Luis Othoniel reseña ‘Por si nos da el tiempo’, una novela de Julio Ramos (Puerto Rico)

Julio Ramos. Por si nos da el tiempo. Argentina: Beatriz Viterbo, 2002. 104 páginas.

por-si-nos-da-el-tiempo-de-julio-ramos-844111-MLA20479082950_112015-O¿Dónde será que entierran los nómadas a sus muertos? Mientras más me repito esta pregunta más me desarma. Me parece que hay una clave ahí. Pero como sabemos, cuando uno dice que hay una clave en algo, es que uno desea que la haya. ¿Dónde entierran los nómadas a sus muertos? Esa pregunta está al centro de una novela fundamental (decir que una novela es “fundamental” es también un deseo más que un veredicto) que, al menos a mí me parece, ha sido desleída, considerada una obra menor de lo que es uno de los proyectos críticos de más influencia en Latinoamérica. La novela se titula Por si nos da el tiempo, y la escribe el mismísimo autor de Desencuentros de la Modernidad en América Latina (y de Paradojas de la letra, y de Sujeto al límite). La novela se desarrolla a partir de una conversación en un hotel en La Habana entre un joven crítico que roba becas para escribir libros ficticios, y una suerte de doble del mismo Julio Ramos. El joven Santiago Lavoe entrevista al autor de Desencuentros y quiere algo de él que vaya más allá de la cita, la revelación, tal vez, de una experiencia que no llega a aparecer en la novela, cifrada en unos distractores alacranes que suben por la muñeca derecha del narrador.

 

“-Pero aparte de la cita tan consagrada del autor argentino (cita, por cierto, que no es de Renzi sino de Ratliff, creo, en Prisión perpetua) y sus recuerdos de alumno apócrifo en Buenos Aires ¿tiene algo que contar, o será todo, en nuestro tiempo, pura cita, incluso los Desencuentros y esa vida alternativa de Martí que allí entre líneas se cuenta?

-‘Pura vida’, siempre me dice un amigo costarricense. También puedo decirte yo eso a ti, ‘pura vida’, ¿no te parece?”

-No entiendo bien, ¿eso quiere decir que cuenta o no?” (72)

El joven Santiago también habita los libros, su lenguaje inevitablemente se dirige a la cita, su enfermedad es la misma que la del entrevistado. Sin embargo (o tal vez precisamente por eso) el propósito de la entrevista, para él, es abrir un hueco en el papel, en las lecturas infinitas de su entrevistado, para poder vislumbrar una vida, encontrar y documentar una verdad, un secreto, que confirme ciertos mitos chismográficos del autor de Desencuentros. El problema, es que la importancia de un secreto no está en su contenido sino en cómo se esconde, en las formas que se usan para esconderlo (pienso en “La carta robada” de Poe).  Como vemos en la cita de arriba, “la vida”, para el narrador de nombre Julio, se vive en la cita. En una primera instancia parece que el narrador quiere esconderse, redireccionar las preguntas de Santiago hacia una conversación intelectual. Pronto nos damos cuenta de que ese no es el caso. La cita se ha convertido en la casa de este nómada (¿la mochila?), y esa es quizá la lección que tiene que darle el veterano lector al igualmente voraz lector joven. Primera hipótesis: ¿dónde entierran los nómadas a sus muertos? Pues en sus lecturas. Encontramos en las conversaciones sobre literatura de estos dos personajes un modo de intimidad mucho más poderoso que la confesión, porque, en el fondo, y en algunos casos, podemos conocer a una persona mucho más por su modo de leer que por sus secretos. Uno de los tesoros escondidos de esta novela se encuentra en la ficcionalización que se hace de cómo Julio Ramos llegó a revelar a ese José Martí exiliado en Nueva York, ese Martí que emerge hacia el final de Desencuentros escribiendo crónicas de anarquistas publicadas en Buenos Aires, ese Martí que sólo puede entender y postular “nuestra América” al encontrarse afuera de ella. Aprendemos mucho más del narrador en su modo de conversar sobre Martí que en los secretos que esconde su conversación. El mismo Santiago refuta muchos de los presupuestos de Desencuentros sin que el autor se defienda, porque en la conversación es que está sucediendo el verdadero encuentro

