Margarita reseña a Lorenzo García Vega, Erogando trizas donde gotas de lo vario pinto

Lorenzo García Vega. Erogando trizas donde gotas de lo vario pinto. España: Ediciones La Palma, 2011.

En alguna parte de El oficio de perder (2004)[1], Lorenzo García Vega afirma que hay que “escribir para que escribir tenga sentido”. El narrador, habituado como está a la incomprensión más plena, la de no entender y no ser entendido, insiste en una escritura obstinadamente autista, una escritura imposible que lo lance a un más allá de las palabras y de la literatura. Liberado de la tiranía simbólica del lenguaje y de la escritura, el “escritor no-escritor” se  entrega a la búsqueda y a la creación de una expresión que es más bien una suma de límites y escombros en donde la palabra, ingrávida pero resistente, se desdibuja para poder decir mejor eso que carece de expresión, eso que no puede ser representado o interpretado, sino más bien sentido, imaginado, creado. El borrón, la tachadura y la destrucción de la palabra escrita no son la prueba de una insuficiencia, sino el triunfo de lo posible (o de lo imposible) sobre el terreno de lo establecido. Hay que escribir para que escribir tenga sentido porque la fe no es una práctica ciega, sino un trabajo laborioso del día día, una batalla campal y cotidiana al servicio de lo bello y de lo absurdo, y en contra del conformismo, la resignación y la pasividad de espíritu.

En su libro más reciente, Erogando trizas donde gotas de lo vario pinto, García Vega da fe de su fe en el acto de escribir como medio por el cual exorcizar a la escritura misma. Desde el primer momento la escritura se revela como un objeto más entre tantos otros que rodean al autor. No leemos, más bien atestiguamos un decir, presenciamos el fingimiento de una escritura empeñada en decir eso que no tiene que ser dicho: lo insignificante, lo errante, lo que no cumple ningún propósito legítimo, se convierte en el referente de un bien esencial, un bien que desborda el género, la palabra, y el mismo oficio de escribir. Es el descubrimiento y la conquista de ese bien lo que impulsa la actividad creadora de quien ha decidido amarrar la letra a la vida, construyendo una obra que es el testimonio de una elección que se resume en la decisión de enfrentar, a todo riesgo, lo que el poeta entiende como su llamado (o llamamiento), una vocación que en su caso se corresponde con su oficio de perder.

En esta ocasión las preguntas del escritor alcanzan su plasticidad más elocuente, más arriesgada, y por lo tanto, más condenada un no saber del que sólo podrán salir nuevas dudas, preguntas, retos, incertidumbres desde donde el escritor tendrá que volver a erigir una estatua (un libro altar) de ese Yo dolido, divinizado en su imperfección, eternizado en una obra que, como el autor, muestra simultáneamente su total indefensión y su total fortaleza. El título es en sí un poema. Erogar, distribuir, esparcir, repartir los cantos (pedazos y canciones) de esas visiones que ha engendrado un paisaje y que le son reveladas únicamente al poeta.

Desde su primer libro, Suite para la espera (1948)García Vega ha propuesto una expresión que pueda describir, o rondar la Nada, esa Nada que acompaña al ser desde el principio, y que el autor intenta cifrar a partir de los rotos del paisaje, echando mano de un lenguaje casi primitivo, casi primario, en tanto se repite, se minimiza (se minimaliza), y se destruye para retener su esencia, su espíritu que queda atrapado en la prisión de la materia. No podemos pasar por alto que García Vega ha declarado su afición por la alquimia, “porque lo alquímico trata de trabajar la materia, y a mí lo que me gusta en el destartalo es su materialidad pura, su textualidad pura, su posibilidad de manipularlo concretamente”, dice el escritor en una entrevista con Carlos Aguilera (3).[2] De hecho, sorprende y conmueve corroborar cómo la voz, el tono del escritor se sostiene a través del tiempo. Basta releer aquellas palabras de homenaje que le dedicara su Maestro Lezama, a propósito de su libro Espirales del cuje (1951), para rastrear la misma delicada tenacidad que lleva al poeta a rasgar la palabra esperando hallar una rasgadura más esencial detrás del rumoreo del lenguaje. Lezama elogia la forma resuelta de echarle lazada a los agrupamientos verbales, a ese deslizamiento misterioso y obtenido con los ojos cerrados de una palabra sobre otra, y no como efecto, sino como la única forma de alcanzar el relieve o visibilidad verbal, como si persiguiese su escritura en la medianoche, no con persecución automática o mediúmnica, sino querenciosa lindamente goteando, con una uña de cera.[3]

