Jennifer Thorndike. (ella). Perú: Borrador Editores, 2012. 108 páginas
La formula es conocida: narrar para dilatar la muerte. Es la lógica de Las Mil y Una Noches y del El Decamerón, la lógica de la memoria que atraviesa las mejores páginas del terrible Faulkner, la poética de la novela como infinito juego de espejos tal y como la concibió Cervantes. Más terrible aún sería tal vez apostar por la formula opuesta: la narración como reloj de arena, como esperanza de llegar rápido al fin y de ahí partir a un nuevo comienzo. En fin: la narración como esperanza de un fin. Rigor mortis. Apostarle todo a una escritura de la esperanza que es simultáneamente una escritura del fracaso es apenas el primero de los múltiples aciertos de Jennifer Thorndike en su nueva novela titulada (ella). El lector de (ella) comprende desde un principio que la travesía no le será sencilla y que la novela, como los paréntesis del enigmático título, funciona bajo la lógica claustrofóbica de un monólogo ejecutado con el rigor mortis de la esperanza. ¿Cómo moverse entonces dentro del melancólico espacio tallado por la prosa de Thorndike? Tal vez habría que empezar por el epígrafe de José Donoso que de inicio propone el asunto con un golpe certero: “Las cosas que terminan dan paz y las cosas que comienzan a concluirse, están siempre concluyéndose. Lo terrible es la esperanza.” Hasta ahí Donoso. Todo lo que sigue es la fuerza con la que Thorndike narra la terrible historia de una madre y una hija, de una hija cuya esperanza es un comienzo que estaría marcado por la propia muerte de la madre. Una historia en donde la esperanza es, como bien apuntaba Donoso, el principio de una escritura de la paciencia que no termina por agotar sus desilusiones: la novela como máquina para exhumar fantasmas.
Debo admitir: (ella) es el tipo de novelas que me fascinan tanto como me aterran: una de esas novelas piedras, novelas duras, que no se prestan al discurso intelectual fácil ni a la jerga académica a la cual nos hemos acostumbrado. No. La novela de Thorndike pertenece a esa literatura que dice y calla, literatura que alcoholiza y calla, que golpea y se retrae. Ahí están los nombres: Faulkner y Donoso, Onetti y Rulfo, Lobo-Antunes. En la línea de los monólogos insomnes del fascinante Antonio Lobo Antunes, los precisos capítulos de esta pequeña pero brava novela delinean las formas en las que la esperanza puede convertirse en sí en un callejón sin salida. La muerte, cuando llega, llega para quedarse. ¿Qué queda entonces, cuando llegando al fin nos asomamos al otro lado y solo vemos otros fines? Queda la voz sin cuerpo de una hija que de a poco se va despojando de sus atributos, llenándose de sinceridad, hasta volverse impersonalmente dolorosa como una piedra que cuenta sus penas. Queda una historia de gemelos separados, de diálogos cortados a medias. Queda la agonía de la memoria insepulta. Lo repito: entrar en una novela como ésta no es fácil como nunca fue fácil entrar en los mundos cerrados de Faulkner ni de Rulfo, pero aquel que atraviesa sus páginas con paciencia se encuentra con aquello que parece hacer falta dentro de nuestra literatura contemporánea: cierto arte de la forma, cierta precisión de la palabra, cierto rigor narrativo. Pocas cosas valen más en la literatura, pocas son más escasas. Thorndike ha escrito una novela paciente sobre los terrores de la impaciencia. En nuestra época en donde los mecanismos de distanciamiento y de ironía proponen desvíos de sentido que muchas veces terminan en meros juegos, (ella) se presenta como un ejemplo valiente de los logros de una literatura que todavía apuesta por buscar formas dentro del ya casi olvidado mundo de la tragedia. Tragedia sin melodrama, precisa narración de la vejez como esperanza, (ella) narra los fines de la memoria.
¿Qué queda? Para el lector paciente que no le teme a los fantasmas de la memoria ni a las frases escritas como puños, queda un último capítulo que lo ilumina todo: una canción de cuna y un comienzo, especie de origen placentero que, sin embargo, acaba por demostrarnos lo terrible de la esperanza. Llegando al fin nos topamos con un comienzo de inocente sonrisa pero de torcido destino. La escritura de este génesis invertido no es algo sencillo. Se lo debemos a la valentía de Jennifer Thorndike.
Carlos Fonseca Suárez (San José, Costa Rica, 1987) es candidato doctoral en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Princeton. Obtuvo su bachillerato en Literatura Comparada de la Universidad de Stanford, en donde se dedicó a escribir sobre poéticas de movimiento, ritmo y gracia. Actualmente cursa su segundo año en el programa y se dedica mayormente a definir sus intereses tanto académicos como literarios con miras a localizar su futuro tema de disertación. En El Roomate ha reseñado a los siguientes autores. Alan Pauls, José Miguel Wisnik, João Gilberto Noll,Ángel G. Quintera Rivera , Sergio Waisman, Samantha Schweblin y Lorenzo García Vega.
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