Sergio Gutiérrez Negrón reseña ‘Pajarito» de Claudia Ulloa Donoso (Perú)

La voz y la atenuación

Claudia Ulloa Donoso. Pajarito. Laguna: Bogotá, 2018.

Hablar de voz en literatura es un poco como pasar gato por liebre. Es una metáfora que, por cotidiana, abusamos sin considerar que ofusca y mistifica más de lo que ilumina. Digo esto con algo de culpa, porque hace año y pico, tras leer a una tallerista que esperaba mi feedback y escuchar, en lo que escribía, un algo que ni era materia de forma, ni estilo ni temática, le recomendé que leyera Pajarito de Claudia Ulloa Donoso. Le dije que, al hacerlo, más que en los cuentos que lo componían, se fijara en el despliegue de la voz narrativa que los articulaba. Yo no había leído el libro en dos o tres años, pero aun sin pensar en una trama específica, podía evocar algo que me parecía esencial y que juré que era precisamente eso, la voz de la escritura de Claudia Ulloa Donoso. Meses después, volví a repetir la sugerencia a otra persona, y yo, que dudo tanto y que no tengo la autoestima como para darme a sentencias, me sorprendí al decirlo con seguridad: Pajarito es el despliegue de una voz. Lo dije de pasada y comencé a sentir que había sido deshonesto con las colegas. No fue adrede, creo. En mi emoción e imprecisión confío que me refería a algo concreto, pero la intención ni es lo que cuenta ni pasa por sugerencia constructiva en el contexto de un taller. La verdad es que, hablando claro, de manera técnica y sin enredarnos con la cuica de lingüistas, no es para nada rebelde afirmar que una página no habla ni emite sonido. Decírmelo no implicaba entorpecer, como pensé en un inicio, aquella primera impresión, ni mucho negar que hay momentos en los que la literatura resuena en las mismas cámaras de la memoria y en la misma onda en las que resuenan los coros medio recordados de, por ejemplo, aquella vieja canción que nunca se grabó y que escuchaste una tarde cuando eras estudiante de la boca de una amiga de tu hermano, que improvisaba, y que te pareció tan potente que a veces, al día de hoy, te sorprendes cantándola. El asunto, entonces, es que, luego de darle cabeza, reconocí que cuando les mencioné la voz de Claudia Ulloa Donoso a las muchachas a lo que me refería era, principalmente, a dos elementos y gestos escriturales que, tocados en distintos canales, armaban, en conjunto, la experiencia sensorial de una voz.

Una vez me senté a re-leer el libro supuse que lo que me resonaba particularmente, era la manera en la que la escritura de Ulloa Donoso arma y hace ver el mundo. Pajarito tiene más o menos treinta y tres relatos que van de lo brevísimo a lo no tan, y la mayoría, sino todos, se enuncian desde la posición de la extranjera, aunque también de la extraña. Al margen de la anécdota o del corazón de cada uno de los relatos, se escuchan una serie de observaciones que hacen que el norte de Noruega, donde ocurre gran parte de los textos y donde reside la autora, que es peruana, igual nos suene a Marte. Pero la extranjería de la que nos habla la narración no es solo geográfica. El cuerpo mismo de los personajes y sus disposiciones surgen como continente oscuro, el cual hay que apalabrar de las formas más clínicas. El quitarse un abrigo, la manera de sonreír, la coraza de los pinos, los tornillos encontrados en la calle, el acto de escucha, el cuerpo en el espacio propio, la relación con el yo—en todos estos casos, menores, y ninguno esencial para el despliegue del conflicto que está al centro de todo cuento, Pajarito desafina lo más cotidiano y lo hace sonar a materia ajena. Doy ejemplos.

  1. Sobre quitarse el abrigo: “Si no te quitas el abrigo, el entrevistador imaginaría todas las capas de tu personalidad hasta llegar al color del sostén que llevas puesto y no necesariamente imaginará las cualidades y el sostén adecuado para obtener el cargo. Con esa coraza te presentas con un armadillo, una tortuga o un puerco espín que no se comunica, que esconde la cabeza y muestra las púas, que va lento y todo esto no sirve para este caso; pero yo le sonrío, eso ayuda según los consejos para lograr una buena impresión en una entrevista de trabajo. Sonrío, pero sin exagerar, o parecería nerviosa” (“Pajarito” 12)

  2. Sobre los pinos: “Soñé que era un pino. Cuando los pinos se ven en medio de una tormenta que intenta quebrarlos, el árbol produce un tipo de madera de calidad distinta de la del resto del tronco. Los vientos huracanados suelen venir del sur, por eso los pinos tienen esa madera indestructible y que los mantiene de pie a sus espaldas. No ponen su pecho de acero contra del viento, su resistencia es flexible y se esconde a la mirada de la tormenta, su fortaleza calma y discreta desconcierta al viento y aviva su furia”.