Fig. 2 Rosana Fernández, Música para tormentas

Esta palabra esencial, buscada y rebuscada por García Vega, indica, a su vez, un primer exilio, un desacomodamiento fundacional que trasciende la geografía, y que empuja al ser a sus adentros: “Voy. Me acompaña la lejanía de mí mismo”, dice el poeta quien se ha dedicado toda la vida a recorrerse por dentro buscando el sentido, la razón de ser de su existencia en los restos de su Yo: “¿Soy mis piezas? ¿Piezas como las que se escondían en un baúl? Pero, ¿es que esas piezas todavía existen?” (90).  La escritura no avanza, sino que se sumerge, o más bien, avanza sumergida, va en busca del adentro para avanzar la liberación de nuestro espíritu atrapado en la prisión de la carne. Por eso, casi todas las preguntas de Lorenzo carecen de respuestas, puesto que lo que buscan es afirmar su deseo de eternizarse a través del recuerdo que dejamos de nosotros mismos sobre las cosas, sobre el paisaje que nos acompaña, y que seguramente hemos ido transformando a nuestro paso: “¿Cómo será mi risa cuando la recuerden –mi risa, cuando me haya muerto?” (90). Raras veces los lectores somos interpelados por preguntas que parecen arrastrar la certeza de lo inefable. ¿Qué queda de nosotros cuando partimos? ¿Qué nos llevamos, qué retenemos de cada cosa que acentuó, de un modo u otro, mi humanidad?

La primera parte del libro comienza con una motocicleta deslizándose “con sobrio paso” dentro de la noche. Esta motocicleta nos remite a aquella locomotora “cargada de tesoros sucios” que se abría paso en medio de la noche de “Variaciones”, primer poema del autor publicado en Suite para la espera. ¡Cuántas veces los lectores de García Vega hemos sentido el peso (y el paso) de aquella  locomotora cargada de tesoros sucios, un día remoto en su natal Jagüey Grande! A partir de ahí todo ha sido un rodar por la tierra, un arrastrar de imágenes rotas, pobres, desvencijadas, pertenecientes a una existencia anterior, a una vida antigua, ida para siempre, y sin embargo, tan constante, tan necesaria, tan como futura. El viejo poeta tiene que emprender un viaje a los orígenes, tiene que reencontrarse con aquel “niño voyeaur –alucinado que miraba desde el hueco abierto, en la pared de madera de un devastado cine de Jagüey Grande, aquella película silente que, sin duda, estaba cubierta por el agua de una inundación” (12). Y es que la escritura exige un regreso y una revisión del tiempo, no para cambiarlo, sino para darle un sentido poético, pues en donde hay poesía hay búsqueda de libertad, y necesidad de expresión de esa libertad. Por eso, desde la esterilidad del paisaje que rodea al autor en la Playa Albina (Miami) en donde, arguye, ha venido a morir, se eleva un canto, una petición que es también la afirmación de un bien exponencial: “…no debe caber duda de que al estar, como estoy, frente a uno de estos feísimos canales de la Playa Albina, la Eternidad se debe construir tal como una forma contrahecha, y esto en el mismo momento en que veo a unos patos, pasando de una orilla a la otra orilla. ¡Oh, poesía, tú eres lo único bueno que hay en el mundo!” (37).