“Martí nunca se hubiera identificado como un escritor de Nueva York como ese que usted describe. Eso hubiera significado una contradicción demasiado pesada para su discurso nacionalista y latinoamericanista en aquellos años anteriores a la Guerra Hispanoamericana, la del 98, que empezó realmente en el 95, tras el desembarco de Martí en Oriente, unos meses antes de su muerte. En su historia del imperialismo, Lenin identificó la Guerra del 98 con la hegemonía de un nuevo tipo de capital. Él lo llamó el capital financiero. Me parece que esa época guarda paralelos con el fin del siglo XX. Globalización del capital flexible, posindustrial, por un lado, migraciones masivas de las zonas desechadas por la nueva división del trabajo, y quiebres profundos de los modos de representación y de la experiencia. Y además, crisis del intelectual que tiene que imaginarse una piel nueva, nuevas formas de escritura.

-Veo que aún lees a Lenin.” (103)

 

[A]hora, […] se nos derrumba todo, y no hay Martí que pueda detener este capitalismo salvaje. Con razón todos los poetas jóvenes lo detestan, algunos, digo, a Martí lo detestan, porque nos dejó con toda una idea redentora del futuro que le da fuerza ya tu sabes, al Hombre” (60)

Por si nos da el tiempo responde a un género que no estoy seguro de cómo llamar. Dos ejemplos, The Lesson of the Master de Henry James y Prisión perpetua de Ricardo Piglia. En esas dos novelas nos encontramos a jóvenes influenciables por escritores veteranos que los seducen con la literatura. Pero no con la literatura como un producto a confeccionar, sino como un modo de vivir (que en esas novelas puede ser muy jodida, no tanto en esta). El personaje de Piglia, Steve Ratcliff, novelista americano medio “loser” que vampiriza y se divierte con el compromiso irracional del joven Emilio Renzi en el bar Ambos Mundos (tanto el bar como Steve reaparecen en los recién publicados diarios de Piglia, pero no me cuenten que todavía no termino de leer), aparece como referente en la novela de Julio Ramos e incluso encontramos una escena ficcional sobre el primer encuentro de Ramos con Piglia en Buenos Aires. Habría que escribir un libro comparando las obras de estos dos autores tan raros (Los más raros todavía es el título del libro de entrevistas que está escribiendo Santiago Lavoe). Dos escritores raros porque habitan con tanta gracia como incomodidad espacios poco hospitalarios de la ciudad letrada y que ejemplifican en modos paralelos y complementarios eso que algunos llaman poscrítica: el uno como confeccionador de ficciones críticas y el otro de críticas ficciones. Ambos abren al lector una caja de herramientas para ser usadas (y que de hecho son usadas por tantos de nosotros), que no libros para ser contemplados, y su trabajo de escritura depende del contagio que generan a través de sus lecturas. Con Piglia, las escrituras de Macedonio o Arlt se convierten en otra cosa, en Julio Ramos serían Martí o Luisa Capetillo (o tantos otros). De alguna manera borgeana ellos se inventan a los escritores que leen críticamente. Lo importante no es qué nos dicen sobre ellos, sino las posibilidades que abren para que nosotros los sigamos usando. Más que habitar la ciudad letrada, uno tiene la impresión de que Ramos es una especie de ladrón. Entra en ese espacio. Roba lo que quiere. Y luego lo reparte para hacer con eso otra cosa. Me recuerda esto lo que dicen Fred Moten y Stefano Harney en su libro sobre la universidad y los undercommons: «one can only sneak into the university and steal what one can. To abuse its hospitality, to spite its mission, to join its refugee colony, its gypsy encampment, to be in but not of the university». Me recuerda también lo que dicen Deleuze y Guattari en el primer capítulo de Mil mesetas. Dicen (y se parece mucho al argumento de Ángel Rama sobre la ciudad letrada) que el libro siempre ha sido entendido bajo el modelo del Estado, como una totalidad cerrada e impuesta desde un lugar de poder a una geografía imaginaria que lo resiste. Ante ese libro que es un modelo del Estado, ellos no proponen otro libro en oposición. En cambio, explican cómo la máquina nómada, por definición anárquica, reapropia el libro como parte de un ensamblaje, como una pieza más (¿una polea? ¿una cadena?, ¿un alternador?) en una serie de máquinas que conforman la meseta moderna. El libro nómada no tiene comienzo ni fin, se convierte en “un tallo para el rizoma”. Esto me recuerda (ya vamos ensamblando) eso que Piglia siempre dice sobre los finales en la literatura: que en los finales siempre se cifra el sentido porque en la vida no hay finales, sólo en los libros. Aunque habría que decirle a Piglia que él no lee así, que cuando él lee parece que los libros que lee no tienen final. También me recuerda esto lo que dice el mismo Julio Ramos sobre los libros de Luisa Capetillo, cito largo:

