Casa, suelo y espejismo:
Notas en torno a Casa, suelo y título: Vivienda e informalidad en Puerto Rico de Érika Fontánez Torres
Érika Fontánez Torres. Casa, suelo y título: Vivienda e informalidad en Puerto Rico. Puerto Rico: Ediciones Laberinto, 2020. 383 páginas
Desde hace mucho puse al principio de la historia familiar la casa de la abuela materna, la que siempre fue el punto de encuentro de sus casi diez hijos, de los casi cuarenta retoños de estos, y los casi cien hijos de esos otros; la de los techos de cemento que se levantaron después del huracán Georges, pero también su encarnación anterior, la de los de zinc que le precedieron, la que tuvo comején en las paredes alguna vez, la que no sé cómo sobrevivió el Huracán Hugo—debo preguntar—. Si esa es la casa, la propiedad, el lugar que pongo al inicio, también, por consecuencia, siempre ha incluido la parcela misma en la que los tíos la levantaron, porque esta es, para ellos, clave en la historia. Si se les preguntara, esos tíos, mi madre, mi abuela—quienes ocuparon esa casa, esa propiedad—, repetirían que fue el principio, pero insistirían que no el origen; que llegué a mitad de camino. Siempre han hablado, las pocas veces que lo han hecho, de una vivienda anterior, otra que era simple y de madera y la letrina estaba afuera, un poco alejada. De aquella otra se tenía que ir descalzo a la escuela, con los zapatos en la mano, para que no se ensuciaran; y si crecía la quebrada, el abuelo tenía que pasar la noche en el monte. Aquella otra era solo casa y estaba en propiedad ajena y siempre lo había estado, pero un buen día los echaron.
“Clave en la historia” es una expresión algo inapropiada para gente que se precia de no tener ninguna, o de no contar ninguna. Hay familias en las que los detalles y la memoria implican recordar los achaques de la desposesión, de la pobreza, y chico, deja eso. Sé, porque me lo han contado o porque lo he leído o porque de eso se hacen las tradiciones literarias, que hay otras familias en las que el tiempo retoña una persona interesada en la reconstrucción histórica, en la recuperación de una memoria colectiva. Pero esas son las excepciones, creo yo, y en la mayoría eso no pasa, y si nace alguien a quien le interesa esa historia, ese alguien también siente que a veces hay que dejar las cosas morir. Por temperamento, siempre he sido de esa segunda escuela. La historia familiar, ya sea la materna, de la pobreza rural supurante, o la paterna, de la que no hablaré aquí pero que es la de una isla vecina rayada por el trujillato y el golpe a Bosch, son heridas cuyas cicatrices son mejor dejar en paz. No por eso cesan las preguntas, claro. ¿Dónde estaba aquella otra casa, la anterior a la parcela? ¿Quiénes eran los dueños de la propiedad? ¿Por qué los echaron? ¿Cuándo los echaron? A ninguna de esas dudas se le dieron nunca respuestas voluntariamente—o espontáneamente, porque nunca pregunté—, y quienes escuchábamos a esos tíos, abuelos, madres, las pocas veces que se daban al cuento, herederos de ese hueco temporal, fuimos obligados a imaginar y rellenar las lagunas, y algunos supusimos que los detalles de la historia no importaban tanto porque ocurrieron muchísimo antes, allá en los tiempos de la acumulación primitiva. Saberse con historia, pero incapaz de su reconstrucción, da buen caldo para la ficción. O así me lo justifiqué yo siempre, no sé mis hermanos o primos. (A manera de auto-ayuda, halo por los pelos un verso de Fred Moten: “We share the preservation of placelessness under the duress of placement”).