La poesía, más que expresarse gratuitamente dentro del entorno del escritor, es el resultado de una actitud, digamos, poética, un comportamiento frente al mundo, la  voluntad de disponernos a la experiencia estética, al descubrimiento y la creación de lo bello que se oculta de nosotros, y en nosotros. Lo poético ocurre, por ejemplo, cuando el hombre convierte su posible penitencia albina en un festejo poético, y en un estado de conciencia, liberando el espíritu de la ciudad de su pobre, fea cárcel en donde siempre hay un sol de noventa grados, y unos canales horribles por donde los carros, a veces, se despeñan.

Dice Ignacio Granados que Miami tiene la gracia de ser deambulada por Lorenzo, quien ha elevado a la ciudad a la calidad de objeto estético y poético (37).[4] El poeta eleva la ciudad a la calidad de objeto poético para elevarse él con ella, para vencer la desidia, la paralización, la inercia que sobreviene cuando pensamos que ya nada responderá a nuestro tacto, que lo hemos conquistado todo, que todos los objetivos han sido alcanzados o desechados para siempre.

El recuerdo de la motocicleta compite, como esencia poética frente al inodoro que ha aparecido en la acera, iluminado ahora por una enorme Luna: todo converge, todo participa del esmerado empeño que lleva a García Vega a desarmar y a trascender la ficción del día, dándole paso a la pequeña, innoble narración que emerge en la intemperie, en el desierto, en el vacío que, por un lado, lacera: “Y es que la vida, qué puede ser la vida es lo que acabo por preguntarme esta mismísima noche” (41); pero que también crea las condiciones necesarias para que eso improbable, que es la poesía y que es la belleza, y que es la voluntad de vida, ocurra: “Sin saber si podré resistir … yo sigo, con el árbol frente a la ventana, llevando una vida extremadamente absurda. A menudo me sobreviene un terror pánico. Después de un día lluvioso, el sol ahora, a las seis de la tarde, está asomando. Asomando para desaparecer. Mañana será otro día” (119). Toda la obra de García Vega puede ser resumida en esa línea: “Mañana será otro día”; y mañana escribiremos esperando que haya otro mañana sobre el cual podamos seguir escribiendo, y dejando constancia de nuestro rodar por el mundo.

En la primera parte del libro el escritor declara, confiesa, afirma: que el inodoro está tirado en el borde de la acera, que ha visto una sombra, que hubo un ruido seguido de una devastación, que una vez él leyó en un tranvía, que un viento se detuvo en su sombrero. ¡Qué escritura tan maravillosamente anti-heroica!  Lorenzo se recuerda, nos recuerda, que lo verdaderamente importante es justamente eso que no importa, la pequeña experiencia que desechamos todos los días, sin darnos cuenta de que nos vamos desechando a nosotros mismos, poco a poco, desgranándonos en un tiempo que no tiene tiempo para recordarse, ni para recordarnos, mucho menos para extrañarnos. Toda la trama, por más absurda que parezca, está orientada a la reunión de las partes del Yo, partes perdidas en las zonas más remotas del Inconsciente que regresan bajo la forma de visiones, sueños, ideas, imágenes, todo irresuelto, todo en estado de potencia, todo tratando de decir, otra vez, eso que olvidan (eso que no pueden) las palabras. Leemos en “Mal empatado, digo” (¡vaya título!):

Un punto en el patio sólo puede ser un punto en el patio. Un punto soleado en el patio sólo puede ser un punto soleado en el patio. Un punto inmóvil, soleado, en el patio, sólo puede ser un punto inmóvil, soleado, en el patio. ¿Entonces? Había en la casa del pueblo de mi infancia, un punto inmóvil, soleado. Pero, ¿cómo se decide si aquel punto inmóvil, soleado, era el mismo punto inmóvil, soleado, que ahora veo? ¿Cómo se decide? (55)

 La pregunta arrastra otra pregunta: ¿Cómo se decide si aquel hombre inmóvil que contempló hace años un punto soleado, es el mismo hombre que hoy mira un punto soleado, inmóvil, en la Playa Albina. ¿Quiénes somos? ¿Quienes fuimos? ¿Puede el paisaje interpelarme? ¿Es mi alma la que reside en ese punto inmóvil amarillo que siempre veo, que siempre he visto, de la misma forma? A lo largo de toda su vida García Vega ha procurado, a través de sus libros, modelaruna mirada, un posicionamiento respecto a la existencia, y un participar activamente desde el lugar asumido, que en el caso del poeta es el de testigo: “¿Fijar la pupila?, o ¿cómo puede ser la cosa? ¿O no se trataría, más bien, de tratar de inventar eso, imposible, consistentemente en un fijo vaivén?” (79). Fijar la pupila, ver más allá, permitirse una visión que imagine, que invoque, que invente eso que apenas existe.

