Carlos Fonseca reseña varios libros de Luis Chaves (Costa Rica)

Aproximaciones a Luis Chaves

Asfalto (Editorial Lanzallamas)/ Salvapantallas (Editorial Lanzallamas) / 300 Páginas. Prosas (Editorial Lanzallamas) / Chan Marshall (Editorial Germinal) / Iglú (Editorial Germinal)

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Aterrizo en San José con la maleta medio vacía, con la intención de rellenar esa otra mitad con aquello que me es casi imposible hallar en Europa: esos libros de autores costarricenses de los que he escuchado hablar y en muchos casos leído, pero cuyo ritmo de publicación me es imposible seguir desde la distancia. Rápido, emprendo la búsqueda: me junto con amigos lectores, editores, escritores, libreros. Visito librerías: la Librería Dulouz, la Librería Lehmann, la Librería Andante, la Librería Internacional. En cada lugar, luego de cada cerveza, me recomiendan libros, nombres, librerías, editoriales. Dentro de los nombres que se barajan hay uno que comienza a repetirse, un nombre que, tan pronto comienza a resonar, reconozco con alegría: Luis Chaves. Lo he leído – poco, debo admitir – pero lo suficiente como para despertar en mí un profundo interés. Lo suficiente, digamos, para saber, desde un principio, que sus libros tomarían un buen espacio en mi maleta. Pícaro, por llevar la vida un poco hacia el arte, pregunto lo que ya sé: ¿Y dónde está Luis Chaves? Me cuentan lo que ya conozco pero cuya ironía no deja de aturdirme: que Chaves está en Europa, en Berlín, pasando un año como parte de la prestigiosa beca del DAAD. Yo aterrizando en San José, luego de hacer el trayecto desde Londres, para darme cuenta de que Luis Chaves andaba de vecino. No queda otra, me digo entonces, que los libros. En cierto sentido, siempre debería ser así: primero leer uno la obra y luego darse cuenta de que el autor es el vecino.

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Hay autores que construyen su obra a base de proyectos individuales, diferenciados y puntuales. Hay, por el contrario, autores que construyen su obra como una gran telaraña dentro de la cual vida y literatura se entretejen y se confunden. Los libros de Luis Chaves parecen inclinarse por la segunda opción. Poco a poco, van proponiendo un espacio común dentro del cual vida y literatura se entremezclan y se confunden con la misma prolijidad con la cual, dentro de sus libros, los géneros se devoran entre sí. Poesía, ficción, diario, crónica: todo cabe dentro de sus libros precisamente porque lo que está en juego en ellos es la relación entre vida y literatura. No es de extrañar, entonces, que Chaves tome como punto de partida el diario, pues sus libros son una puesta en escena de lo que le ocurre a la vida cuando, con el paso del tiempo, muta en literatura. 

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En unas de las entradas iniciales de su reciente Salvapantallas (Ed. Lanzallamas, 2014), se cuenta una anécdota que para mí se convierte, al cabo de un tiempo, en una alegoría de su proceso artístico. Alegoría de la forma en que dentro de su escritura la vida da paso al trazo, al registro poético de una cotidianidad que no por ser ella ordinaria, deja de ser potente e iluminadora:

Chaves1Me pica el grano de la rodilla. Lo rasco primero con cuidado de no arrancarlo. Poco a poco, lo rasco y trato de levantar sus bordes con lo que queda de unas uñas que durante el día fui recortando con los dientes. Tengo siete años y, para este momento, una herida que dejarás cicatriz permanente [….] Todavía no lo sospecho pero este día quedará grabado en mi memoria y volverá cada tanto como la noche que, 30 años en el futuro, me voy a sentar a contarla. (13)

El mejor Chaves es precisamente este, el que decide rascar el grano hasta dejar la herida abierta, el niño impaciente que marca la vida con desesperación para luego sentarse pacientemente a esperar a que la herida se convierta en escritura: en cicatriz. Vida y literatura se confunden, no porque la vida tenga la estructura de lo literario, ni siquiera porque la vida sea poética o alucinante como a veces ocurre en la literatura, sino por una razón más sencilla pero arriesgada: porque la vida misma termina por convertir todo el material cotidiano en huella, en cicatriz de una herida abierta.

