Margarita Pintado prologa el Dossier Lorenzo García Vega

Margarita con Lorenzo. Foto de Pedro Portal

Prólogo homenaje

Margarita con Lorenzo. Foto de Pedro Portal
Margarita con Lorenzo. Foto de Pedro Portal

Entonces, como toda ausencia, la suya también se condensa en ciertos espacios físicos: en lo concreto de una casa, en la estudiada intemperie que sigue ocurriendo cada tarde en el patio, en la esquina deshabitada del sofá en donde él ya no se sienta a esperar la llamada amiga de un alguien que desde algún punto del mapa albino (entiéndase, de Miami) o de más allá — casi siempre de más allá— lo saque de su habitual, íntegra soledad. Y no es que la soledad haya sido el enemigo. En todo caso, la suya fue una soledad elegida, amada, cultivada. Pero es justo decir que en los últimos meses Lorenzo se sentía más solo que de costumbre.  A pesar de los emails y de las llamadas. A pesar de las visitas de sus amigos y de la compañía incondicional de quienes nunca lo dejaron, el poeta se iba quedando cada vez más solo. Y acaso sea esto una primicia de todo lo que muere. La muerte, celosa como es, parece necesitar que el silencio se espese sobre los oídos de los que se van. Para escucharla mejor. Recibirla mejor.

Una semana antes de ser hospitalizado era mi llamada la que sorprendía a Lorenzo en la esquina predilecta de su sofá. Lo sé porque le pregunté. Y porque contestó el teléfono antes del segundo timbre. Mi llamada era la respuesta a sus últimos emails en donde repetía que no se sentía bien. Que los achaques no daban tregua. Que las visitas al médico eran cada vez más frecuentes. Que tenía miedo. Que soñaba con la muerte. Que el cuerpo iba entregando sus armas a pesar de que la mente hervía, a pesar de que la mano se movía, casi sonámbula, en busca de más sueños. Yo, en mi egoísmo –mezcla de miedo y tristeza– miraba para otro lado. Le cambiaba el tema. Intentaba subirle el ánimo tratando el tema de la muerte como si fuera una verdad a medias, un lugar lejano, una hipótesis abstracta. Luego texteaba a mis amigos: “El poeta se nos muere”.

Conocí a Lorenzo García Vega en el 2009 cuando me preparaba para escribir mi propuesta de disertación. Mi director de tesis y amigo (no en ese orden), el profesor José Quiroga, fue quien me reveló aquel nombre que para mí era el nombre de un perfecto desconocido: ¿Lorenzo García Vega? ¿Discípulo de Lezama? ¿Premio Nacional de Literatura Cubana convertido en escritor maldito? ¿Poeta de culto con una trayectoria de más de 60 años? ¿Cómo era que yo, estudiante doctoral de literatura latinoamericana, especialista en poesía, no sabía nada de aquel oscuro y polémico personaje? Entre otras cosas, Lorenzo era el autor de Los años de Orígenes (1978), uno de los libros más brillantes y más incomprendidos del canon cubano, y de toda una obra que se encontraba aún en proceso desde Miami.

Luego de varios días tratando de dar con algún libro suyo (en la biblioteca de la universidad no tenían ninguno), llegó a mis manos El oficio de perder (2004), libro que marcaba el regreso del escritor, no a la literatura –de donde no había salido nunca—  sino a la escena literaria. Supe de inmediato, al emprender la extraña tarea de leer las memorias de quien seguía siendo un desconocido, que estaba frente a un clásico. Es difícil explicar esta apreciación, como es siempre difícil determinar qué elementos constituye un clásico, pero habían en aquellas palabras, amarradas como por hilos invisibles, un temple y un control, incluso en el errar y el fracasar, una manera casi naturalizada de desafiar el universo, una cercanía objetivada, una voluntad de fe y una convicción que hacían de aquella escritura una esencial, sin pretenderse ella esencialista. Más que necesaria, aquella escritura era la necesidad misma, en su estado más puro y  más vulnerable. Y era ahí, en esa fragilidad y en esa nobleza de darle voz, peso, y gravedad a todo lo que informa la existencia del ser, en donde se me revelaba la maestría de quien escribe, no para escandalizar (aunque ese fuera el resultado de sus “acciones literarias”), no para impresionar, o deslumbrar  –todos estos objetivos vanos– sino para darle un sentido poético a la experiencia de ser humanos. Pues lo cierto es que todo ese medio siglo de literatura aún ignota que nos deja García Vega se construye sobre un mismo eje. Sus obsesiones, sus ideas, sus teorías en torno a lo real y lo irreal, su inagotable búsqueda de sentido (todas estas líneas que atraviesan su laberinto, es decir, la vida examinada del poeta, puesta sobre la mesa para que otros se asomen a ella) no son más que variaciones de un mismo tema: lo humano. Así de ancho. Así de específico.

