Jeff Lawrence reseña a Gerardo Fernández Fe (Cuba)

Gerardo Fernández Fe. El último día del estornino (notas para una novela). Madrid: Viento Sur Editorial, 2011. 238 páginas

 “Era…una historia que en sí contenía otras historias que se superponían a las anteriores, como cajas que contienen otras cajas más pequeñas y no menos sugestivas, historias que se abrían y se cerraban sin avisar al lector, intentando sorprenderlo.»

FdezFeLa frase—que se encuentra a mitad de El último día del estornino—se refiere a un relato contado por un personaje, el literato incipiente Octavio Forlán, pero también se puede entender como la clave poética de la novela que estamos leyendo.  Las historias sugestivas que se abren y se cierran aquí vienen de muchas fuentes y nos llevan a caminos inesperados y personajes dispares: las peripecias de un ingeniero caraqueño que trabaja para la empresa estatal petrolera, la vida itinerante de un camionero checo, el encuentro de dos estudiantes que se aman en la playa al lado de un ejemplar de Mil mesetas de Deleuze y Guattari, el cual acaso utilizan como apoyo sexual.  Todas esas historias y focalizaciones se rastrean eventualmente a la mente creadora de Luis Mota, quien ha venido a la Biblioteca Pública Central de Caracas a consultar un par de libros sobre ornitología y termina preguntándose sobre las vidas privadas del público lector.  Como el Brausen de La vida breve de Onetti, Mota se especializa en sobreponerse a la mezquindad de sus circunstancias por medio de la creación de historias ajenas.  Sentado en su butacaen el salón de lectura, Mota se pone a imaginar.

Sin embargo, hay una diferencia radical entre los ejercicios mentales de Mota y los delirios onettianos, pues si el prototipo de las novelas del escritor uruguayo es el hombre solitario que visualiza relaciones interpersonales para compensar su soledad, Mota es alguien que piensa, como el narrador anota en un giro feliz, en “plena biblioteca pública”. No es casual que el escenario principal de la novela sea la biblioteca pública, ubicada frente al congreso nacional, ni tampoco que el país del drama principal sea Venezuela, donde la cultura y los libros llegan fuertemente intervenidos por la burocracia estatal.  Para el cubano Fernández Fe, la Venezuela de hoy resulta ser una metonimia crucial a la Cuba castrista. Poco a poco nos damos cuenta de que la compleja mediación entre los pensamientos de Mota, Forlán, y los otros personajes no sólo funcionan a nivel personal sino como símbolo de lo que todos hacen en la sociedad controlada, donde la proyección de la vida íntima del otro se convierte en una rutina diaria.  Advertimos, unas páginas más adelante de la cita sobre las historias encajadas, que la historia que “se superpone a todas las anteriores” es la de una joven cubana, Mariana, que ha salido de la isla por primera y última vez y especula sobre su educación sentimental en La Habana. “Quien ha vivido en ciertos países de atmosferas cerradas carga consigo un reflejo extra que suele dictarle al oído preguntas curiosas.  Y si me paran y me preguntan, ¿qué respuesta daré?, ¿seré coherente?”  La genialidad de Fernández Fe radica en su capacidad de convertir ese “resorte vigilante” en un dispositivo novelístico. La curiosidad ansiosa y la incoherencia forzada son las bases mismas de la narrativa.

En su introducción al libro, Rafael Rojas nota con perspicacia que la novela de Fernández Fe efectúa una vuelta de la metaficción a la realidad histórica cubana a través del tránsito entre la biblioteca y la calle, la cultura letrada y la cultura popular.  Si bien esta operación representa, como afirma Rojas, una apertura para la literatura cubana, también puede ser vista como la inserción de Fernández Fe en una corriente importante de escritores latinoamericanos contemporáneos.  Ricardo Piglia, Roberto Bolaño, y Juan Villoro son algunos de los autores más conocidos que han llevado la poética borgeana del lector voraz al terreno de la historia y de la vida real.  Sus protagonistas (llámense Emilio Renzi, Arturo Belano, o Julio Valdivieso) se definen, como Mota y Forlán, por la búsqueda de alternativas históricas a través del encuentro con relatos marginales y laterales.  Pero si estos autores descubren sus textos y culturas olvidadas en los linderos de las dictaduras derechistas de horizonte neoliberal, en El último día del estornino casi todos los personajes lidian con el fin de la época soviética y los horizontes socialistas que se cierran y se abren después de la caída del muro de Berlín.  Cuando Mariana conoce al caminero checo en su periplo por Europa, cree que él no comparte su paranoia de exiliada cubana, pero más adelante nos enteramos que el camionero también rumia sobre un pasado socialista, el legado de una familia silenciada durante la intervención de Praga por los “tanques hermanos”.  Nos encontramos, pues, frente a los restos de la otra cara del 68, una pugna no por hallar un afuera del mercado sino por buscar cualquier alternativa o desvío al dogmatismo marxista.

Las desgracias que sufren Mariana y Luis Mota—ella en su vagabundaje europeo y él en la Venezuela hiperpolitizada—nos remiten a un posicionamiento que ha marcado mucho la literatura cubana desde la generación de Mariel: el exiliado que no se acomoda ni adentro del socialismo isleño ni afuera en el capitalismo ramplón.  Curiosamente, la parte del libro que menos me convence es el encuentro con la cultura estadounidense.  A diferencia de Bolaño, Puig, Cabrera Infante, y muchos otros escritores latinoamericanos cuyas operaciones sobre la industria cultural norteamericana son incisivas, las múltiples referencias al cine de Hollywood y la música de pop en El último día del estornino quedan en un plano un poco estático.  No creo que esto sea por culpa de Fernández Fe, pues la novela misma nos enseña que todo relato (toda representación) depende de sus mediaciones.  Hay algo en las novelas de Puig sobre las damas californianas que deriva de una incorporación total de los valores de Hollywood que permite ver sus grietas y arrugas, además del glamour de sus soles dorados y cinismo vital.  Luis Mota es un hombre que ansia, sueña, y vive su ambivalencia con las sociedades de izquierda, y cuando reflexiona sobre Lauren Bacall, es como si ella literalmente habitara otro mundo.  Lo cual está más que bien.  En una época en que la llamada “literatura mundial” tiende a consistir en la descripción de unos cuantos vuelos aéreos y unas cuantas escenas digitalizadas, la novela de Fernández Fe nos lleva por el campo de batalla de los países de izquierda con un nivel de detalle y complejidad que muy pocos han hecho en los últimos veinte años.  Para los que vivimos agitados en las entrañas del monstruo, el libro de Fernández Fe nos muestra otro futuro posible al futuro posible con el que muchos soñamos.

Jeff Lawrence (Utah-California-México-Amherst-Montevideo-Princeton, 1983) se resiste a escribir su propia biografía. Es uno de esos gringos raros, con un acento en español tan perfecto como ilocalizable, consumidor incontrolable de literatura, amante del Río de la Plata, y roommate consecutivo de dos puertorriqueños. En mañanas de resaca lo he visto leer a Pynchon, a Borges, a Piglia, a Faulkner, a Henry James, y siempre, siempre, a Bolaño. Escribe una tesis sobre el concepto de experiencia en narradores de las dos américas (entre ellos Walsh, Bolaño, Kerouac y Bukowski)  en el departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Princeton. En El Roommate ha reseñado a Pola Oloixarac, Lorenzo García Vega y a Junot Díaz.

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