Eso dicho, a menudo uno se tropieza con libros que amenazan con atar los pocos retazos de anécdotas familiares que uno ha recibido a una pieza mayor. Casa, suelo y título: Vivienda e informalidad en Puerto Rico de la abogada y filósofa del derecho Érika Fontánez Torres es uno de esos. Comencé a leerlo casualmente y, muy pronto se hizo más que transparente que me zambullía en él no necesariamente por un afán de instruirme, sino por un repentino arranque de narcicismo autobiográfico. Leyendo a Fontánez Torres comencé a percatarme de lo que quizás siempre habría sido obvio para quienes vienen de familias orgullosas de su historia y, por lo tanto, pasan tiempo elucubrándolas; el hecho de que toda propiedad es un espejismo, una mera marca en el suelo por el que se mueven vidas siempre fugaces. Pensé haber descubierto que cuando los tíos insistían en aquella otra estructura, la que precedió a la parcela, la que es casa y no propiedad—, lo que hacían era insistir en cierta historia, en una que no sólo apuntaba hacia el origen, sino que al trenzarse con una trama impuesta por el suelo que ocupó, borraba ese origen y lo intercambiaba por un proceso histórico mayor, uno sin principio ni final, pero plagado de violencias. Aquello no era laguna, era océano.
Casa, suelo y título es un libro que genera preguntas precisamente sobre las casas, los suelos y los títulos que a menudo están al principio. Publicado a finales del 2020 por Editorial Laberinto, la obra surge como una reflexión crítica sobre la obsesión social, jurídica y legal que pone el asunto de la titularidad (el tener un papel legal que confirme que tu casa más que casa es propiedad) al centro de cualquier conversación sobre la crisis de vivienda que caracteriza al Puerto Rico actual, pero también al de los pasados ochenta años. El punto de partida y, supongo, el de llegada también está puesto en claro desde la primera línea.
“La historia de la vivienda en Puerto Rico,” escribe Fontánez Torres, “es la historia de la desigualdad, el prejuicio de clase y la discriminación racial.”
A esta aserción la sostiene otra, dicha de muchas formas, y que una vez se enuncia parece sencilla: es la formalización de la propiedad lo que genera la informalidad de la tenencia. La autora también lo pone así, más claro:
“la informalidad es parte integral de la economía política capitalista y no una excepción” (52).
Nosotros podríamos explicitarlo aun más, narrándolo del siguiente modo: hubo una vez un señor que consiguió el título de muchas, muchas tierras y quiso hacerlas productivas, pero no le daban las manos ni las ganas, así que trajo a un montón de gente a trabajarla y si les pagó, fue una miseria, pero por lo menos los dejó y dejaría vivir ahí, siempre y cuando se ajustaran a sus expectativas, expectativas que se heredaban, como la mancha de Caín o la de plátano. Un día, muchos años o vidas después, el señor se murió y sus hijos vendieron las tierras, y otro señor que las compró vino a ver su heredad y descubrió que allí vivía gente y les dijo “oye, no sé si se han dado cuenta, pero sus casas están en mi tierra y preferiría que se vayan”.
A penas comencé la lectura del libro de Fontánez Torres sucedió algo extraño: a diferencia de otros libros de historia que he leído recientemente—quizás porque lo leí en la rehipotecada casa de mis papás, de visita; quizás porque fue en navidades; quizás porque fue la primera vez que llevé a mi hijo de once meses a aquel lugar; quizás por pura casualidad—, Casa, suelo y título de pronto se prestó de excusa para averiguar sobre el origen de la parcela de la abuela, la parcela donde está la casa que es el principio. Sucede que la historia con la que se trenza ese principio, que no origen, es la de las sobras de la Ley de Tierras, firmada en el 1941 para que, según decía, “desaparezca de Puerto Rico la clase de ‘agregados’, o sea de trabajadores agrícolas esclavizados por el hecho de no ser dueños ni siquiera del pedazo de terreno donde tienen sus hogares”; una historia que también es la de los agregados en, digamos, el barrio cagüeño de Borinquen Pradera; que también es la de la caña en Caguas y, también, la del tabaco allí mismo y la de una abuela dada de chamaquita a otra familia porque no había forma de darle de comer (enfoquémonos en la abuela, lo del abuelo es otro asunto, el de los siervos de la gleba cagüeña); la de una gente que no tenía nada y que nunca había tenido nada pero que igual había vivido. Esta historia, la de la parcela, comenzó a hacer explícito lo que uno ya sabe pero que olvida todo el tiempo, que la propiedad es un índice, un señuelo, y que al principio lo que hubo—lo que siempre hay, tal vez—fue, ajá, casa, pero debajo de esta solo suelo y supervivencia. Leyendo a Fontánez Torres y su historización de las legislaciones de vivienda y usándola de pie forzado con mi madre, con mi tía, resultó que el pedazo de terreno de la familia no se recibió del gobierno en los años cincuenta, como pensé alguna vez. La parcela databa, en cambio, de casi al final de los setenta y, por lo tanto, la casa anterior, la casa de la letrina, la casa en terreno ajeno—terreno ajeno del cual los echaron porque sí, porque ya estorbaban; la vida de agregados—, estaba mucho más cerca de lo que pensé—a menos de diez años de que yo naciera. No había nada de primitivo en la historia de acumulación primitiva familiar, y el hallazgo parió, como todos, más dudas. Estas, sin embargo, lo que hicieron fue afirmar el hecho que esa historia, la de una vivienda y una familia en Caguas, no tenía absolutamente nada de excepcional. De lo común que fue o que sigue siendo esa, esta, historia en Puerto Rico, pasa totalmente desapercibida.
