Martina Barinova reseña ‘Kentukis’ de Samantha Schweblin (Argentina)

Samantha Schweblin. Kentukis. Penguin Random House. Nueva York. 2018.

La gente pagaba para que la siguieran como un perro el día entero, querían a alguien real mendigando sus miradas.” (108)

¿Qué define la individualidad de una persona? ¿Nuestros hechos, pensamientos y emociones? ¿Si no nos delimitan las líneas palpables de nuestros cuerpos, hacia donde nos proyectamos?

Samantha Schweblin viene con Kentukis a desafiar – o más bien, empujar un pasito más de lo que ya inevitablemente presenciamos en nuestras vidas cotidianas – la noción de lo que significa ser un ser humano, habitante de un mundo tecnocrático. Después del éxito con libros de cuentos El núcleo del disturbio, Siete casas vacías y Pájaros en la boca y otros cuentos  y la celebrada novela Distancia de Rescate, la autora argentina presenta su novela Kentukis: un mosaico de historias sobre nuestra relación con las tecnologías y el poder. Aunque clama tener una relación conflictiva con redes sociales, en su última novela, Schweblin capta con una aterradora precisión el momento en el que nos encontramos: nuestra alienación desesperada, la soledad dentro de una sociedad interconectada más que nunca, lo obscuro de nuestra transparencia, el exhibicionismo y la ilusión del poder que nos proporcionan las herramientas virtuales. Sin saber que su novela será leída durante tiempos de un confinamiento global, cuando las redes realmente se vuelven el único medio para mantener relaciones, Schweblin pone a descubierta la fragilidad de las fronteras de la intimidad humana. Hablaría de Kentukis como de una novela de ciencia ficción al haberla leído un par de años atrás… hoy estoy leyendo el libro esperando encontrar un anuncio que me ofrezca un kentuki por 300 dólares en mi portada de Facebook mañana mismo. Y más bien digo que es una novela hiperrealista.

Kentukis también es una novela deslocalizada. La autora mantiene al lector en una tensión casi insoportable desde la primera hasta la última página. En parte por su arte de elaborar la psicología de sus personajes, en parte gracias a la precisión de la estructura. Es decir el timing de cortar lo que está pasando en México y volver a retomar otra historia, la que tiene lugar en otro lado del planeta, en Alemania por ejemplo, que justo se nos está olvidando por el drama que está culminando entre Croacia y Brasil. El medio para poder permitirse este tipo de flanerie virtual se llama el kentuki. Kentuki (que es una palabra eclécticamente global, como la novela en sí: tiene significación en idiomas a través del mundo: es la pronunciación del nombre de la ciudad norteamericana, hace referencia a la cadena de comida rápida Kentucky fried chicken, pero también es una comida tradicional japonesa. Un caballo famoso ruso se llama kentuki, el nombre de una ciudad en Ucrania se pronuncia kentuki…) es un tipo de peluche robótico que lleva adentro un dispositivo con código que se compró alguien en cualquier lugar del mundo. Esta persona, desde su computadora, manejará al kentuki. Otra persona, en otro lado del planeta, compra al peluche. El chiste es que ninguno de los dos sabe qué está comprando – el primero no sabe dónde aparecerá y quién será su amo y el segundo no sabe quién está “adentro” o “detrás” del peluche que se pasea por su casa. ¿Qué tipo de reglamentación implementa el gobierno con una cosa así? ¿Por qué no comprarse un mascota de verdad? ¿Por qué no buscarse una pareja? Nos

preguntamos junto con los protagonistas…

El genio de Schweblin se halla en la psicología de sus personajes. Las relaciones entre los protagonistas (personas, aparatos, personas detrás de los aparatos) se desarrollan. Los dueños se enternecen con sus kentukis como si fueran mascotas reales. También los que miran se encariñan con sus amos. Se van descubriendo. Atemorizan uno al otro, ya sea intencional o no, se torturan, con placer y horrorizados por su propia perversidad. El instinto de cuidar, el deseo de ser registrado. Natural y humano. Y peligroso cuando se sale del control. Está prohibido cruza la línea frágil entre lo real y lo virtual e iniciar un contacto fuera de esta relación…

Detrás de la historia de una nueva tecnología, Schweblin nos lleva por calles y pisos. Y el lector de pronto siente como si también estuviera manejando un kentuki… Se pasea por los hogares de personas en distintos rincones del mundo, es testigo de conversaciones y batallas que en una vida “normal” se mantienen entre las cuatro paredes y con puertas cerradas. Es incómodo. Igual que los personajes frente a sus pantallas, el lector de pronto se da cuenta de que está congelado frente al libro, batallando consigo mismo: ¿Cerrar el libro? ¿Apagar la computadora? ¿Realmente queremos saber tanto de la intimidad de un desconocido? Como dice en la portada del libro:

Los personajes de esta  novela encarnan el aspecto más real – y a la vez imprevisible – de la compleja relación que tenemos con la tecnología, reavivando la noción del exhibicionismo y exponiendo al lector a los límites del prejuicio, el cuidado de los otros, la intimidad, el deseo y las buenas intenciones.

