Ignacio Padilla. Arte y olvido del terremoto. Oaxaca: Almadía, 2010.
Eco a la pregunta del siglo XX, ¿cómo recordar/representar la catástrofe?, Ignacio Padilla, en Arte y olvido del terremoto, cuestiona el por qué de la ausencia de una reacción artística a los terremotos del ‘85, el por qué de la estrepitosa amnesia social que rodea un evento tan estridente para la historia mexicana del último cuarto de siglo. Cavila: “¿Puede ser que en realidad eludimos el terremoto porque el presente surgido de él no acaba de satisfacernos?”, “¿Negamos los sismos porque los vinculamos con esta penosa actualidad social?”
Esta ausencia/amnesia del arte mexicano, dice Padilla, dificulta el olvido responsable del evento. Todo esto partiendo de la premisa de que los hechos determinantes de una cultura siempre dejan rastros en su arte. Por lo tanto, la ausencia evidente de éstos es, en sí, la huella más burda, y representa el enquistamiento traumático de la memoria del hecho. Resulta que la preocupación de Padilla es una de índole ética. Es la ausencia de artes del desastre (entiéndase, artes que lo representen en todo su dolor) culpable por la amnesia cívica alrededor de los terremotos. O sea, debido a este vacío existe el silenciamiento histriónico de las insuficiencias del Estado, su consecuente evasión y apropiación durante aquél fatídico septiembre y sus postrimerías.
Mi renuencia ante este enunciado fue inmediata: y qué de No sin nosotros: los días del terremoto, 1985-2005 de Carlos Monsiváis o Nada, nadie: las voces del temblor de Elena Poniatowska, por mencionar algunos ejemplos literarios; y qué de los cientos de fotografías que repercutieron en los medios internacionales, o las exposiciones que han aparecido, aquí y allí, por las sinuosidades del D.F a través de las pasadas décadas.
Sucede que Padilla no está hablando de eso que él llama las “artes mediáticas”, no está hablando de las artes testimoniales, no de la crónica, no de la columna, no del análisis, ni de la nota periodística. Tampoco está hablando de la autobiografía, per se; ni de la anécdota. Todas estas resultan insuficientes para la labor del olvido. Es el otro arte, el arte ilustrador, el arte “artificial”, el arte “estético”, el que puede y debe inmiscuirse en el dolor, el que puede sobrellevar la amnesia, entrar a la experiencia vicaria, acceder a la memoria, la post-memoria, la reflexión, y, finalmente, dar con el olvido.
Las artes mediáticas están atadas al acto del reportaje, a informar y denunciar lo ocurrido con la mayor prontitud. De modo que son entendidas como reproducción, registro, y por ello, incapaz de la comprensión de la catástrofe. Dice al respecto de la crónica de Monsiváis: “lo que vale de la crónica monsivaisiana es la implicación analítica y estética del autor en primera persona, la presencia en el desastre de una subjetividad sensible e inteligente que se muestra capaz de dar sentido a los acontecimientos pasados a fin de entender también el presente y de proyectarlo hacia un futuro donde la experiencia como maduración se imponga a la catástrofe como trauma”. El conflicto del arte testimonial yace en su seno, en el debate interno entre el testigo y el creador, “el hombre que entonces acudió a un llamado de índole moral con el que luego será tasado éticamente [….] El yo que experimenta lo sublime lidia en el aire con el periodista que cree en la consistencia de la realidad fielmente—pero solamente—representada.”