  3. Sobre encontrar tornillos en la calle: “El hecho de encontrarlos en la calle, solos y aislados, me hace pensar que escaparon de sus destinos de estar fijo en un solo lugar: ser uno más soportando una carga eterna. A veces se oxidan, pero al final eso es mejor que estar inmóvil para siempre…”

  4. Sobre la escucha: “Mientras lo escuchaba, yo movía la cabeza hacia un lado como hacen los perros cuando tratan de entender algo; movía las manos también, como él, dándole botes a la pelota de básquet. A veces hacía un movimiento con ambas manos como si limpiara una mesa y al mismo tiempo torcía la cabeza bruscamente hacia un lado, como desaprobando algo. Trataba de demostrarle atención y empatía, le estaba dando consejo” (46, “Una de Bollywood”)

  5. Sobre el espacio doméstico: “Cuando uno llega a una casa ocupa de pronto un lugar en la mesa, un lado de la cama, una posición determinada cuando se ducha. Uno no sabe por qué lo hace, solo sucede así, y puede que inconscientemente sea que ocupamos el peor lado porque queremos impresionar a nuestros huéspedes. Vivimos en un mundo de apariencias, aún en nuestra propia casa. Qué jodido” (50, “Línea”).

  6. Sobre la relación con las plantas: “La verdad es que mi relación con esa planta es como la que tengo conmigo misma desde que vivo sola. Antes éramos tres seres vivos pues había alguien más que se ocupaba de la planta y veía si se marchitaba o no, si la ponía al aire o la quitaba del sol directo; en todo caso, eso fue hace mucho y ahora estamos solas yo y mi planta, y a veces se marchita y soy consciente de ello, pero sé que no se va a morir, porque cuando pareciera que agoniza voy a la cocina, lleno la jarra medidora, 10DL de agua fría , y le doy de beber un litro de agua de golpe” (60, “Planta”)

En todos estos casos, lo que retumba es una desafinación similar a la que ocurre al reproducir una grabación y descubrir que el amasijo desacorde de tono, acento, timbre, ritmo y pronunciación que escuchamos es nuestra propia voz. Los rusos le llamaban desfamiliarización y podríamos decir, para comenzar a llegar a conclusiones, que Pajarito es un libro en el que retumba la voz desfamiliarizada, o, quizás, una voz que se lanza contra la familiarización y punto.

Pero esa manera de ver no es a lo que me refiero del todo. Lo que malinterpreto como la modulación que ata el libro es el efecto del título mismo. Pajarito es el nombre de la colección, pero también es el del cuento inicial. Es posible que haya sido lo diminutivo y desnudo de la palabra misma lo que desarma, lo que obliga al lector a la intimidad de sábanas tibias. Antes de este texto, nunca antes la había escrito—pa-ja-ri-to—, a pesar de que la pronuncio a diario debido a mi presente obsesión aviar y a mi niño de un año y al hecho de que intento aprenderme los nombres de todas las criaturas que ahora vuelan en mi jardín, en español, como este carbonero cabecinegro que se asoma en este preciso instante. Hay algo de la tradición literaria—la mía, supongo, que podría ser la puertorriqueña pero que también incluiría el asopao de tradiciones ajenas con las que las islas hacemos archipiélagos—que excluye el sufijo diminutivo, o lo margina, por lo menos, como si le fuera necesario claudicar a la ternura. Toda forma de ver el mundo es también una forma de sentirlo, claro, y pronunciar el diminutivo parece trabajar lo afectivo.

Es posible, entonces, que sea el mero despliegue de ese sufijo que califica el umbral a través del cual se accede a ese primer cuento tocayo. “Pajarito”, el cuento, se inaugura con la imagen de Kokorito el gato y ya estamos en el espacio doméstico y nos sentimos cómodos, y el animal “de pelo negrísimo, huraño y de siete kilos de peso” insiste en traer en su “hocico respingado pájaros en agonía o ya muertos a la casa”, y los lleva a la cama en la que se refugia la narradora, “lugar desde donde últimamente sue[le] hacer todo, hasta comer”. Y ya ahí están los primeros atisbos de la modulación que une al libro, si se fijan: el pájaro en diminutivo del título, el gato negro, la neutralizada violencia felina (“Kokorito nunca se come a los pájaros: los tortura, juega con ellos como si jugara con su pelota de lana”), la víctima aviar, y una narradora que no parece tener las fuerzas para salir de la cama. La concatenación de una cosa con otra hace que la intimidad devenga vulnerabilidad, aunque quizás siempre sean lo mismo. La narradora nos habla, pero parecería que lo hace por obligación, y prefiere hablarnos del gato. Nos dice, por ejemplo, que “Kokorito, con sus siete vidas en América y nueve en la península escandinava, me regala la muerte, pero yo ya le he visto la cara varias veces y me basta por ahora”, y así es que nos informa de su desplazo geográfico, de su circunstancia, pero no tanto porque ella es la que importa, sino porque es importante para entender al gato, para interpretar sus acciones. Por eso considera dos posibilidades, aun sin levantarse, aun tumbada en la cama, aun con algún pájaro herido a los pies. La primera es que el gato esté insistiendo en que vea de “aun más cerca de la muerte para que no [le] pese tanto”. La segunda que

Kokorito intenta darme un regalo único y extraordinario, pretendiendo que contemple las agonías de esos animales tan pequeños y frágiles y que todo sea un gerundio de latidos, respiraciones, movimientos que se vuelven de pronto pretéritos indefinidos para siempre. Quizás se empeña en que entienda y aprecie (en todo el sentido de la palabra) que ese preciso segundo en que la vida desaparece es único en todo ser vivo y no puede repetirse más (10).