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La batalla literaria de Chaves se juega entonces en las fronteras que separan los géneros reconocibles – novela, poesía, crónica – de eso que Alan Pauls ha llamado el “texto utópico por excelencia”: el diario íntimo. Chaves se inscribe así en esa gran tradición literaria del Siglo XX, esa tradición que comienza en los diarios íntimos de Kafka y que pasando por Robert Musil, por Witold Gombrowicz, por Virginia Woolf, llega hoy día hasta Ricardo Piglia. Leo a Chaves y vislumbro momentos de gran agudeza en los cuales esboza una poética, momentos breves y precisos, en los que sin petulancia ni arrogancia, esboza teorías literarias. Momentos, por ejemplo, como este:

Vengo al diario entre pausas de lectura. A veces solo para escribir mentalmente. A veces para transcribir entradas que anoté a mano en la libreta. Otras veces para escribir/transcribir y borrar.

Encuentro momentos como este y no puedo parar de pensar que Chaves – sin airearlo mucho – tiene muy bien pensada su poética, la forma en el que el diario le sirve casi para borrar el mismo acto de la escritura. El diario como dispositivo para borrar el momento de la escritura, el diario como excusa para seguir escribiendo como si no pasara nada. Lejos del peso de las grandes empresas literarias y sus solemnes pretensiones, Chaves se limita a transcribir en su diario vivencias, para luego, minutos más tarde, borrarlas. Me gusta pensar que en su caso, su magnífica obra literaria surge, poco a poco, de las huellas que van quedando luego de tanta borra y cuenta nueva. Huellas que, con el paso del tiempo, acaban por sigilosamente construir una impresionante radiografía de la vida privada de un hombre común. Huellas vitales que crecen a espaldas de la vida, como esa imponente hiedra que crece a espaldas del escritor en “Traducción Libre de un Tema Inédito de Chan Marshall” , ese poema que bien podría servir como esbozo de una poética posible:

Chaves4Tenías dieciséis años en esa foto,

atrás la hiedra crecía como un cáncer.

sin simetría, con determinación.

dieciséis y ya sabías

lo que las manos no alcanzaban,

lo que era tu nombre escrito en tinta china,

lo que era una canción repetida hasta dormir

[…]

La hiedra nada sabía de eso

pero crecía detrás de ti

en la misma foto

donde aún tenías dieciséis

y ya la pared está totalmente verde,

cubierta por la hiedra que no sabe

lo que nosotros sí.

Mucho tiene en común la escritura de Chaves con esta hiedra que crece ciegamente, pero que a oscuras deja un registro negativo, en sombras, de una vida que se va dando sin testigos. La hiedra, como la cicatriz, produce un negativo fotográfico de una vida que se niega a detenerse. Y así, título a título, empieza a crecer una obra que, como la de Alejandro Zambra o la de Fabián Casas, guarda algo de la extraña fuerza de los álbumes familiares. Una obra compuesta de historias polaroid, como lee uno de sus primeros títulos. Una obra potente, escrita con la convicción de que la mejor literatura tiene mucho de borrador.

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Chaves2Por decirlo de otro modo: si fuera boxeador, Luis Chaves sería uno de esos grandes estilistas cuyo estilo toma un tiempo captar, pero termina por imponerse sin por eso, revelarse. Uno de esos boxeadores que nos ganan sin saber exactamente como lo han hecho, pacientes en sus golpes y en sus pasos. Uno de esos boxeadores cuyo estilo proviene de una gran seguridad interna, frente a los cuales el golpe de cintura nunca se muestra suficiente. Si dentro de los nueve perfiles de boxeadores que recoge en su libro 300 Páginas Prosas (Ed. Lazallamas, 2013), hubiese uno como él, habría que darle apodo de mosca mágica, de enigma silencioso pero potente. Habría que describir su capacidad para el golpe a base de frases cortas y esa forma enigmática en la que el oponente cae rendido sin saber exactamente cuando fue que le propinaron el golpe decisivo.