Uno de los problemas que enfrenta la reconstrucción de ese relato es que el presente puertorriqueño tiene la capacidad de hacer ilegible su pasado. Es difícil pensar hoy una política pública que pueda ser más que la administración de la escasez y la prórroga del “corte”. Aún más difícil es imaginar un estado puertorriqueño activo en pos de cierto bienestar para su población. ¿Cómo interpretar, a partir de la experiencia y más allá de la ciencia ficción, de la lectura socialista, o del panfleto, una ley que diga que “es política del gobierno de Puerto Rico que cada persona que trabaje en la tierra sea dueña de la tierra que le provee sustento”? Difícil es pensar que alguna legislación del estado puertorriqueño—colonial, si gustan de la aclaración—quiso alguna vez, por las razones que fuera, transformar la sociedad, darle muerte a las relaciones serviles—en aquel caso, entre terratenientes y agregados mediante la promesa de expropiar las grandes propiedades—, para mejorar la calidad de vida de algunos. Eso es lo irónico del legado del ELA, que un estado activo que dependió de y se construyó en torno a cierto horizonte ético terminó claudicándolo. Pero pongamos eso entre paréntesis. Lo difícil de abordar los proyectos de tenencia de tierra del ELA es que hacerlo genera el problema de que narrar esa actividad estatal en pos de la vivienda se sienta como una celebración o afirmación, aun cuando uno sabe que el mismo gobierno que tejía estos aparatos que sacaban de la pobreza a algunos—o que hacían la pobreza más tragable—era el mismo que, por otro lado, censuraba y reprimía y asfixiaba. Esta tensión no es manía mía, sino que está, de cierto modo, latente en Casa, suelo y título, y la autora la negocia mediante su alternancia entre el contarnos la historia de las leyes y contarnos los cuentos que cuentan las personas excluidas de esas mismas leyes. Por ejemplo, la de Ángel, un hombre viejo y jubilado que depende de su seguro social y que toda su vida la pasó en el mismo terreno, donde construyó su casa hasta que, hace diecitantos años, hacia el final de la primera década del siglo XXI, el suelo en el que está su residencia fue vendido y, de la nada, llegó el nuevo propietario a cobrarle por ocupar el mismo espacio que ocupó siempre. También está Evaristo, que raya los ochenta y que a los dieciséis (en los años cincuenta) comenzó a trabajar para un don, recogiendo café, guineos, chinas y criándole gallos, y se quedó allí aún cuando la parte productiva de la finca se fue a pique. Hace cerca de cuarenta años, a principio de los ochenta, treinta años después de haber llegado allí, la familia del don se desplazó y Evaristo vino a ocupar la casona de la propiedad, que estaba vacía. Años después, –décadas, de hecho—, aparecieron herederos nacidos en otros lugares e insistieron en echarlo, en alquilar la casona por eso de hacer redituar lo que consideraban legítimamente suyo. Y nada, ¿qué puede hacer Evaristo? “En lo ajeno no se puede armar nadie. En una patá lo botan”, dice él a Fontánez Torres o a su equipo, y hay algo morboso en lo claro que está el hombre sobre el hecho—mentira, la falacia— de que una ocupación de más de sesenta y cinco años no tiene nada que ver con la propiedad y la posesión. Uno de los herederos, por suerte, intercedió por Evaristo y le permitió quedarse, en nombre de la memoria de la palabra del antiguo terrateniente. Un acto generoso, sin duda. “Me cogieron pena,” dice Evaristo.
