Luis Moreno reseña a Silvia Nanclares (España)

Silvia Nanclares. El Sur. Instrucciones de uso. España: Autoediciones Bucólicas 2011

I

Hace mucho tiempo que estaba esperando leer este libro, que alguien lo escribiera. Lo leí del tirón, en un autobús, levantando los brazos en explosiones de alegría como quién celebra los goles de su equipo. Nuestro equipo: “Todos fuimos adiestrados para servir y ser servidos por el capital. Para perpetrar convenientemente el fin de la Historia”. Cuando alguien dice eso, incurable optimista, pienso que sólo el decirlo es ya una forma de… Un momento, ¿de qué estamos hablando exactamente?

NanclaresHablo de inmensos descampados urbanizados sin tregua durante lustros y décadas. Hablo de colegios de ladrillo visto levantados en mitad de la nada. Hablo de parques artificiales, de plazas duras y sin sombra, de mercados sin tradición, de hileras de bares asignados por portal casi en proporción 1 a 1.

Hablo de ascensores-ataúd, de barandillas sin dibujos, de cuartos colectivos para bicicletas, de horizontes dibujados por repetidores de alta frecuencia.”

Hablamos, creo, de nuestra infancia, de nuestras ciudades, de nuestra burbuja de modernidad a toda costa, de nuestra educación de película americana doblada al español. Más concretamente, de nuestro horizonte de lo posible:

“Deberíamos mover dinero, generarlo para luego gastarlo para después volverlo a obtener. Esa era nuestra misión, bien sencilla”. Ahora en España, después del estallido de la burbuja y con un desempleo juvenil del 50%, se oye mucho la frase: “yo siempre he hecho lo que me han dicho que tenía que hacer, y ahora…”.

Estudiar, aprobar, tener curiosidad, ser creativa, hablar idiomas, divertirte, tener personalidad, viajar, enamorarte, ser feliz.

¿Por qué todas esas cosas deberían ser una burbuja? ¿Qué nos ha pasado?

Nos han enseñado a hacer las cosas con y por dinero. Pareció razonable en aquel momento, la única opción “realista”. Sobre nuestras capacidades de hacer, sobre nuestros talentos y nuestros afectos, sobre nuestra simpatía y nuestro ingenio, sobre nuestras ganas de vivir se cierne desde entonces un parasito. Es una maldición que hace que todo lo que tocamos se convierta en oro. En plata. Y el problema que tiene la plata es que nunca hay suficiente para todos, nunca es sostenible. Nos ha dado muchas cosas, y de ella somos hijos. Pero la plata nunca da sin a la vez quitar. Da a unos porque quita a otros, te da ahora para quitarte luego, quita ahora con la promesa de dar en un futuro que nunca llega. “Vendiendo pánico puerta por puerta con una mano, prosperidad y opulencia con la otra”.

Es como si cuanto más viviéramos y más ganas de vivir tuviéramos, más nuestra vida y nuestras ganas de vivir se convirtieran en (no)dinero para nosotros y para otros: deudas, plazos, deberes, preparación infinita, competición, culpa, angustia, pánico, humillación, ventas necesarias, desigualdad. Le debemos nuestra vida al capital, desde que el capital descubrió que se hace más plata vendiendo deseos y formas de vida que coches o lavadoras.

II

“Yo tengo talento para la escritura, pero el talento sin trabajo sólo me llevará a la repetición de cuatro piruetas que nunca me ha costado hacer, que se me dan bien. Sin trabajo no pasaré la barrera de la pirueta”.

Pero entonces, ¿cómo trabajar el lenguaje –la vida- sin que ese trabajo se convierta en otra forma más de generar dinero-deuda-escasez? Me parece que El Sur. Instrucciones de uso, de Silvia Nanclares es un repertorio de tácticas para hacerlo, por eso me gusta.

Y es que, ¡no seamos tan dramáticos!, por cada ficción capaz de construir un ataque de pánico-deuda, hay otras tantas capaces de oponer la abundancia infinita del lenguaje y del sentido. A veces basta con escribir:

“La luz del sur. El buen calor. La cerveza”

Trabajar sin trabajo. La abundancia. ¡Cuidado! No hay aquí una oda a la pereza, a la dejadez, a la contemplación ni a la evasión. Es un trabajo enorme el que hay que hacer para poder escribir con un lenguaje que tiene la maldición del (no)Rey Midas, para tener las agallas de meterte las palabras en la boca con parásitos y todo. Las palabras están marcadas, tienen marca. A veces marca registrada. El libro de Silvia Nanclares está publicado con una licencia Creative Commons que permite el uso comercial de la obra y de las posibles derivadas, siempre y cuando se distribuyan con esa misma licencia. Eso es muy importante, es crucial, pero no asegura que las palabras se libren de otros copyrights invisibles que les impone la inmensa máquina de producir escasez en la que vivimos.