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Tomemos, por ejemplo, Asfalto (Ed. Lanzallamas, 2012) esa novela que el propio autor – poeta al fin y al cabo – ha subtitulado un road poem; esa novela que el propio Chaves ha catalogado con la siguientes palabras: “Ni siquiera la radiografía: Asfalto es el electroencefalograma de una novela.” (105) Este electrocefalograma de una novela por venir, se niega a ser lo que uno usualmente imaginaría. Asfalto se niega a ser la narración del viaje salvaje del joven vanguardista. Se niega, por así decirlo, a los excesos que uno esperaría de semejante título. En vez de hallar la vida en bruto, el registro vital de la experiencia desaforada, encontramos algo más: un álbum de postales fotográficas detrás de cuya objetividad logramos entrever una vida sentimental. Con un minimalismo que recuerda al de la gran novela de Diego Zúñiga, Camanchaca, Chaves esboza una poética narrativa, en donde lo importante no es necesariamente lo que ocurre en cada una de las postales que componen su novela, sino lo que el lector logra entrever al pasar de una imagen a otra. Lo importante, por así decirlo, es lo que ocurre cuando no hay nadie mirando las cámaras de seguridad:

Mientras el empleado de turno duerme, el monitor en blanco y negro de la cámara de seguridad deja ver una estación de servicio en la que, cada tanto, aparece un automóvil del cual se baja un desconocido. (23)

A Chaves le interesan los puntos ciegos de la vida, esos instantes cuya importancia apenas entrevemos y cuya fecha de revelación, por así decirlo, siempre le pertenece al futuro. Su escritura, cercana a la fotografía, ocurre en ese instante en el que el pasado se mira en sus reflejos futuros. Allí, en ese breve lapso que separa pasado y futuro, la prosa de Chaves abre un espacio íntimo, monta tienda y se asienta a acampar. Y es que leyendo Asfalto me asalta una pregunta: ¿Hay melancolía en la prosa de Chaves? ¿Hay nostalgia en este acercamiento fotográfico? Siento que no la hay y que es este precisamente uno de los grandes aciertos de Chaves: retratar el pasado como lo que fue, como un objeto pesado y todavía ambiguo, más cercano y siniestro de lo que imaginaríamos. Siguiéndolo podríamos decir que este “efecto retrovisor”, ese que acerca lo lejano hasta volverlo omnipresente, dota su prosa de un objetivismo capaz de escapar la esfera de la mera nostalgia. O tal vez sí, hay nostalgia, pero esta siempre llega segundos más tarde, como esa segunda ola capaz de arrastrarnos hasta la orilla cuando ya creíamos que estábamos perdidos.

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Chaves3¿Qué queda entonces al final, en este proceso de escritura y borradura, de escritura sin testigos que se niega, sin embargo, al sentimentalismo? Basta citar al propio autor cuando se refiere a su libro Iglú (Ed. Germinal, 2014): “…un libro finito que tiene que deshacerse mientras se lee.” El estilo Chaves, indudablemente suyo, apunta a eso: a deshacerse en el momento preciso en el que se propone, como lo hacen los mejores boxeadores. Algunos le llaman sutileza. Me gustaría llamarle bravura.

Carlos Fonseca Suárez (San José, Costa Rica, 1987) pasó adolescencia en Puerto Rico. Obtuvo un doctorado en literatura latinoamericana de la Universidad de Princeton. Ha publicado una novela, Coronel Lágrimas (Anagrama, 2015). Vive en Londres. Es miembro fundador de El Roomate, y en esta revista ha reseñado a los siguientes autores: Emiliano MongeAlan PaulsJosé Miguel Wisnik, João  Gilberto Noll, Ángel G. Quintera Rivera , Sergio WaismanSamantha SchweblinLorenzo García Vega, Jennifer Thorndike y a Alan Pauls de nuevo

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