La segunda parte del libro, Gotas de lo Vario Pinto (apotegmas visuales), es una exploración onírica, plástica, y alquímica, orientada por la necesidad de un color y de una forma en donde se concentre la esencia de un objeto, de un recuerdo, de un sueño, de una idea, etc.: “¿Qué es lo variopinto?”, pregunta Lorenzo, quien procede a contestar que, “En este momento, no es más que un fílmico ojo tras ojo, cayendo. O acaso un sólo ángulo de azul menta, pero cayendo también, desdoblándose” (221). Los apotegmas visuales son narraciones mínimas construidas a partir de las relaciones que el escritor establece entre colores, formas, y palabras:“Una compuerta finge esa lluvia que está terminando de caer, en la tarde. Entonces, mezclar, revolcar lo narrable: un tendedero, con lo esdrújulo, con un incendio pirulí…” (221).

 El autor ya había incurrido en este tipo de ejercicios en otros libros, como en su Palíndromo en otra cerradura. Homenaje a Duchamp (1999)[5] y el recién publicado Son gotas del autismo visual (2010), en donde el poeta escribía con los materiales dejados por su frustrada vocación de pintor. Otra batalla conquistada por el escritor con oficio de perder, cuya obra es la prueba de que no se escribe a pesar de, sino a partir de las dificultades que son la materia prima de un relato que brilla por su ausencia. El talento se hace añicos ante la disposición de un espíritu creador que siente la necesidad de crear un objeto que sea el testimonio de una batalla librada (y ganada) contra el mundo:

Esto sí que es poesía visual, pues yo, que antes había utilizado mi espada como si fuera un paraguas, la estoy utilizando ahora, al secarse el mar, como si fuera un bastón. Todo, en fin, me sirve para contabilizar el vuelo negro de unos –infames– cuervos blancos. ) O, al revés (¿cómo?), lo amarillo se ha quedado grabado en la punta de mis dedos. Pero eso sí, confieso que, por lo pronto, todo esto que estoy diciendo es la expresión de un lindo, lindísimo insumo… (221)

García Vega, el frustrado pintor, declara el triunfo de estas experimentaciones cuyo fin es el mismo que anima toda su escritura: liberar el espíritu de los objetos que nos rodean, y que remiten a otros objetos en donde un día nuestros ojos se posaron, y descubrieron algo pequeño, algo íntimo que, sin saber cómo ni por qué, nos tocó, nos cambió, nos hizo sensibles, y alertas a los ruidos invisibles desde donde se construye la vida, o la fachada de la verdadera vida.

El escritor mexicano Gabriel Bernal Granados ha dicho que hay, en el modo en el que Lorenzo presenta los hechos, “una afirmación de lo único que le es dable afirmar al escritor que escribe: la realidad de la escritura, como fenómeno autónomo separado inclusive de la realidad de la que se escribe, sea ésta la realidad de la Playa Albina o la realidad de los acontecimientos mentales que se presentan por la mañana o por la noche en calidad de pesadillas, recuerdos o simplemente ideas” (La Habana Elegante). En este sentido, el objetivo de la escritura no es revelar una verdad, sino revelarse ella misma como verdadera en tanto existe, y participa de la experiencia que ella misma genera. El escritor no tiene que representar la realidad, sino promover la irrupción violenta y conmovedora de una irrealidad que arrastra consigo la posibilidad de ver más allá del ordinario paisaje que nos rodea: “Y yo me mantengo en la convicción ingenua de que el relato no debe copiar la vida, sino zodiacalizar la vida” (238). García Vega cita de memoria al pintor vanguardista argentino Xul Solar, quien desfila en este libro acompañado por otras figuras como, Juan Emar, Joseph Beuys, Duchamp, Salarrué, Lichtenberg, Wittgenstein, Françoi Cheng, y Baruj Salinas, pintor cubano y amigo del escritor a quien va dedicado el libro.