Entonces, intentar que nuestras ficciones no sean privatizadas ni legal ni cotidianamente. Recorrer, lo primero, las marcas. Señalar que a veces nuestras vidas parecen “una serie de canal autonómico”, nuestros pensamientos “líneas de telefilm de sobremesa doblado” o “escenas escritas por el guionista principiante”. Reconocer que inevitablemente todos pertenecemos a “bandos léxicos”, a veces sutiles, pero que en todo caso, “las palabras también separan a la gente. Algunos son incapaces de decir adorable, infinitamente o pasote. Otros nunca dirían delicado, dejà-vu o hastalueguito”. Estar también al tanto de quienes llegan tirándonos a la cara términos como “Fideicomisario. Últimas disposiciones”. “Molestias. Ocasionadas”. Recordar que nuestros abuelos ya nos pedían cuando éramos pequeños “-curiosa demanda”- que les dijésemos algo en inglés”, por que el inglés era “la lengua de la Ahistoria”. Ellos precisamente, que “sin duda tenían buenas historias en los bolsillos. Historias de días enteros sin televisión, por ejemplo. Sin radio. Sin autopistas. Sin comida, también”. Mirar a nuestro alrededor y, en definitiva, habitar la plaga de arquetipos disponibles para nuestro uso creativo, eternamente juvenil y emprendedor: muebles de Ikea, pluriempleos precarios, Gran Hermano, pasiones Almodovarianas, apartamentos prestados, y toda una serie de adjetivos que configuran una vida “terriblemente trendy”.

Advertir en todo caso que, si nos gusta escribir, un “ventanal” no tiene porque ser siempre un “gran ventanal”, “que parece que no puede haber ventanal sin ser gran”. No hacerse, sin embargo, muchas ilusiones sobre una posible originalidad, o sobre un lenguaje “otro”:

“Como en una serie mala, los esquemas de los equívocos y los desenlaces acaban pareciéndose. Demasiado previsible. La estructura parece repetirse con la lógica implacable que dispensara un software barato de comedias de situación, llamado Plots. O algo así.”

¿Qué nos ha pasado? ¿Por qué nuestras vidas parecen a veces un bluf tan grande como la burbuja inmobiliaria española, como el Guggenheim de Bilbao, como el AVE, como la SGAE, como la “Marca España”, como las risas enlatadas de una sitcom?

Ante esas marcas, no intentar ser original. Innovar es lo que hemos hecho siempre; nuestras innovaciones sirven para añadirle nuevas líneas al software Plots, para darle más complejidad y que se venda mejor. Entonces: no huir de los lugares comunes, habitarlos en su incomodidad, porque son lo único que tenemos. El capitalismo es lo que somos, el capitalismo nos ha dado (y quitado) lenguaje, sanidad, educación, comida, deseos. Nos ha hecho. Renunciar a la fantasía de la autenticidad, del origen, del afuera del capitalismo y de sus lenguajes-marca.

III

Ahora bien: igual que no hay un afuera, tampoco hay un adentro puro.

No, no es cinismo decir que hay cosas en nuestras vidas que NO se las debemos al capital. No lo era en los tiempos de la burbuja, y mucho menos ahora, cuando el capital ha fallado a una clase media que creyó en él. “Yo no debo nada a Dios ni al gobierno, por haber nacido por el coño de mi madre”, cantaba el grupo punk La Polla Records en los 80. Pero ¿y a las madres, tampoco les debemos nada? Hablemos, como hace Silvia Nanclares, de las madres.

Hablemos de cosas de las que, quizás, no se habla tanto. Porque no todas las palabras ni los lenguajes son tan fácilmente convertibles en deuda de esa que se paga en plata, de esa que sirve para producir más capital. Hablemos del dolor que implica traer a alguien al mundo: “Hasta las parturientas obviaban el dolor en sus relatos del puerperio. Los rastros de suciedad, espasmos y transformación en monstruo que las madres sufrían en toda sala de partos”. ¿Cómo hacemos de eso una marca, eh? Y no es que no se pueda hacer (hay toda una industria alrededor de la maternidad, por supuesto), pero la cuestión es que, de una forma u otra, siempre podremos contar con la brutalidad del nacimiento, el amor y la muerte para volver a las cosas que no dejan instrumentalizar tan fácilmente.