Más que escritor y estudioso de la literatura, Lorenzo García Vega fue un creador constante, e insaciable. Su interés por diversas formas del saber, y por distintos modos de aprehender la realidad,  lo colocan en una zona ambigua dentro del terreno de lo literario. La disciplina del corte y el recorte, la ética de la repetición, el derecho que él conquistó y ejerció de ser (de encarnar él) su propio ideal estético, su moral de “escritor no-escritor”, lo mantienen sanamente alejado de clasificaciones fáciles y frívolas. Poco le importó a Lorenzo que lo entendieran cuando él mismo no acababa de entender la realidad a la que estaba circunscrito, y por lo tanto, la realidad que tenía que vencer proponiendo el arte como la única vía posible de asimilar (o de participar, pero sólo mediante una diferenciación activa y consiente) la vida. Basta mirar su biblioteca, o consultar la lista de personajes que intervienen en sus relatos (Lezama Lima, Proust, Macedonio Fernández, Juan Emar, Witold Gombrowicz, Fernando Pessoa, Clarice Lispector, Marcel Duchamp, Joseph Cornell, John Cage, etc.) para corroborar la sobrecogedora voluntad de apertura, y de liberación que dirigió su vida. Pocos escritores han logrado crear un universo tan difícil, tan profundo, tan autónomo, tan libre de complejos, de culpas, de deudas, y de todo cuanto ahogue, o limite la capacidad creadora (la capacidad de pensar y de hacer) del artista. No es casualidad que uno de los atributos más grandes de la literatura de García Vega sea ese sentirse como el resultado (el producto) de una resta: es lo que queda para el uso una vez se han superado o desechado todas las limitaciones que impiden que lo poético ocurra. Superados los bloqueos, asumidos y confrontados todos los miedos, y los demonios que a veces dejan sin palabras al narrador, el escritor no-escritor se dedicó a cultivar una escritura que revelaba a su vez el cultivo de una vida, de un carácter, de una sensibilidad y de una voluntad comprometidas con el arte, entregadas de lleno al acto creador, borrando así la ilusión de distancia que separa al artista (al sujeto) del objeto de arte que no es otra cosa que la expresión de su humanidad, así como el testimonio de lugar que éste ha asumido en relación al mundo.

Lorenzo tuvo una vida difícil, dentro de Cuba y en el exilio. Tuvo tantos amigos como enemigos, pero el segundo grupo fue, en su momento, gran aliado del poder, y por lo mismo, responsable de la exclusión a la que su obra y su persona fueron sometidas. Y en honor a la verdad, debemos decir que al poeta no sólo se le resentía porque hubiera arremetido en contra de las falsedades y vilezas que abundan en los circuitos literarios (el mundillo de la literatura que tan bien queda retratado en sus impresiones sobre Orígenes), o porque llamara por su nombre los conflictos, los traumas y las mentiras que sofocaban el espíritu de una nación; no se le cerraron las puertas sólo por haberse mostrado implacable en su crítica a la cultura cubana, a la revolución, a la academia, y a la izquierda intelectual latinoamericana en su momento de mayor auge (en su “Boom”, digamos, para pasarnos de la raya). A Lorenzo García Vega se le rechazó, y se le despreció, tanto abierta como secretamente, porque su sola vida constituía una afrenta y un reto para aquellos dominados cuyo pensamiento había sido moldeado por las estructuras de dominación.