Las motivaciones para comprarse una “cosa así“ no necesitan explicaciones. Vivimos en territorios unidos por redes virtuales transnacionales, que Manuel Castells llama ciudades informacionales o ciudades de flujos, donde existe un vacío aterrador que al mismo tiempo presenta un sinfín de posibilidades para llenarlo con intervenciones que balancean las vidas lúgubres y precarias del ser global. Nueva cosa en el mercado que pretende ofrecer experiencia a cambio de dinero. Seduce al comprador a convertirse en un producto de entretenimiento. Y Grigor, un adolescente de Croacia, con el fin de mejorar la situación económica para él y su padre, se mete en negocios, compra códigos y aparatos y los vende ya hechos y derechos según la preferencia de los clientes…

Había gente dispuesta a soltar una fortuna por vivir en la pobreza unas horas al día, y estaban los que pagaban por hacer turismo sin moverse de sus casas, por pasear por la India sin una sola diarrea, o conocer el invierno polar descalzos y en pijama. También había oportunistas para quienes una conexión en un estudio de abogados de Doha equivalía a la oportunidad de pasearse toda una noche sobre notas y documentos que nadie más debería ver.” (61)  Al principio parece un juego inocente.

El algoritmo es sencillo. Se trata de ser o tener, es decir, mirar o controlar.

Alina, la esposa frustrada de un artista exitoso, compra un kentuki consciente de que “a la larga, el kentuki siempre terminaría sabiendo más de ella que ella de él, eso era verdad, pero ella era su ama, y no permitiría que el peluche fuera más que una mascota. Al fin y al cabo, una mascota era todo lo que ella necesitaba. No le haría ninguna pregunta, y sin sus preguntas el kentuki dependería solo de sus movimientos, sería incapaz de comunicarse. Era una crueldad necesaria.” (29)

¿Quién tiene el poder? ¿Los amos o los kentukis? Cierto es que más gente compra los códigos para manejar al kentuki que un kentuki.

Tener poder sobre el otro es atractivo. Hannah Rosefield escribe en su reseña para The Critics: “Kentukis offer humans new ways of mistreating and of being mistreated”.

Poder ver sin ser descubierto es atractivo. Lo sugiere la ilustración de la portada y el título en la traducción inglesa y alemana por Megan McDowell y Roman Suhrkamp: Little eyes y Hundred Augen.

Kentukis, este “upgrade” 4-D de un perfil en redes sociales, permite a sus usuarios exponerse y al otro mirar en anonimidad. Exactamente así actuamos al subir una foto o al dar un “like” a una foto en Facebook o Instagram. Las redes prestan a cualquiera la ilusión de ser el ombligo del mundo, vivir sus momentos de superestrella. Creemos que somos parte de la vida de los demás, sin jamás ser confrontados, sin tener que asumir las responsabilidades. Nos convencimos de que estos gritos en la oscuridad deciden sobre nuestro valor en los ojos de los demás. Vivimos relaciones perversas, bajo la protección de la pantalla, con la misma – o incluso mayor – intensidad que las en nuestro hogar, barrio, trabajo, dormitorio…

Puede pasar a todos, a una señora grande como a un niño. Emilia, quien recibió un kentuki de su hijo con el cual apenas mantiene una relación,

se preguntó si no sería mejor adoptar un perro o un gato, aunque era cierto eso de que un kentuki no ensuciaría ni dejaría pelos, y que no había que sacarlos a pasear. Después de un gran suspiro cerró el explorador y conectó el controlador del kentuki. Klaus estaba circulando otra vez por la casa. Se enfocaría en Erfurt y en la chica, que no estaba llevando su vida nada bien. De su propia vida y de la de su hijo se ocuparía más tarde, tenía todo el tiempo del mundo.“ (126)

