González y Bolaño, sino tampoco explica cómo un novelista que vivía en España durante todo el período abarcado por el libro pudo enterarse de las coordinadas exactas de la sociopolítica juarense de los noventa. No quiero decir que no haya narrativa “contrahegemónica” en la literatura mexicana del siglo XXI. Sí que 2666 no cabe dentro de esos parámetros según los propios criterios de Zavala.

¿Cómo evaluamos entonces la capacidad del libro de Zavala de intervenir en la realidad política de México? En su columna de Reforma del 26 de mayo, el escritor Jorge Volpi alabó Los cárteles no existen por haber subrayado el peligro para el próximo presidente de México de continuar con la guerra contra los narcotraficantes.   “En medio de las campañas presidenciales,” escribe Volpi, “el libro de Zavala no podría ser más necesario: sirve para recordarnos que ningún candidato tiene una auténtica estrategia para frenar la violencia; que ninguno ha sido capaz de escapar a la narrativa del narco fraguada por Calderón…haciendo a un lado la inútil y torva guerra que empezamos a imaginar -y a perder- hace doce años”. Dos semanas más tarde, Volpi aludió al libro de Zavala al pedir que AMLO escuche las recomendaciones de Olga Sánchez Cordero, la probable Secretaría de Gobernación de su gobierno, porque ella sí ha reconocido “que el aumento de la violencia a niveles nunca vistos a partir de 2006 se debió a la irresponsable intervención de las fuerzas de seguridad del Estado más que por la perversidad de los criminales (o a la supuesta guerra entre los cárteles)”. Como es fácil de ver, Volpi hace uso de la retórica de Zavala para exigirle a AMLO una nueva política de estado. No es común que un libro de este tipo tenga un impacto tan inmediato en la esfera pública. Eso es bueno. Esperemos que Los cárteles no existen provoque una reflexión sobre la violencia del estado mexicano y contribuya a un cambio profundo de sus políticas. Pero tampoco dejemos que la consigna “los cárteles no existen” se convierta en el nuevo dogma ideológico, ni que el campo literario se divida tan fácilmente en “críticos” y “complacientes”. Leamos Los cárteles no existen con atención, y también con cuidado.

Jeffrey Lawrence es el autor de Anxieties of Experience: The Literatures of the Americas from Whitman to Bolaño (Oxford, 2018). Actualmente reside en Nueva York y enseña en el Departamento de Inglés de la Universidad de Rutgers.

 

 

Un comentario sobre “Jeff Lawrence reseña ‘Los carteles no existen’ de Oswaldo Zavala (México)

  1. Gran trabajo de lectura, reflexión y debate. Muy medida y bien argumentada, la reseña invita a leer y discutir el libro, indispensable para desarmar el discurso de un proceso que se exporta a toda América Latina como ejemplo de barbarie narco

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