Rafael Acevedo. Flor de Ciruelo y el viento (novela china tropical). Puerto Rico, Editorial Folium 2011.
Flor de Ciruelo y el viento, un año después.
La hazaña de narrar el viento. El asombro de leer el viento. Porque en el principio, parece, fue el viento. Desacomodando árboles y semillas. Desordenando paisajes, ideas de paisajes. Tallando lo imposible: un vacío de donde, si se busca bien, si se escucha bien, puede nacer la poesía. ¿Cómo explicar, desde la fijeza de la letra, una novela que parece siempre querer desintegrarse delante de nuestra incrédula mirada?
Antes de empezar formalmente la serie de confesiones que ordenan este testimonio de lectura, quiero hacer constar lo siguiente:
Sí, Flor de Ciruelo y el viento es una novela sobre genealogías inciertas, como toda genealogía debe ser, debería ser. Sí, se trata de una novela erudita que es también una novela erótica, que, cómo no, puede ser tomada como un tratado sobre poesía, además de ser, a todas luces, una novela detectivesca. Ahora bien, Flor de Ciruelo y el viento es también todo lo que no es. Y es allí en donde brilla má
s: es una novela que parodia (que homenajea) al género detectivesco, a la literatura erótica, y al género mismo de novela. Es también, si se quiere, una parodia del oficio del escritor, del editor, y del investigador. Como si fuera poco, es una crítica alegre (una mirada, más bien) al elusivo mundo del narcotráfico, esa otra gran ficción de lo real que ordena, sin que nos demos cuenta, buena parte de nuestro día a día.
Es evidente que detrás de este proyecto hay una investigación seria y meticulosa. Las notas al pie, a veces verdaderas, otras veces delirantes, serias unas, divertidísimas otras, son un valioso comentario sobre lo histórico enfrentado a la propia Historia, a la memoria, a la anécdota, al chisme, a la ficción, al deseo, al olvido.
Me tomo la libertad de hacer una Advertencia al Lector:
Esta novela dan ganas de comer helado. Y de otras cosas más.
Confesión #1: Leí Flor de Ciruelo y el viento 3 veces. Otoño, primavera, verano. La primera vez me perdí. La segunda vez me perdí. La tercera vez entendí que se trataba de una invitación a perderse. Y como en verano, suele pasar(me), que soy más dada a perderme, y a gozar del extravío, esa tercera vez sentí que la lectura se había vuelto diálogo y caricia, sentí que no era yo únicamente la que leía, sino que, de alguna forma, ella también me leía a mi. Hay novelas que exigen un tiempo de goce antes de “abrirse” a su sentido, o a su sin sentido. Y yo gocé, 3 veces gocé, y me deleité en el saber que no sabía qué era aquello que leía. Ocurre algo maravilloso cada vez que somos confrontados a una escritura que se resiste a nuestro vano hábito de querer entenderlo (controlarlo) todo.
Confesión #2. Al leer esta última entrega del poeta y narrador, Rafael Acevedo, quien ha demostrado ser consistente en el riesgoso arte de desacomodar al lector, me pasa que quiero imaginarlo, espalda doblada sobre mesa de escritor, mirando no sé a dónde, tramando una historia tan hermosa como alucinada, en medio del sofocón isleño, en medio del ruido, y del ajoro de cada día: vencedor y soberano de su pequeño gran universo, ese que se va desenroscando sobre la mesa en donde escribe. Suponiendo que sea una mesa. Me conmovía pensar en el impulso que lo llevaba a levantarse del mundo para visionar, para armar con tanta delicadeza una ficción capaz desarmar la opresiva Ficción de lo real.
Confesión #3. Leo la novela y pienso constantemente en la palabra “peregrino”. Quise empezar esta reseña afirmando que Flor de Ciruelo y el viento es una novela peregrina. Pero, francamente, no estaba segura de su significado, y no me gusta empezar a escribir afirmando. Busco en el diccionario y leo bajo la palabra peregrino: (1) persona que va por tierras extrañas; (2) persona que por devoción o por voto va a visitar un santuario; (3) animal que migra de un lugar a otro; (4) extraño, extranjero, raro; (5) hermoso, perfecto. Estas dos últimas acepciones no las conocía. Afirmo: Flor de Ciruelo y el viento es una novela peregrina.