Es probable que se equivoque, por supuesto, porque se trata de las intenciones de un gato y nadie nunca sabe qué piensan esos monstruos (vale la pena notar que en el libro hay muchos gatos y hay algo irónico en el hecho de que lleve el nombre de la víctima y no del victimario), pero ya ahí está ella, la narradora, quien aún en su desgano, en su luto anónimo—del que no nos habla porque no quiere, porque prefiere hablarnos del gato— intenta y se esfuerza por interpretar el mundo, y la pulsión de vida es una pulsión interpretativa, claro. Intenta, también, hacer de tripas corazones y confiesa que

cuando encuentro a estos animalitos muertos, que generalmente son pájaros, lo que suelo hacer es buscar un kleenex o una servilleta de papel, y escojo cuidadosamente el color, como si les escogiera la mortaja, para luego enterrarlos o esconderlos entre las hojas secas y los abedules. Cuando están en agonía, los envuelvo en papel de cocina ligeramente húmedo y les dejo la cabeza al descubierto para que respiren. Los caliento entre mis manos, les limpio la sangre, les acaricio y la cabeza y trato de abrirles el pico (10).

Otra vez el diminutivo, ya directamente hermanado a la muerte, justo en el momento que la vemos levantándose, la vemos volviendo al mundo, no tanto por ella misma y por lo que quiera hacer, sino por las víctimas del gato a través del cual vive.  Le ha visto el rostro a la muerte varias veces y le basta y no tiene ganas de salir de la cama, pero esos animales—animalitos, el diminutivo es esencial hemos dicho—son la excepción, parece. Algo en ellos la obliga al cuidado, a la ternura de escoger la mortaja, de participar en su convalecencia.

Pero el cuento no se trata de eso. “Pajarito” es un cuento sobre el trabajo, al igual que siete de los relatos que le siguen. Cuando finalmente la narradora sale de la casa, lo hace para ir a una entrevista de empleo y lleva, porque no le dio tiempo de hacer otra cosa, un pájaro—no, pajarito— herido, envuelto en un kleenex, apretado en su mano y escondido en el bolsillo, por eso de darle el calor que necesita para su recuperación. Durante todo el tejemaneje de la circunstancia, la atención de la narradora estará en el animalito—la nuestra también—. Es decir, aunque lo que esté en juego sea la posibilidad de una instancia laboral que, bueno, le permita a la narradora vivir, aunque sea en luto, la narración, el tono y la forma de la escritura jamás le permiten al lector abandonar el diminutivo inicial, escondido en el bolsillo, convaleciendo y necesitado de calor. Si lo que dice el diccionario es cierto y el diminutivo lo que expresa es la atenuación de lo denotado o una valoración afectiva en el significado, podríamos proponer que esa modulación que malinterpreto como voz habita la frontera entre las dos acepciones de lo diminutivo; o sea, que la voz que se teje en Pajarito es la voz de una atenuación de la experiencia que, de cierta manera y simultáneamente, valora la experiencia afectivamente.

Por eso de precisión, en fin, lo correcto sería afirmar que Pajarito no es el despliegue de una voz, sino de una forma de ver y sentir el mundo, de una postura ante la experiencia. Eso, y decir que es una toma de posición en los confines de la extrañeza que acepta lo foráneo de la cosa dura y carnosa del mundo, incluyéndonos. Ambos enunciados capturan algo y tendrían su efecto, creo. Quizás señaladas de este modo serían más prácticas y productivas para quien necesita o busca modelos y ejemplos. Pero aún poniéndole los puntos sobre sus íes siento que algo se escapa, que aun con el exceso de citas con el que he cargado este texto, con el desglose y el deslinde, hay una faceta de Pajarito que se fuga, un algo que insiste en no ser ni materia de forma, ni estilo ni temática.

En noruego existen tres verbos para esperar: å vente, å forvente, å hape.

El primero se usa cuando se espera un autobús; el segundo, cuando uno espera por ejemplo consideración de los demás, y el tercero cuando uno espera con esperanza.

En inglés, to wait, to expect y to hope.

En castellano, solo nos queda esperar a solas, un solo verbo que se nos confunde en el tiempo” (152).

Sergio Gutiérrez Negrón (Caguas, 1986) ha publicado varias novelas y un libro de cuentos. En el 2017, fue seleccionado por el Hay Festival como parte de Bogotá39, un listado de 39 escritores prometedores del continente menores de 39. Dos años antes, en el 2015, fue reconocido por el Festival de la Palabra de Puerto Rico con el Premio Nuevas Voces, un premio otorgado a autores puertorriqueños jóvenes. Actualiza un blog esporádicamente y Los días hábiles (Destino, México 2020) es su más reciente novela.

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