Samantha Schweblin. Pájaros en la boca y otros cuentos. Penguin Random House. Barcelona. 2019.
«No puedo pensar en nada más. No puedo entender cómo en un mundo en el que ocurren cosas que todavía me parecen maravillosas –como alquilar un coche en un país y devolverlo en otro, descongelar del freezer un pescado fresco que murió hace treinta días, o pagar las cuentas sin moverse de casa– no pueda solucionarse un asunto tan trivial como un pequeño cambio en la organización de los hechos. Es que simplemente no me resigno.» (20)
Este es un fragmento de la antología de relatos Pájaros en la boca y otros cuentos. La reciente reimpresión de 2019 toma cuentos de anteriores publicaciones, como El núcleo del disturbio (2002) o su homónimo de 2009 para ofrecer y ampliar una visión panorámica de su proyecto narrativo, en el cual Schweblin nos interroga con la conjunción de dos genealogías narrativas: la fantástica y la feminista. Ahora bien, en estas conexiones conviene distinguir un aspecto y un propósito: el aspecto, es que la autora solo deja ver pequeños destellos de historias reducidas al mínimo, en las que de su estructura desaparecen los elementos más básicos; el propósito, es acercarnos a una violencia demasiado familiar, de forma que nos atrae y nos horroriza en el descubrimiento de que no solo nos es conocida en sus manifestaciones sobre el género femenino, sino también, atractiva en cuanto que nos obliga a seguir leyendo.
Como Carlos Fonseca afirmaba en este colectivo hace unos años sobre la versión de 2010 de esta antología, «Schweblin se limita a esbozar las frágiles siluetas de las epifanías mínimas…». Esas pequeñas epifanías se producen precisamente aquí, en lo pequeño del cuento, en sus detalles desestabilizadores. Y aquí se encuentra el valor de un género que, aún hoy en día, está tan cuestionado. Se confunde la “pequeña” narrativa con una suerte de “pequeño” valor. Sin embargo, son estos momentos de gran precisión los que desencadenan preguntas que nos acompañan mucho más allá del punto final, incluso del cierre del libro. Schweblin practica la famosa técnica del iceberg de Ernest Hemingway, quien borraba la mayor parte del relato para que fueran los lectores los encargados de reconstruir la historia al completo. En muchos de sus relatos no importan los nombres de los personajes, ni la identidad de los narradores, ni el espacio, ni el tiempo. Los pilares narrativos son los que se difuminan u omiten. Un ejemplo: en «En la estepa», nunca se resuelve la pregunta más importante, el qué. Insinuaciones sobre la fertilidad, sobre la belleza de algo que se ha buscado durante largo tiempo y cómplices conversaciones femeninas juegan con los predecibles prejuicios del lector, que podrían engañarlo para pensar que hablan de maternidad, cuando en realidad estas mujeres son cómplices de la caza furtiva de un ser que no se revela. El centro del relato queda oculto, y de ahí que la estructura, que gira en torno a vacíos cuidadosamente escogidos, enganche hasta el último punto de cada uno de los cuentos. Quizá “enganchar” es un término aplicable a objetos susceptibles de agresivas campañas de marketing, pero en el caso de Schweblin, este enganchar queda desplazado por el aspecto clave que antes destacábamos: la intuición, la “epifanía”, el pálpito que subyace en cada una de las historias. Es este presentimiento de que algo terrible va a desvelarse el que nos mantiene pendientes de los giros de cada una, que en muchas ocasiones me han encontrado buscando el morbo en ellas. Quizá el aspecto más terrorífico se encuentre en el reto que Schweblin nos lanza: sabemos, lectura tras lectura, que sus relatos tienen algo de inquietante; en muchas ocasiones, es brutalidad lo que se sobreexpone, como en «Cabezas contra el asfalto». Y, sin embargo, aguantamos hasta el final, o por mejor decir, nos atrae y nos regodeamos en su lectura hasta el final. ¿Será que nuestras fantasías son tan terribles como las de estas ficciones?
Puede que mis lecturas sobre feminismo y las noticias recientes más abominables en cuanto feminicidios, violencias machistas y vicaria y acoso a activistas, empañen los espacios en blanco que Schweblin ofrece, pero percibo una serie de relatos que tratan del compadreo masculino que encubre y encumbra la violencia patriarcal. Aquí encontramos «La pesada valija de Benavides», en la que una maleta con los restos de la mujer asesinada por su marido es expuesto y ovacionado por la crítica artística, en parte por la inevitable impresión que causa en un público que, en un mundo homogéneo y yerto, solo es capaz de sentir fuertes emociones ante el espectáculo de sangre y el olor repugnante que se desprende de la obra. Podemos ver los ecos de un personaje como Carlos Wieder, el piloto y mejor poeta vanguardista de Bolaño en Estrella distante. Otros relatos recogen figuras femeninas completamente estáticas, imperceptibles, incluso monstruizadas, como es el caso de «Irman», «Pájaros en la boca» o «Papá Noel duerme en casa». ¿Cómo reaccionan los hombres cuando ellas se vuelven inactivas, cuando sus tareas invisibilizadas no se desempeñan? ¿Cómo reaccionan padres, parejas, hijos e hijas, para suplantar el papel fundamental de cuidados que se descubre vital?