Confesión #4. Lo dicho. La escritura es un viento que todo lo desordena. Qué extraño ejercicio el de abrir el libro y ver ese desfile de palabras levitar, flotar por encima de mi cabeza. Y no hay nota al calce que sea capaz de amarrar tanta palabra peregrina a la página, no hay gravedad posible para disciplinar una trama nacida para errar. Se trata, literalmente, de una lectura que se queda revoloteando, recordada a retazos, como se recuerdan los poemas, proponiendo un peso otro, el raro y difícil peso de lo leve (Kundera anduvo por nuestras adolescencias). Pero que no se engañe el lector. Removerle la fuerza de gravedad a una palabra no es tarea fácil. Liberar el peso secreto de un paisaje oculto en una palabra corriente es casi imposible. Y sin embargo, aquí está, entre nosotros, pesados mortales, Flor de Ciruelo y el viento.
Confesión #5. No recuerdo con exactitud la trama. Bueno, no recuerdo con exactitud nada, pero la trama sobretodo. Hay un problema de exceso. Existe la virtud de un problema llamado exceso. La novela-poema-canto-égloga tiene Exordio, Anejos, y Epílogo. Todo atravesado por 128 notas al calce que pueden intimidar al más valiente de los lectores. La trama de las notas merece una reseña aparte.
En el exordio el autor explica, nos explica la razón de ser de su novela. Todo comenzó con un helado de limón y otro de guanábana. Ficción frutal. Adolescente + manuscrito= palimpsesto sentimental. El muchacho aquel que se ponía nervioso delante de aquella belleza china-tropical, confiesa: “Como se verá, el capricho es uno de los elementos principales de mi edición.” Y el lector, engañado de antemano desde este sutil gesto de honestidad, comienza a sospechar que esta novela, “clásica de ligeros matices pronográficos” puede ser, pudiera ser, la historia escrita por un hombre enamorado de sus años juveniles, de aquella heladería, del rico olor de Cecilia: una historia fantástica sobre una fantasía, acaso incumplida. Rafael Acevedo, escritor puertorriqueño, regresa a las andadas del helado chino para cobrarse una deuda llamada Cecilia Fong.
La novela empieza con una ausencia: Li Yu, el muchacho de las pestañas de soñador, huye. O más bien, parte. La razón de la partida parece insuficiente: su mujer, la bella Flor de Ciruelo, no accede a ciertas prácticas sexuales. El esposo sale, y arrastra consigo (sin saberlo) el desplazamiento de su joven esposa, quien se verá obligada también a salir, y a probar las delicias del mundo. Resumamos: una joven esposa va en busca del poeta. Porque en el principio fue el viento. Porque en el principio fue, también, la búsqueda de lo poético.
Entre muchas otras cosas, la novela de Acevedo es un recetario, un delicioso inventario de sabores, colores, olores. Todo es relieve, voluptuosidad, sensualidad nata. Los cuerpos, los verbos, las luchas de amor, las batallas, los diálogos: todo participa, todo acompaña a los jóvenes protagonistas que buscan afanosamente un Bien perdido: el amor, por parte de ella, y la memoria de ese amor, por parte de él. Pero claro, “¿Cuándo se ha visto que un poeta no pierda su camino de vez en cuando?” (91). De ahí que todo se asuma desde un asombro niño, es decir, desde un asombro naturalizado. No es raro que en esta historia un caballo hable, aunque al propio Li Yu le parezca eso ya demasiado para su inflamada imaginación. Los lectores, que no somos Li Yu, sabemos que esta novela exige, entre otros absurdos, que un caballo hable.
Toda esta belleza es narrada desde un humor cómplice y sereno, desde una conciencia del juego que es muy difícil de encontrar en estos días de seriedad y verosimilitud rampante: “La batalla ocurrió justo en el lugar en el que se partió la soga que unía al cielo con la tierra. Pero hay jinetes que afirman que no era aquello un lugar sino un momento en la historia. Siempre la soga parte por lo más finito” (137). El texto se llena de estas claves de lectura, que son también claves de escritura de un autor-impostor.
En este punto quiero citar de una mis partes favoritas del libro: “XXX Flor de Ciruelo encuentra un mapa con alas”. La hermosa heroína duerme al lado de un arroyo, y sueña con el camino que le devolverá a su esposo:
Una mariposa se había acomodado con recelo en los pliegues de su ropa turquesa. Miró las alas y notó, para su sorpresa, que tenían los mismos trazos que acababa de soñar. Respiró hondo y con un movimiento casi imperceptible atrapó la mariposa. Era el mapa de una ciudad, con puentes dorados. Había en aquellas alitas, palacios y un mercado. En medio de la ciudad un diminuto punto rojo. No había otra cosa allí que no fuera su intuición, en ese pueblo estaba el poeta perdido… Usando aquel mapa efímero, se dirigió a donde seguramente se hallaba su enamorado. Enamorado en el sentido de que su deseo lo había pintado de los colores más brillantes y sus cualidades, sin ser tocadas por la vida diaria, se engrandecían hasta alcanzar medidas de montaña (127).