La novela es un reflejo escalofriante de la pérdida del sentido de la realidad. Un ejemplo, a lo mejor más tierno, y a la vez escalofriante (no por la nieve), es el de Marvin. Este niño quien vive solo  con su padre en Guatemala por primera vez en su vida siente libertad, se siente grande gracias su alter-ego kentuki-dragón, “las notas llegarían en tres semanas y serían espantosas pero a esas alturas ya no era un chico que tenía un dragón, sino que era un dragón que llevaba dentro a un chico…” (91) Es un héroe en Noruega. “… Sus amigos tendrían lo que tendrían, pero ninguno tenía nieve. Ninguno había tocado la nieve en su vida, y él podía verla ahora con toda claridad” (31) No hace caso a los argumentos de sus amigos que no puede tocarla. “Marvin sabía que estaban equivocados: si lograbas encontrar nieve, y empujabas lo suficiente tu kentuki contra un montículo bien blanco y  espumoso, podías dejar tu marca. Y eso era como tocar con tus propios dedos la otra punta del mundo.” La aventura que vive Marvin en Noruega parece ser un salvavidas en su soledad. Entonces, ¿por qué esforzarse por algo en nuestras vidas precarias si es tan fácil escapar a un universo mucho más maravilloso? Cuántos niños, adolescentes y adultos hay que buscan su nieve, su dragón, un refugio, un sentido fuera de su localidad…

Uno de los temas centrales de esta novela es el de poder. Del ego. A propósito del poder en los tiempos globales Zygmunt Bauman escribe: „Being local in a globalized world is a sign of social deprivation and degradation. The discomforts of localized existence are compounded by the fact that with public spaces removed beyond the reaches of localized life, localities are losing their meaning-generating and meaning-negotiating capacity and are increasingly dependent on sense-giving and interpreting actions which they do not control […] Some of us become fully and truly «global“ ; some are fixed in their «locality“ – a predicament neither pleasurable nor endurable in the world in which the «globals“ set the tone and compose the rules of the life game.“

Últimamente han pasado pocos textos por mis manos que vayan más allá de reflejar lo jodido que somos los marginales en este juego de los “globals”. Pienso en libros con un motivo similar que Kentukis, y se me ocurre La Mucama de Omicunlé de Rita Indiana (reseñada en el roommate por Ingrid Robyn). Las dos autoras operan con un tipo de tecnología del futuro demasiado realista para no convencernos de que puede aparecer en el mercado dentro de un par de años. Pero a diferencia de Schweblin, Indiana cambia la mirada del flaneur de lo horizontal a lo profundo. Es decir, en vez de llevar al lector a un viaje virtual hacia otros lugares geográficos, Indiana se queda en el mismo lugar y viaja en el tiempo. Dos autoras latinoamericanas de la misma generación y dos textos muy distintos, Kentukis y La Mucama. Su estrategia narrativa es todo lo contrario. Schweblin es una cuentista conservadora, sus capítulos son bien peinaditos y sus personajes accesibles. Indiana es todo un experimento subversivo, un caos de tiempo, una esquizofrenia de personajes. Mientras que el lenguaje de Schweblin es neutral, el de Indiana es muy local y muy rebelde. Kentukis es comprensible para un lector Europeo igual que para un Argentino o Japonés… La Mucama está llena de referencias de culto. Aun así, los dos textos son un éxito en el mercado. Y ambos textos reflejan las relaciones asimétricas del poder.

La observación de Bauman que acabo de citar incita una pregunta utópica (?) que va un poco más allá de la cuestión del ego y poder y que Schweblin en Kentukis no logra, y tampoco pretende, abarcar: ¿Cómo podemos reinventar nuestra experiencia de la localidad/globalidad para encontrar sentido en lo estático, en lo local? Para que los ganadores de este juego ilusorio no sean siempre los que ponen las reglas. Me gustaría leer un libro, y que no sea un texto místico o religioso, donde lo local no tiene que significar restringido y precario, antónimo de abierto, amplio y libre (sobre todo leído desde un país postcomunista en medio de lockdown mundial), sino estable, sinónimo de completo y auto-suficiente. Creo que ese libro construiría el mundo a través de la mirada de una niña. O de un@ ancian@. O de un gato. Me gustaría leer un libro así, hoy más que nunca…

Martina Barinova (Prerov, Republica Checa, 1990) terminó su maestría en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Nebraska-Lincoln en mayo 2017 con la tesis titulada El rock en Nicaragua: un discurso de resistencia contra la neoliberalización o una re-definición de la tradición. En la actualidad estudia en el programa doctoral del departamento de Literaturas romances en Palacky University en Olomouc, Republica Checa, mientras trabaja como maestra, traductora y mesera. Para El Roommate ha reseñado Capitalismo gore de la filósofa, Sayak Valencia, los cuentos de Aquí no es Miami, de la mexicana Fernanda Melchor y el libro de ensayos, Última llamada, del puertorriqueño Guillermo Rebollo Gil.

 

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