Junto a Ángel y Evaristo, hay muchísimos otros nombres y otros cuentos y otros recuerdos que insisten en recordarnos—en recordarme a mí, más allá de la ofuscación autobiográfica—que ni el Puerto Rico de mediados del siglo pasado ni el de hoy era ni es sólo campo, sino que, más allá de la fantasía agraria de Luis Muñoz Marín y los suyos, más allá de la vivienda anterior de la familia, la que era simple y de madera con la letrina afuera, un poco alejada, también había urbe y barrio y “asentamientos informales”, y a medida que se entregaban parcelas en el monte a partir de los años cuarenta, el mismo estado implementaba políticas de eliminación de arrabales, de desplazamientos forzados—cuentan, algunos, cómo aparecía la policía en la noche a tumbarles las casas y todos huían, y cuando finalmente se iban los agentes de la paz, los residentes volvían a levantar las mismas casas que le habían tumbado. El Caño Martín Peña y su fideicomiso de la tierra sobreviven hoy, laten, y hacen de testimonio de aquellas violencias y de la tenacidad del arraigamiento comunitario. Ana Lydia, por ejemplo y, a diferencia de Evaristo, no reconoce la pena de nadie y cuenta, brava:
“Cuando la marea bajaba, lográbamos meternos […] con unas botas altas. […] A los veinte yo estaba metida en el fango construyendo mi [propia] casita. Lo que se caía por ahí no lo veía más. Tumbaban casas por otros sitios y nosotros íbamos con un carro [hecho de cajón] y cuatro ruedas de goma de carro viejas y ahí, una persona por un la’o y yo por el otro, íbamos a buscar esas maderas”.
Sesenta y tantos años después de levantar aquella casa, Ana Lydia sigue residiendo donde nació, en el Caño. A través de Ana Lydia y un centenar de otras voces—voces que realmente recorren el ancho y largo del país, desde asentamientos en playas a comunidades en bosques y montes y planteles escolares abandonados tras huracanes—Fontánez Torres y su equipo arman algo parecido a una historia vernácula del suelo y su uso, de la vivienda como habitación en el mundo; una historia que a veces coincide con la historia de las leyes de vivienda, pero casi siempre va contrapelo.
Digo “algo parecido” porque, hablando claro, Casa, suelo y título no es un libro de historia ni de historias, aunque se cuenten muchísimas. Técnicamente, es el resultado académico de una investigación llevada a cabo por un equipo de abogados y estudiantes dirigidos por Fontánez Torres, a través de muchos años. Casa, suelo y título es propiamente una investigación enmarcada en algo que se llama la aproximación sociolegal a la investigación jurídica del derecho propietario; una aproximación que parte de una premisa que, después de leída, parecería obvia: que como “[l]as leyes no cuentan la historia completa,” el trabajo etnográfico se hace necesario. O sea, que antes de ponerse a diseñar política pública hay que tirarse a la calle y meterse al campo a hablar con gente. Casa, suelo y título, de cierto modo, contiene cuatro libros. Está el que lo inaugura y presenta un caso sobre el valor de esa aproximación sociolegal y está el que lo cierra, el cual sienta las bases para desarrollar una “política de equidad en la vivienda”. Este último es el que enuncia la pregunta que motiva a Fontánez Torres en tanto investigadora y pensadora jurídica: ¿Cómo se hace para generar un marco legal que no ignore el origen violento de la propiedad y cree las bases para una política pública justa en materias de vivienda?
Entre estos dos libros, que tienen gran valor, por supuesto, están los dos que me interesan personalmente. Uno es un golpazo de cincuenta y tantas páginas que ofrece la historia legislativa de la vivienda en Puerto Rico, una historia que es la que sembró el éxito del Estado Libre Asociado pero que también su fracaso, su ceguera e hipocresía. Su trama, de cierto modo, es la de una decadencia. Los grandilocuentes principios de los años cuarenta y cincuenta comenzaron a mostrar su agotamiento en los sesenta y desde entonces se anunció lo que seguiría: la hipotequización de la política de la vivienda, la entrada y captura del estado por la ascendiente financialización del mundo, los deshaucios masivos, la afectación por el “sector privado” y la eventual claudicación del estado como agente activo en pos de su transformación a mero “facilitador” de un “desarrollo” dictado por la industria de la construcción y la banca y la hipoteca. Fue este libro dentro del libro el que lanzó mi búsqueda, el que leí como buscapié, como invitación a la especulación y ¿no es eso precisamente lo mejor que puede hacer un libro de corte académico?
