Yuri Herrera. Señales que precederán al fin del mundo, México: Editorial Periférica, 2009
Yuri Herrera. Trabajos del reino. México: Editorial Periférica, 2004 y 2008.
La línea
Yuri Herrera ha conseguido algo distinto con dos novelas. Algo distinto, profundamente original y que se ofrece con rasgos fantasmagóricos, con una indefinición nueva y seductora. Eso porque ha inaugurado un territorio propio: aquel en el que campea el fantasma de la desolación en medio de la matanza del norte mexicano. Y si no lo ha inaugurado –porque es verdad que ese es hace años un terreno ampliamente visitado por multitud de autores– por lo menos se ha adueñado de él con la cadencia de una escritura terriblemente violenta, difusa pero esclarecedora. Una escritura que se condensa, tras una primera instancia de vuelo poético, en una sola figura: la línea.
Leo a Yuri Herrera (1970) y no sé qué hacer con lo que tengo al frente. Dos libros. Dos novelas. Trabajos del reino (2004 – 2008, Editorial Periférica) y Señales que precederán al fin del mundo (2009, Editorial Periférica). La primera narra el derrotero de un cantor de narcocorridos en el norte de México, esa zona que conocemos tanto porque sobre ella nos llegan noticias todos los días: asesinaron a diez, asesinaron a quince, descubrieron una fosa común con 36, descubrieron un saco lleno de cabezas… Ese es el terreno en el que se mueve el Artista, el cantor que se apega al Rey, un capo del narcotráfico, para llegar verdaderamente a conocer el placer y el poder, y, por ese medio, el arte. O viceversa. La segunda novela, de la que han dicho que es “un texto especialmente hermoso”, narra de forma más radicalmente extraña, menos delineada, más engañosa, el caminar de Makina, una chica de pueblo mexicano fronterizo –otro de esos que en la línea abundan en sol y arideces– que cruza el límite entre naciones para buscar a un hermano perdido. Pero esta historia, como sucede con todas las historias, es sólo la máscara de un registro más profundo: el cuento de Makina ilustra una leyenda mucho más antigua y más vasta, la leyenda azteca de la peregrinación y el descenso a Mictlán, el inframundo precolombino donde habitan los señores de la muerte, y a donde se llega sólo después de haber traspuesto los nueve niveles de mitos que –el azar sí existe– espejan otros famosos nueve círculos, en una tradición muy otra. Mictlán es el fin, el lugar sin orificios para el humo, y allá es a donde se dirige Makina. A pesar de todo.
En Trabajos del reino la frontera se vive con la carne. En Señales que precederán al fin del mundo, se la vive con el fantasma. Aunque ese fantasma, por otra parte, es tan real que asusta. O lo hace pero de forma ambigua. Con estos dos libros, Herrera ha hecho mucho más que proponer un régimen estético de enorme poderío situado geográficamente en un ambiente malsano, y mucho más que apuntar críticamente a la actual problemática de la frontera entre México y Estados Unidos, que es la problemática de una violencia absolutamente deshumanizante, la de un tráfico de drogas descomunal, y la de un tráfico de lenguas, costumbres y culturas de igual magnitud. Tras experimentar, desde la seguridad que nos proporcionan las fronteras y la distancia geográfica, casi dos décadas de violencia en la frontera México–Estados Unidos, nuestra idea de ella, como latinoamericanos, está indivisiblemente ligada a nuestra idea del horror. La línea, el límite, se ha vuelto sinónimo de pesadilla. No hay mejores escritores que esos que nos meten miedo de un concepto, de una abstracción.
Con Herrera, con su palabra, la frontera entre el arte y el poder se hace visible ante nuestros ojos por medio del lenguaje: el cantante que dialoga entrecortadamente con el poderoso jefe narco, la migrante enardecida por la palabra materna que se choca de bruces contra la violencia de las armas, los mitos aztecas tradicionales que son encarnados en forma de agentes patrulleros fronterizos estadounidenses… Las dos novelas de Herrera muestran a todas luces que, hoy, la frontera es tanto una metáfora como un hecho concreto, es la violencia que nos llega a través de los noticieros y la violencia que se nos figura monstruosa, desconocida y descomunal, porque, a caballo entre dos territorios, dos lenguas, dos culturas, es la concreción de un imposible: las fuertes ganas de atravesar una línea y la resistencia, igualmente ardiente, de la línea por no ser atravesada. Entre esos dos movimientos, lo único que puede haber es conflicto.
Esto no es exclusivo de la frontera entre México y Estados Unidos. Todas, una vez extrapolada la figura, podrían verse bajo la misma luz. No sólo las geográficas. Vivimos en un mundo cada vez más detalladamente delimitado, en el que el territorio, la visión y la imaginación individuales han dejado hace mucho de ser colectivas. El proceso mediante el que hemos pasado del grupo al individuo, así, parece no tener vuelta. Para volver atrás, para recuperar algo que nos era común y que hace mucho hemos olvidado, sería necesario atravesar una línea amurallada. La frontera tras la que ya no somos bienvenidos.
Sebastián Antezana (México-Bolivia, 1982) nació en el D.F. pero se trasladó muy temprano a La Paz. Es Licenciado en Literatura latinoamericana por la Universidad Mayor de San Andrés (Bolivia) y Maestro en Literatura inglesa por la Universidad de Leeds (Reino Unido). En agosto comienza un doctorado en Lenguas Romance en la Universidad de Cornell (Estados Unidos). Fue editor del suplemento literario Fondo Negro del periódico La Prensa y actualmente es columnista del periódico digital Oxígeno. Su obra ha sido recopilada en antologías como Conductas erráticas (Aguilar, 2009), y es autor de las novelas La toma del manuscrito (Alfaguara, 2008; X Premio Nacional de Novela de Bolivia) y El amor según (El Cuervo, 2011 – 2012).
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