En su libro, The Aesthetic Unconscious (2009)[6], Jaques Ranciere habla de una escritura muda que es, en parte, el discurso que nace de las cosas igualmente mudas. “Todo”, dice Ranciere, es “huella, vestigio, fósil. Toda forma sensible, desde una piedra hasta un caracol, narra una historia. La literatura se encarga de descifrar y resignificar los signos de las historias escritas sobre estas cosas. Dejar que todo hable es un modo de abolir las jerarquías impuestas por el principio de la representación” (34).[7] García Vega siempre ha preferido relacionar en vez de relatar: el collage, el caleidoscopio y el laberinto, figuras retórico-espaciales que ordenan su universo literario, son ejemplos claros de esta necesidad estética y moral que lleva al escritor a querer vencer las jerarquías y las categorías fijas, para poder examinar y experimentar la realidad desde distintos lugares. Sólo a través de un punto de vista múltiple el escritor puede tentar (despertar, invocar) y tantear (medir, explorar) las zonas ocultas del Yo creador. Se trata, en todo caso, de entrenarse en el arte de observar una imagen, dejarla madurar en nuestra mirada hasta que podamos ver esa sustancia que se desprende de ella, una sustancia a la que es posible imaginarle un color que es también un sentir, un deseo, un miedo, o una certeza que vuelve desde un olvido cómplice: “De madera vieja, pintada con un amarillo ya desleído, están hechas las alas del pájaro… Las alas de madera del pájaro son fragmentos inabordables de un pasado ido… Ante ese pájaro yo declaro mi miedo a los truenos: una brontofobia, la mía, con un increíble color lila.” (235-36). Una sombra gris, un eco amarillo, una escena cremita apresada en la infancia, trasladada ahora al presente albino, que no es sino el lugar de todas las faltas, la imperfección en su estado más puro. La ausencia tiene color, como tiene color la risa, y el rostro de un padre que regresa en sueños, un color que no sabe que es color, pero que existe, y que vence la apatía del tiempo y del olvido para orientar al hombre que no quiere morir sin haber intentado penetrar en ese reguero de rotos que ha sido su vida: “¿Qué color tiene ese pavor caído de la noche? ¿Un pavor que, de ponerse chiquito, bien puede asegurarse que no le hace daño a nadie? (262). Hay colores desleídos, y hay colores omitidos, hay colores que sólo llegan en blanco y negro (como las películas que veía el niño en su pueblo), y hay colores invisibles, colores que remiten al Vacío mayúsculo, colores del miedo, hay colores que imitan a la sombra. Toda la trama de Erogando trizas donde gotas de lo variopinto se resuelve en observaciones declaratorias como esta:

El verde de la hierba ahora, en el patio, cuando pongo las toallas en una tendedera. Ese verde como que se independiza de la hierba, y como que se vuelve un manchón. Un manchón que parece implicar un como sabor arrinconado, abandonado. Pero ¿no son sólo palabras lo que acabo de decir? Claro que son palabras, pero…, no puedo dejar de sentir, en ese sabor arrinconado, abandonado, del manchón verde, un algo como concreto, como material. Lo verde, según los alquimistas, recibía el vidrio del Espíritu Universal, y ese vidrio acababa con la ceniza. (235)