Esta parálisis se extiende a todo tipo de figuras misteriosas, incluso animales (como en «Matar a un perro»), que en cuanto retoman su agencialidad producen un desequilibrio en ese estatus de poder sobre el que los personajes paralizantes han construido su modus operandi. Si tiemblan las bases de esa pirámide social, es lógico pensar que todo el sistema se tambaleará, ¿cierto? Es curioso lo que Schweblin perfila: un breve gesto, una advertencia desoída en boca de un borracho, un gesto de dolor reconocible en otra persona… Todos tienen el poder de cambiar el curso de la historia. Pero los personajes descartan con demasiada facilidad esas pequeñas epifanías.
Por otro lado, es necesario llamar la atención sobre la genealogía fantástica y surrealista de otros tantos cuentos, muy ligados a esta idea de parálisis o congelamiento. Muy al estilo de Rulfo (un escritor que ella admira, y cuyo premio recibió en 2012), un elevado porcentaje de relatos juegan con lo mágico y lo terrorífico, presentando pueblos que, al modo de Comala como boca del infierno, albergan una población fantasmal: se comportan como un espejismo que hace preguntarse al narrador por la posibilidad de que lo que acaba de vivir o escuchar sea real, como en «Bajo tierra» o «La furia de las pestes». En «Agujeros negros», o «Hacia la alegre civilización», aparecen bucles que juegan con laberintos temporales, y es en la repetición y en la pérdida de conciencia sobre qué es real y qué no donde se produce lo siniestro, aplicando al pie de la letra ese célebre ensayo de Freud. No obstante, el hecho de que estos experimentos de ciencia ficción puedan yuxtaponerse a cuestiones de género, tales como la familia o la infancia es relevante. Con respecto a la infancia, «La medida de las cosas» parece dialogar con un inquietante cuento de Ray Bradbury, «El parque de juegos». En ambos, una persona adulta se transforma en un niño. Si bien en el cuento de Bradbury, el señor Tom Marshall se ha transformado en su hijo para evitarle todos los malos tragos y daños de la niñez, en el de Schweblin, el adulto Enrique Duvel progresivamente va volviendo a la mentalidad de niño, atrapado por los abusos de su madre: «Mirta me contó con preocupación que una tarde en que lo estaba mirando jugar con un chico, Enrique se aferró de pronto a un superhéroe miniatura y se negó a compartirlo.» (126) Poco a poco, al cruzarme con figuras de niños macabros y espectrales, me percato de que hay tropos demasiado integrados en mí (la infancia como paraíso perdido), fácilmente revocables gracias a historias como estas. Schweblin va desmontando toda esa sarta de mentiras que han sostenido el sistema moderno, y se han ido reproduciendo con la para nada ingenua latencia de los leit motivs.
La cúspide de la conjunción de las genealogías fantástica y feminista, se produce en el relato «Mujeres desesperadas», donde una serie de mujeres abandonadas por sus maridos en el mismo punto, en mitad de un bosque, deambulan como fantasmas en pena, una pena que una mujer se niega a asumir: «Lloran. ¡Sí, lloran! ¡Lloran toda la maldita noche!… ¿No me ves la cara? ¿Cuándo dormimos? ¡Nunca! Lo único que hacemos es oírlas todas las malditas noches. Y no lo vamos a soportar más, ¿se entiende?» (47) Este hartazgo ante el victimismo en el que parecen estar recluidas culmina en el cambio de un patrón que se repite, cuando un grupo de mujeres se organiza para salvar a una nueva abandonada… Pero si a toda acción corresponde una reacción, y como decía Verónica Gago, el enemigo responde de forma aplastante y desproporcionalmente violenta, el cuento no termina en absoluto en la esperanza de un éxito para estas sombras femeninas…
¿Qué aportan los dos relatos nuevos y finales, «Olingiris» y «Un gran esfuerzo»? En realidad, no hay un quiebre inesperado con los núcleos temáticos anteriores, ni un giro final impresionante. El penúltimo es quizá novedoso en cuanto a su estructura, con dos historias que vienen a entrecruzarse y coincidir en la misma, una unión que viene del reconocimiento de sentimientos parecidos en personas que no se conocen de nada; el último, sí trae algo llamativo: esta vez, la opresión de la institución familiar trae a colación el tema de la masculinidad, en la forma en que también ellos están condicionados a comportarse de forma coercitiva, conforme a un rol paterno establecido que es capaz de infundir un daño terrible si no se asume dicho papel de forma libre.
Los cuentos de Samantha Schweblin son un continuo revolver de dinámicas familiares tóxicas, cuestionamientos de la complicidad del lector en cómo va rellenando esos espacios en blanco, pero también, y por qué no reivindicarlo, un espacio lúdico que de tanto en tanto propone un juego de ficción estructural y fantástico. No todo en esta vida va a ser un valle de lágrimas. El cuento es el género perfecto para la concatenación de una serie de cuestiones que son capaces de hacer del lector un ser más suspicaz, y que pasa menos por alto los pequeños detalles que lo rodean. En la atención a esas epifanías mínimas está la posibilidad de romper con los prejuicios con los que rellenamos cada inconclusión, y en el meta-análisis que podemos hacer de nuestras propias lecturas como espectadores sesgados.
Ana Tudela (Madrid, España, 1996) estudió Estudios hispánicos en la Universidad Autónoma de Madrid, y se graduó de su maestría en 2021 en la Universidad de Nebraska-Lincoln. Continuará en esta misma institución con sus estudios doctorales a partir del Fall 2021, donde explorará las intersecciones de la literatura hispanoamericana con las perspectivas de género en una tesis que planea titular La revolución de los monstruos.
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