A esa narración, le sigue la que Fontánez Torres titula “Radiografía de la tenencia”, una sección, en la que conocemos a Ángel y Evaristo y Ana Lydia, que ofrece una aproximación coral, etnográfica, a seis formas de tenencia en el Puerto Rico contemporáneo, seis formas que son borradas cuando nos dejamos obnubilar por la Ley de Tierras del 1940—la persistencia del “agrego”, el vivir “arrimao”; los asentamientos informales”; las cooperativas de viviendas; las parcelas heredadas; la ocupación de terrenos a las que antes se les llamaban invasiones; y la propiedad comprada fuera de las formalidades de la ley y el mercado. Es el contrapunto entre estos dos capítulos del medio, leídos de cierta manera, el que hace que Casa, suelo y título sea un libro expansivo, uno que es más de lo que se tiene en la página y que me obliga a recordar que todo interés autobiográfico que no salga de sí termina siendo ofuscación, que decir que lo personal es lo político es el principio y no el final de un largo proceso que sólo puede culminar en el descubrimiento de lo que es obvio—casi como decir que la propiedad es un espejismo—, que lo político de lo personal no tiene nada que ver con la persona, sino con el suelo que ocupa, que es lo mismo que decir el suelo que comparte, que es lo mismo que decir lo común.
Volvamos a la propiedad que está en el principio. A menudo esa propiedad, esa casa se pierde, a pesar de que se sabe exactamente dónde está. Se pierde o porque se vende o porque se arrebata, o porque las abuelas se mueren y toda la gente que podría ocupar el espacio—la casi decena de hijos, la casi cuarentena de primos, los casi cien hijos de hijos de hijos que algún derecho deberían tener—prefiere evitar reclamarla porque tomar posesión de una de sus habitaciones sería pisotear la posible posesión del otro. Para detener la pérdida, alguno decide comenzar a tramitar la herencia y, para ello, consiguen al único de los cien hijos de hijos de hijos que es abogado para que intente hacer algo al respecto. Ese intenta, pero todo queda en nada ¿porque cuál es el punto? ¿cuál el incentivo? ¿Para qué molestar a las casi doscientas personas, dispersas por una isla que son muchas, que han de ser partícipes del proceso? ¿Para qué ponerse a rebuscar un árbol familiar que sí, tiene las ramas que aguantan el follaje, pero también otras, en las sombras, un poco más infieles, un poco más ilegítimas y que legalmente están involucradas pero que nadie nunca ha mencionado fuera del susurro? Alguien toma la decisión—injusta, claro, porque somos así, triviales—, que es mejor dejar la casa así, allí. Mejor que sea un monumento a la abuela, al recorrido de la familia, al océano de anécdotas que los padres y los tíos no quieren contar y no contarán nunca, y que permanezca intacta en la memoria, aunque realmente vaya acumulando los golpes de los años y del descuido y que se vuelva nada, a la vez que incrementan los resentimientos de la familia, los de aquellos que están, en el presente, sin residencia propia, que son muchos, pero que, en tanto la vivienda es propiedad, tienen el mismo derecho que otros en su misma condición, y no hay casa para tanta gente.
Sergio Gutiérrez Negrón (Caguas, 1986) ha publicado varias novelas y un libro de cuentos. En el 2017, fue seleccionado por el Hay Festival como parte de Bogotá39, un listado de 39 escritores prometedores del continente menores de 39. Dos años antes, en el 2015, fue reconocido por el Festival de la Palabra de Puerto Rico con el Premio Nuevas Voces, un premio otorgado a autores puertorriqueños jóvenes. Actualiza un blog esporádicamente y Los días hábiles (Destino, México 2020) es su más reciente novela.
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