Primero, el verde aparece sólo como punto de contraste ante la presencia de unas toallas y de una tendedera. El verde deja de ser el color de la hierba, para ser una entidad autónoma, un cuerpo astral, una presencia que el autor siente como una mancha. Ese manchón, que antes fue el color verde de la hierba, al desprenderse de la prisión de su materia (la hierba del patio) asume una nueva realidad, que es la realidad del abandono, la realidad del arrinconamiento. Entonces, esa como visión de mancha autónoma, independiente, es confrontada de súbito por la conciencia del límite del autor: “¿no son sólo palabras lo que acabo de decir?” Pero este límite es a su vez trascendido por la necesidad de preguntar, y de buscar un medio por el cual poder traducir (y trabajar) la experiencia que ya va desleyéndose, perdiendo su color. García Vega resuelve su súbita incertidumbre echando mano de un principio alquimista: el verde independizado, el manchón de aquella hierba participa, se desprende de, y remite a un verde mayor, el vidrio verde del Espíritu Universal, que además, acaba con la ceniza. Ese vidrio (esa fuerza esencial, primitiva que hemos extraviado) es lo único que puede acabar con nuestra ceniza, con la muerte lenta que nos rodea todos los días en los que no podemos declarar lo bello, todos los días en los que nos privamos de promover una liberación allá en donde algo prevalece en cautiverio.

A medida que avanzamos en la lectura de Erogando trizas donde gotas de lo vario pinto los colores van adquiriendo un relieve inusual, se alzan como hechos certeros en torno al pasado del autor; son puertas, chorreras por donde la memoria se desliza y cae sembrada frente a Jagüey Grande: “La libertad –una libertad minúscula– era un pasaje de cartón, de color carmelita, que llevé en un bolsillo de mi bombacho, en 1936” (268), nos dice el poeta casi al final del libro, mientras que nosotros, lectores entrenados ya en las peripecias del sin sentido, nos palpamos los bolsillos, buscando, tentando, nuestro color, llevados de la mano de quien ha decidido que lo único que mantiene al hombre atado a la vida es el acto de crear y de descubrir, mediante la creación, los improbables orígenes del Yo.


[1] Las memorias de García Vega, El oficio de perder, fueron publicadas originalmente por la editorial de la Universidad de Puebla en el 2004, seguidas por la publicación de la editorial española Espuela de Plata, en el 2005.

[2] La entrevista

[3] El ensayo de Lezama fue publicado en la revista Orígenes, en el 1952, luego de que García Vega ganara el Premio Nacional de Literatura por su novela autobiográfica, Espirales del cuje. Estas “Palabras de homenaje” fueron publicadas en el verano/otoño del 2001 por la Revista Encuentro de la Cultura Cubana, como parte del homenaje a Lorenzo.

[4] Ver Granados Herrera, Ignacio. Újule Revista de Arte y Literatura Homenaje a Lorenzo García Vega. Nu.0 Segunda generación, Primavera 2005.

[5] El libro fue publicado por la editorial venezolana Pequeña Venecia. En el 2011 la editorial española Barataria publicó la segunda edición de Palíndromo en otra cerradura.

[6] Publicado originalmente en francés: L’ inconscient esthetique, por la editorial Galilée, 2001. Traducido al inglés por Polity Press.

[7] La versión original lee: “Mute writing, in the first sense, is the speech borne by mute things themselves. It is the capability of signifcation that is inscribed upon their body, summarized by the <<everything speaks>>. […] Everything is trace, vestige, or fossil. Every sensible form, beginning from the stone or the shell, tells a story. […] literature takes up the task of dechipering and rewriting these signs of history written on things […] Everything speaks implies the abolition of the hierarchies of the representative order”(35).

Margarita Pintado (Puerto Rico, 1981). Poeta, ensayista, crítica. Ha publicado sus trabajos en distintas revistas impresas y digitales. Su primer libro de poesía de próxima publicación saldrá con la editorial puertorriqueña La Secta de los perros. Enseña literatura y cultura hispanoamericana en la Universidad de Ouachita, en Arkansas. Obtuvo su maestría en la Universidad de Emory (Atlanta). Se pepara para defender su disertación doctoral, Lorenzo García Vega: Poeta sin paisaje, en la misma institución. En El Roommate ha reseñado a los siguientes autores: Luis Negrón, Antonio José Ponte y a Chiara Merino, entre otros.

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