Es muy difícil ignorar la gran proeza que constitute atreverse a vivir al pie de la letra. Es demasiado cuesta arriba someter a la obediencia a ese que ha decidido vivir y escribir como le venga en gana, prescindiendo de elogios, conexiones, premios, reconocimientos. Quienes siempre lo criticaron y se rieron de su “autismo literario” perdían la paz al ver cómo Lorenzo, no importaba en donde lo colocara el destino, siempre encontraba la manera de ser soberano. Aunque se dedicara a empacar la mercancía en un supermercado, o a buscar en el parking, bajo un sol de 100 grados, los carritos de compra, el poeta-bag boy no se separó nunca de lo que siempre identificó como su vocación. Y así, mientras miraba el fondo de cada bolsa en donde se iban alineando enlatados, frutos, carnes, Lorenzo evocaba las cajitas de Jospeh Campbell y escuchaba, en los sonidos de metal que hacían los carritos al chocar  contra sí, la melodía de John Cage. Porque todo lo que le rodeaba respondía a su tacto, y para esto señores, hace falta más que mero talento. Era esa voluntad de intervenir en lo más pequeño de un paisaje, y ese firme convencimiento de que la creación (la actividad creadora) es lo único que mantiene al ser atado a sí mismo y atado a la vida, que su obra nos deslumbra y nos interpela, nos sorprende y nos compromete, en tanto constante recordatorio de que todos y todas somos artífices (artistas y dueños) de nuestra vida.

Sabio como era, Lorenzo aprendió a perder, estudió con detenimiento las formas de la derrota, y supo hacerse un vestido nuevo con las prendas del fracaso, sabiendo que el juicio de los hombres es perecedero; sabiendo, además, que el futuro de la literatura está siempre en buenas manos. No es de sorprender, entonces, que el grueso de su lectorado se componga de jóvenes. Sobretodo en los últimos años, el poeta albino se hizo de un buen número de amigos que, como tantas veces dijera él mismo, bien hubieran podido ser sus nietos. Yo misma fui testigo de cómo estos jóvenes disgregados (escritores, estudiantes, artistas o sabe dios quienes, pues el mismo Lorenzo a veces ni sabía de estos «interlocutores sorpresa») lo llamaban desde los lugares más remotos para hablar con él. Y esto vale la pena recalcarlo, pues no se trató de un grupo de estudiosos, académicos o críticos intentando ‘rescatar’ la obra de un escritor, sino de individuos anónimos que se acercaron al poeta para hablar de cualquier cosa, con esa libertad y naturalidad que separa a los colegas de los verdaderos amigos. Este interés desinteresado por parte de una comunidad que él, a través de su obra, fue forjando y convocando, fue su sustento durante la última etapa de su vida.

Y es esta comunidad aún no conformada, una comunidad hecha de porvenires (esta comunidad que aún está naciendo) la que acude hoy a una cita póstuma con este gran poeta latinoamericano que nos ha dejado una obra viva, y rica, una obra que sigue bifurcándose con cada nueva lectura, con cada nueva conversación surgida al calor de la lectura. ¡Vienen de todas partes! Y a todas partes irán, como reza el verso de Martí, pero lo que une a estos roommates convocados en este número es la disposición, la apertura, la voluntad de liberarse ellos para ver de frente el reverso de las cosas. Es la fe lo que los mueve, fe en lo difícil, fe en una escritura y en una expresión que operen más allá del limitado espacio de la representación, fe en la poesía y en lo poético como formas de vida, como derecho a la marginalidad, y como fuente de resistencia frente a un mundo que niega todo lo que inste a una revolución total: estética, política, moral, espiritual, intelectual.

