Pola Oloixarac. Las teorías salvajes. Buenos Aires: Entropía, 2009
A la pequeña Kamtchowsky, uno de los personaj
es principales de Las teorias salvajes de Pola Oloixarac, se le entrega el diario “guerrillero” de su tía Vivi cuando cumple once años. El diario, compuesto de cartas a Mao Tse-Tung (al que Vivi llama “Moo” para “disimular” el nombre), relata los sucesos de la vida de Vivi en la Argentina de los setenta hasta una semana antes de ser secuestrada por los militares. Como todos sus compañeros, Vivi se adscribe a la teoría marxista y pertenece a un grupo militante. Pero Vivi no puede conciliar sus creencias revolucionarias con el hecho de que su pareja, L, parece entender eso de “buscar los lazos de solidaridad” como un llamado a acostarse con todas las militantes. Cuando Vivi se entera de que L anda con una chica tan comprometida que tiene que realizar maniobras de antiseguimento, sospecha que la posición ideológica de su amante se apoye en algo mas que la ideología: “Seguro que él se calienta con lo de tener que hacer maniobras de antiseguimiento”. Vivi quiere que sus ideas políticas se mantenga limpias, inviolables, pero no sabe hacer cuando L le recita un verso de Nicolás Guillén que dice que “hay muchas cosas puras en el mundo/que no son mas que pura mierda.” ¿Es esto lo que Marx quería decir cuando se despotricaba contra la pura teoría? Vivi duda. “Estamos en días jodidos, Moo”, le escribe a Mao, “En lo personal y en lo político.”
Confusión de principios, de deseos y de bases–estos son, según el libro de Oloixarac, los fundamentos de las grandes teorías modernas. No habría gran drama con esta afirmación, si el argumento secreto de esta novela no fuera que la historia argentina es en sí una larga teoría fallida, una mezcla (como el libro mismo) de géneros, historias, y jergas a la que no le falta mas que la lógica. Daniel Link ha clasificado la novela como un “roman philosophique”, pero para mí los excursos antropológico-filosóficos funcionan más bien como claves analógicas para descifrar—o intentar descifrar—el enigma de la “vida secreta” y “las convulsiones internas” del pueblo argentino. Sin duda, la sombra de Facundo acecha tras estas páginas, ya no como figura histórica sino como el engendro malvado de aquel escritor que quiso imponer la civilización y terminó dándole a la teoría latinoamericana su imagen más nítida de la barbarie. Más puntualmente, Oloixarac reflexiona, como mucho de los escritores contemporáneos, sobre la complicada asimilación del pasado nacional para las generaciones que crecieron después de la dictadura militar. Mara, amante y coetánea de Kamtchowsky, hija de una “trotska” y un “monto”, lamenta no “haber nacido en el momento adecuado”, de no haber podido “trabajar por la Justicia y coger por la Patria,” según dictan sus imágenes idealizadas y contradictorias de la vida de sus padres. Pero el otro legado de la generación militante, el menos romántico, es un lenguaje basado en la teoría y el discurso académico que no termina de cuajar con la realidad argentina. En una de las escenas más escalofriantes y cómicas de la novela, la narradora y un ex-guerrillero—que no se diferencia mucho de la pareja de Vivi—son robados en el bosque de Palermo por dos muchachos con navajas. No pasa nada, hasta que la narradora trata de “explicarles” a los muchachos la historia de su compañero ex militante: “Esa persona que tienen enfrente, a la que le han faltado el respeto, prácticamente ha dedicado su juventud y su vida por una causa que incluía salvar a villeros indigentes como ustedes”. Como se puede suponer, los muchachos se enojan y empiezan a pegarle al ex militante. “¿Que absurda pretensión,” se pregunta la narradora, “me llevaba a entrometerme en el derecho natural de un pobre a robarme en el bosque?” El encuentro termina en una violencia tanto real como lingüística: “Los recipientes naturales de la benevolencia revolucionaria seguían pateándolo en el suelo. Yo había pecado de condescencia atávica”. Condescencia atávica y también discurso atávico, pero qué más se espera de una generación que hizo sus ritos de iniciación con los diarios de guerra y ahora programa un videogame que se llama “Dirty War 1975” en que se puede seleccionar a un Che Guevara con o sin cigarro.
La novela termina, borgianamente, con la exhibición de un “dispositivo” digital, un mapa interactivo de Buenos Aires diseñado por los amigos de Kamtchowsky que es algo así como la versión 2008 del Aleph. Aparecen en el mapa no sólo los sitios mas conocidos de Buenos Aires sino también sus eventos reales y ficticios, todos superpuestos, “carente[s] de hilación y jerarquía”. Lo que el mapa demuestra, en su forma monstruosa de representar toda la historia de la ciudad, es precisamente la imposibilidad del gran relato: el dispositvo “parecía reclamara la libertad de una anarquía de relatos, pero al mismo tiempo daba cuenta de un estado de cosas: la carencia de historia como fenómeno estudiable del que se pueden esclarecer causas y efectos, de modo de poder cambiar y mejorar”. No hay manera de teorizar la historia argentina, o dicho de otro modo, la historia argentina no es más que un intento frustrado de buscar una teoría. Lo único que se puede hacer–y efectivamente, es lo que Las teorías salvajes hace–es darse cuenta de cierto “estado de cosas”. La novela contemporánea, como la historia contemporánea, no puede evitar la “anarquía de relatos”, o tal parece decir la teoría anti-teórica, la novela salvaje, de Pola Oloixarac.
Jeff Lawrence (Utah-California-México-Amherst-Montevideo-Princeton, 1983) se resiste a escribir su propia biografía. Es uno de esos gringos raros, con un acento en español tan perfecto como ilocalizable, consumidore incontrolable de literatura, amante del Río de la Plata, y roommate consecutivo de dos puertorriqueños. En mañanas de resaca lo he visto leer a Pynchon, a Borges, a Piglia, a Faulkner, a Henry James, y siempre, siempre, a Bolaño. Escribe una tesis sobre el concepto de experiencia en narradores de las dos américas (entre ellos Walsh, Bolaño, Kerouac y Bukowski) en el departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Princeton.
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