¡Qué mirada tan maravillosa! ¡Qué fragilidad tan entera, tan duradera, tan amiga del tiempo que no pasa! ¡Qué arte de plegar y de desplegar, de atrapar así, a vuelo de mariposa, el sentido estético de una novela que parece un origami, un edificio de blandas paredes, una arquitectura de ensueño! Flor de Ciruelo y el viento es ese paisaje soñado que cabe en la pequeñísima ala de una mariposa, para estallar de súbito en medidas de montaña. Un lugar en donde la Eternidad es tan efímera que se da, milagrosamente, todos los días.
Los anejos contienen los preciosos poemas de Li Yu. Sencillos, pequeños, de una ternura singular, con un dejo oriental (aunque no sé qué quiera decir con eso), con una melodía y una presición que recuerdan al Cantar de los Cantares. Cito el poemiga Noche: “Doradas mariposas/ como flores quietas/ en los parasoles./ La luna se hace rosada/ en tus mejillas” (146). En cierto modo, en estos fragmentos se condensa la trama lírica, y el tono de toda la novela.
Finalmente, el epílogo titulado, “El último adiós de Cecilia” narra la historia del reencuentro entre el “editor”, que un día fue un muchacho asiduo a los helados y a la posibilidad del amor detrás del mostrador, y Flor de Ciruelo, perdón, Cecilia Fong, biznieta de Emilio Fong, supuesto autor del manuscrito hallado, y personaje que, por lo que leemos en la primera parte, también merece su propia novela. (Otro aspecto importante de esta novela es que es un semillero de historias posibles.) El destino (así como el origen) de Cecilia es incierto: radicada en Colombia, prófuga de la justicia por sus relaciones con la mafia china, modificada por el busturí, convertida en obra de arte, tan impostora como nuestro editor-narrador-autor, reencarnada simbólicamente en pantera extraviada que quizá nunca existió. Como Cecilia, como el editor-narrador-autor, como el pasado de helados de guanábanas y de limón, esta ventolera novelada es puro cuento chino. Es lo real de todo enredo, la verdad del desencuentro, la promesa de un disparate vaticinador.
Confesión #7. Tengo que decirle una cosa muy importante al escritor. Tengo que darle las gracias por haberme devuelto a la niña china de mi escuela. Aquella niña que se había cambiado el nombre, pero que para mi ahora se llama Cecilia. ¿Cómo pude yo haber olvidado a la niña china? Su cabello largo y fino, su voz como de instrumento viejo, sus gestos tan fuera de lugar. Recuerdo que a la niña china se le permitía no llevar chaleco. Nunca había reparado en esto, hasta hoy. Teníamos 8 años cuando llegó la niña china a la escuela. Recuerdo, también, que tenía los pechos bastante grandes. ¿O será que me los estoy inventando? Había tanto que desconocer en aquellos ojos que todos, desde nuestra conciencia niña, no alcanzábamos a desifrar. El misterio nos pasaba por el lado cada día. Pasados los años, un día fui a un restaurante chino en Forest Hills (Bayamón), y la vi (a la niña hecha mujer) detrás del mostrador, en lo que quise creer era el negocio de su padre. Me miró sin sonreír. Con dura amabilidad, sus manos me alcanzaron la bolsa de papel con la comida encargada. No creo que me haya reconocido. Y lo que es peor, ahora que lo pienso con más detenimiento, es posible que yo tampoco la haya reconocido a ella, y que aquella aparición real haya sido el referente equivocado de un recuerdo certero.
Pero, ¿cómo pude haberla olvidado?
Gracias, Rafah, por haberme devuelto a la niña china de mi escuela.
Margarita Pintado (Puerto Rico, 1981). Poeta, ensayista, crítica. Ha publicado sus trabajos en distintas revistas impresas y digitales. Su primer libro de poesía de próxima publicación saldrá con la editorial puertorriqueña La Secta de los perros. Enseña literatura y cultura hispanoamericana en la Universidad de Ouachita, en Arkansas. Obtuvo su maestría en la Universidad de Emory (Atlanta). Se pepara para defender su disertación doctoral, Lorenzo García Vega: Poeta sin paisaje, en la misma institución. Para El Roommate editó y prologó el Dossier Lorenzo García Vega además de colaborar con reseñas de los autores Luis Negrón, Antonio José Ponte y a Chiara Merino.
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