A diferencia de éstas, para el autor, las artes del desastre (que se hacen sinónimo de las artes del olvido) generan una distancia, y motivan una implicación mediada que permite acceder al dolor compartido, un tipo de posicionamiento en un mapa simultáneo que cataliza una reflexión. Este arte, en tanto a que está deslindado del objeto que lo inspiró se ofrece como objeto sacrificable ante la persona que busca olvidar. Cito extensamente: “Integrada al tiempo mítico de la ficción, la experiencia del dolor se hace presente. Es verdad que no hay testimonio sin experiencia, pero el arte que transforma y proyecta al testimonio permite que la experiencia sea vivida por el no testigo, que es el protagonista del ejercicio de la postmemoria. El lenguaje del arte redime la colectividad de la inmediatez del acontecimiento y lo vuelve en verdad comunicable, es decir, común por encima de las barreras del tiempo y del espacio. Reescrito en una temporalidad nueva…un tiempo ampliado que privilegia lo subjetivo sobre lo objetivo, el desastre vuelve a ser enunciable, confrontable, dirigible. Cuando se han terminado los testigos directos del dolor, el arte permite que las generaciones siguientes puedan también experimentarlo, quizá con mayor realismo y lucidez, pues lo experimentan a su salvo. Al ser narrado o reinterpretado en el arte, el enmudecimiento que habría generado una experiencia dolorosa colectiva se vacía en una locuacidad coherente e interactiva.”
Este arte, en cuanto a que posibilita una contemplación misma del desastre, ofrece un punto de seguridad y claridad. Le ofrece al espectador un espacio alejado del pánico y de la simple superviviencia, dándole la oportunidad de contemplar el desastre desde aquí cuestionar lo que siente. Al no ser testigo, el espectador de este arte se transforma en autor postexperiencial de la devastación, lo percibe en su descarnada universalidad, deslindado de la condición del testigo o víctima del terremoto, que sólo alcanza a percibir el dolor en forma personal y presentánea.
En el tercer cuarto del ensayo, Padilla parte a analizar la obra plástica post-sísmica de algunos artistas que no simplemente registraron la catástrofe, sino que, partiendo de ésta, produjeron un verdadero arte del desastre. Entre ellos la obra de Gabriel Orozco, y Mauricio Maillé. No obstante, más que detenerse en un análisis cuidadoso de piezas específicas, recurre a la insistencia de que lo que choca es la ausencia del impacto de éstas y de una mayor representación del evento. De modo que la exégesis sobre las piezas escogidas es minimizada para recurrir a la queja, o a la construcción de un muñeco de paja que bien puede o no estar acertado, después de todo me parece imposible comenzar a abarcar toda la obra producida como consecuencia de un evento. Las obras aquí citadas son productos de galerías establecidas, al igual que de publicaciones mainstream, aunque supongo que es la única forma de acercamiento a la inquietud catalizante, a veintiséis años de la catástrofe. En lo que me parece es la inquietud que cierra el trabajo, Padilla escribe: “La pregunta en este orden no es si el terremoto fue importante para las artes sino en qué medidas las obras que nacieron de su impacto bastarán algún día para que sus espectadores, no así sus creadores, podamos al fin renunciar a la generalizada amnesia del desastre para encarar, asistidos por el arte más que por los meros registros documentales, un auténtico proceso del olvido”.
Si bien se emplearon ciento y pico de páginas en establecer las reglas del juego, al cierre del ensayo parece como si diese la hora del toque de queda y tocase abandonar el tablero justo cuando es nuestro turno de mover la ficha. Esto dicho, hay algo que resuena en las páginas de Arte y olvido. En lo más hondo de este ensayo existe una creencia (¿querencia?) admirable en la potencialidad del arte. Padilla cree, o insiste en creer, que el registro mediático no puede bastar, que el arte debe cumplir un propósito, que debe ser necesario para poder contemplar aquellos eventos que ponen nuestra humanidad en juego; que en un mundo-sin-arte no habría forma de mediar la experiencia, de alcanzar una articulación de lo sensible, lo intemporal, lo inobservable, aquello que construye un insoslayable puente entre nuestro presente y el pasado-futuro. Este desfachatado ideal es, para mí, la fuerza centrípeta que carga el escrito, a pesar de sus múltiples faltas, y que lo dota de cierta energía que apela e interesa. Desfachatado ideal del cual yo también insisto en agarrarme.
Sergio C. Gutiérrez Negrón (Puerto Rico, 1986). Estudiante doctoral de la universidad de Emory (Atlanta), donde investiga las relaciones de ética y espacio en la literatura mexicana contemporánea. Es columnista para la sección Buscapié de El Nuevo Día y recientemente publicó Palacio: novela corta (Libros AC, 2011). Mantiene el blog La mueca periférica (http://www.sergiocarlos.net).
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