En los próximos días irán apareciendo los “testimonios de lectura”, como tan bien lo ha expresado Ingrid Robyn, de estos reseñistas que, en algunos casos, leen a Lorenzo por primera vez. Los libros seleccionados espontáneamente son, a mi parecer, las piezas claves del laberinto literario del autor. Así pues, tenemos la fortuna de empezar por el principio de la mano de Ingrid quien reflexiona con inteligencia y sensibilidad en torno al extrañísimo primer libro del escritor, Suite para la espera, publicado en el 1948 bajo el sello (y el influjo) de Orígenes. El segundo reseñista es el traductor del grupo, Sean Manning, quien se inserta incómodamente (pero maravillosamente) en el ya incomodísimo libro Cetrería del títere, primera obra formalmente considerada por su autor como «autista», publicado en el 1960. Por su parte Jeff Lawrence decide enfrentarse al polémico testimonio que convirtió a García Vega en un escritor maldito, Los años de Orígenes, publicado en el 1978, y teniendo como telón de fondo, por un lado, el horror del exilio, el alcoholismo, y la depresión, y por el otro, la brutal honestidad, la lucidez, y la valentía de quien decide confrontar el pasado sin máscaras ni tapujos. No menos oportuno es el testimonio de lectura de Carlos Fonseca, quien osadamente se enfrenta a esa hermosa monstruosidad que es El oficio de perder, libro en donde el poeta despliega su “tierna e inmadura vejez”, mediante la “inusitada alegría de su prosa”cuyo objetivo final es “redimir ese mundo de lo cotidiano que se resiste a hacer historia”. Y así, nos vamos acercando a la recta final de nuestro homenaje con el minucioso estudio de una de las piezas más vanguardistas, más arriesgadas y más amadas de Lorenzo: Palíndromo en otra cerradura; Homenaje a Duchamp, publicado originalmente en el 1999, y reeditado en el 2011. Luis Othoniel se aventura a adivinar teorías, y métodos imposibles en donde lo absurdo debe ser tomado como la parte más íntegra de nuestro día a día. Porque las ideas, las proposiciones, lógicas e ilógicas, son también cuerpos retenedores de energía siempre presta a liberarse, Luis escribe imitando las cajitas-cápsulas de energía que tanto amó Lorenzo, para descubrir la literatura del extracto, una dosis concentrada de lo que él llama “literatura pura”. La última reseña, publicada originalmente en la Revista Crítica (Universidad de Puebla) se ocupa del último libro que publicara en vida García Vega, el hermoso y amarillísmo Erogando trizas donde gotas de lo variopinto, publicado en el 2011. Propongo en mi lectura que en este libro de mini-relatos el escritor “da fe de su fe en el acto de escribir como medio por el cual exorcizar a la escritura misma”.

Aparecen también en este número las reseñas de Luis Othoniel sobre el blog-proyecto de novela epistolar Ping-pong Zuihitsu (2010-2011) y otra dedicada al libro Son gotas del autismo visual (2010), además de la traducción de uno de los cuentos del libro Cetrería del títere, por Sean Manning.

Esperamos que este proyecto de homenaje cumpla su cometido, sea cual sea, pues si algo hemos procurado los editores es dejar que sean los mismos textos, escritos desprovistos de una idea u objetivo fijo, los que vayan armando su posible unidad y cohesión. Así, creo yo, lo habría preferido nuestro homenajeado. Pues lo Uno siempre anda disgregado, consiente de su disgregación, y alerta a su continuidad. Que estos “testimonios de lectura” animen pues, a la lectura de uno de los grandes (un gigante al que hay que mirar con lupa) y que sirva para recordarnos que siempre podemos re-descubrir lo alegadamente descubierto ya, proponiendo nuevos lugares desde donde atestiguar la vida oculta de un mundo que carece de testigos.

Lorenzo, nosotros desde aquí te saludamos. Desde esta humana altura que nos regalaste. Te saludamos. Somos tu comunidad futura.

Margarita Pintado (Puerto Rico, 1981). Poeta, ensayista, crítica. Ha publicado sus trabajos en distintas revistas impresas y digitales. Su primer libro de poesía de próxima publicación saldrá con la editorial puertorriqueña La Secta de los perros. Enseña literatura y cultura hispanoamericana en la Universidad de Ouachita, en Arkansas. Obtuvo su maestría en la Universidad de Emory (Atlanta). Se pepara para defender su disertación doctoral, Lorenzo García Vega: Poeta sin paisaje, en la misma institución. En El Roommate ha reseñado a los siguientes autores: Luis Negrón, Antonio José Ponte y a Chiara Merino, entre otros.

6 comentarios sobre “Margarita Pintado prologa el Dossier Lorenzo García Vega

  1. Bello y lúcido homenaje a este proyecto, Margarita; qué preclara eres. Va mi abrazo y mis deseos de pronto leer todos esos ensayos y, de cierta forma, compartir de esta ceremonia de letras.

  2. Bellísimo texto, Margarita. Admirándote estoy agradecido, pudiendo ver tanto de Lorenzo (al » gigante al que hay que mirar con lupa») nomás con el querer que aquí has legado: querer leerlo, reconocerlo

  3. Gracias Margarita!!! por este completisimo y exquisito texto homenaje al maestro Lorenzo, que de seguro lo está disfrutando tanto como nosostros!!!!!

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