Por eso, en realidad, los cuentos de Silvia Nanclares son muy poco originales. Amores, dependencias, huidas, fracasos, aciertos, peligros, cuidados. Quizás lo mejor que puedo decir de este libro, lo que más admiro, es que consigue devolver el sentido a frases tan poco originales como la siguiente: “En un descuido, me han robado el corazón”. En frases así el lenguaje está completamente vulnerable, susceptible de recibir todas las críticas, todas las mofas, las acusaciones, los malentendidos, los paternalismos, los desprecios.

Construir narrativas que puedan todavía dar cuenta de nuestra vulnerabilidad y de las deudas que tenemos unas con otras, esas deudas que no se pagan con plata. Porque tanto si nos contamos como generación “terriblemente trendy” o “terriblemente precaria”, en cualquier caso vamos a tener que contar de una forma u otra lo que importa, sobre todo ahora que cada vez nos resulta más difícil creen en las marcas y en las burbujas. La narradora del cuento “Mediana” sufre un accidente de coche con su padre. Tirados junto a una carretera comarcal, a penas se pueden mover y morirán si no consiguen pedir ayuda. “El padre se me dormía y eso no podía ser, pero a mí aquel sol me estaba quitando las dos barritas de fuerza que mi personaje ostentaba en esta pantalla tan tonta de la que, de momento, no podíamos salir. Sal de tu propio accidente. No te insoles, obvia el dolor inhumano, salva al papá, no te regodees en las imágenes y la certeza de la impotencia, no seas débil. Haz algo, no me jodas. Me soplaba mi mente con voz de actor de doblaje español, especializado en doblar a jóvenes negros del Bronx.

-Joder, joder. Mierda”.

En la hora de la verdad, cuando no está el dinero para salvarnos, tenemos que salvarnos los unos a los otros, y tenemos que hacerlo con lo que tenemos a mano. Con nuestra educación de telefilme doblado, con nuestros clichés de pronto invadidos y contagiados por la precariedad. No hay un afuera, pero está el Sur, ese otro cliché. Donde las primaveras son un poco más eternas y la gente todavía tiene tiempo para contar historias. No es una utopía, es “la grieta, la famosa grieta por la que mirar otros mundos, o el mismo mundo pero de otra manera”. El mismo mundo, los mismos clichés, pero un poco más al Sur.

Una frase de Valèry que le gusta citar a Piglia: “no hay poder capaz de fundar el orden por la sola represión de los cuerpos por los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias.» El orden del capital es el más sofisticado porque es el más desordenado; el más capaz de reclutar cualquier innovación para sus fuerzas ficticias, de cambiarlo todo para que todo siga igual.

Pero ¿y si buscamos lo similar para que todo cambie? El año en que apareció este libro, 2011, será recordado por las plazas que en Madrid, Atenas, El Cairo, Nueva York y otros muchos lugares se llenaron de gente en busca de algo común. En este libro de Silvia Nanclares encuentro fuerzas ficticias para ese posible orden común. Sin ellas nuestros cuerpos nunca cambiarán sus formas de vida.

Gracias, Silvia, por tus historias del Sur.

“Los dueños del bar de abajo son dos cuñados exactamente iguales.

La historia no escrita del barrio dice que por eso se hicieron cuñados, por su parecido físico extraordinario. Si alguna vez te cruzaras con alguien llamativamente parecido a ti, no creo que fuera posible quedar indiferente. Si además resulta que te conviertes en amigo suyo, la novedad adquiere dimensiones importantes. Si tú y tu doble os enamoráis de dos hermanas, tu vida cobrará definitivamente un sentido.

El orden, que es la primera y la más eficaz de las ficciones, se instalará en tu vida. Podrás tomar distancia y ponerte en lugar de otro –encarnando la jugada de buscar ‘lo común’ y ‘lo parecido’, que es lo que más textura moral da al género humano- con más facilidad que aquel que jamás vio su sombra en otro replicante, ni siquiera en sus hermanos, por no tenerlos o por pertenecer a esa clase de hermanos embarazosamente antagónicos.

Los cuñados de mi bar son por tanto un canto a la humanidad, un sosiego, un modelo en el que echar amarras: son partidarios de lo similar, por lo tanto, de lo más dispar a la luz de su propia cercanía. La igualdad, segunda gran ficción necesaria: hija por lo demás del orden.

El orden requiere que dos cosas sucesivas o similares que guardan un patrón rítmico, cualquiera que sea este, se repitan formando una serie. Ya sea una hilera de casas o dos cuñados muy, muy parecidos. Donde hay similitud –simulación de igualdad- hay orden. Donde hay orden puede haber virtud”.

Luis Moreno Caballud (Barcelona, 1976) es profesor de literatura y cultura contemporánea española en Upenn (Philadelphia). Investiga sobre las transformaciones culturales producidas por la implantación del capitalismo durante la dictadura de Franco y la democracia en España. Publicó una novela y varios cuentos.

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