«La agitación generalmente motiva y autoriza la escritura en Capetillo. De ahí que lejos de contruir una ‘obra’ con pretenciones de cierre y totalidad, sus cuatro libros –casi siempre de modo fragmentario y coyuntural –respondan a problemáticas ligadas a los conflictos de la vida diaria. La crianza infantile, el amor, la repression familiar, la sexualidad femenina, la prostitución, las creencias religiosas, las luchas en los centros de trabajo: esos son algunos temas constantes de sus escritos. […] Los tres libros principales de Capetillo […] son conjuntos de materiales menores, cartas, traducciones, proclamas, apuntes autobiográficos, fragmentos de oratoria, breves artículos y ensayos. […] Más importante aún, ese recorrido de la escritura por las formas de la vida diaria presupone un concepto de autoridad intelectual muy distinto de las normas de la cultura letrada. En los libros de Capetillo proliferan, por ejemplo, los textos de otros: cartas de compañeros, traducciones, resúmenes de artículos de revistas extranjeras. En efecto, ahí no opera la norma de ‘originalidad’ –la noción del libro como propiedad individual – distintiva de la institución literaria.” (135, Paradojas de la letra, 1996)

Que no se mal entienda lo que sugiero acá. Así como Piglia no escribe desde el mismo lugar que Macedonio, Julio Ramos no escribe desde el mismo lugar que Capetillo. Lo que interesa, sin embargo, es que la “ambivalencia ante la Ley” que Ramos ve en Capetillo cifra su propio deseo, revela y postula una relación (sí, nómada) con el Libro que está íntima y afectivamente ligada, amarrada, continuada, volcada, a la vida. La voracidad crítica, entonces, deviene personaje conceptual y máquina reproductora de subjetividades, de «yoes». La voracidad crítica se desentiende de los marcos apolíneos de la institución académica (que siempre es cínica en la postulación de un sujeto-experto que estudia un objeto canonizado o a canonizar, en donde se estudia la radicalidad pero se vive como burgués). El crítico ya no devora a los objetos, sino que los objetos también lo devoran a él. Por si nos da el tiempo, entonces, sí consiste en una revelación íntima y afectiva, pero no la que esperamos. Asistimos en esa novela, como quien mira por el hueco de un cerrojo, al suceso singular de un crítico que ya no puede hablar de sí si no es a través de los libros que estudia, a Acteón siendo devorado dionisiacamente por su perros. Tal vez por eso será que esta novela con apariencia tan erudita, es realmente una novela afectiva, melancólica, tierna, que lo hace saltar al narrador entre sus lecturas y el recuerdo de un primo-tío nómada, Pepón Osorio, que va hilvanando el hilo narrativo de la novela. Es un tono extraño el de esta novela. Un tono por un lado anestesiado y distanciado, como de alguien que sufre sin que sepamos por qué, y que prefiere hablar de sus libros porque ahí, en ese espacio conversacional, se siente más cómodo, como si la conversación fuera una hoguera (¿cuándo no lo fue?). Segunda hipótesis: los nómadas no entierran a sus muertos, más bien los despedazan y se llevan alguna reliquia metonímica colgada del cuello, tanto para recordarlos como para que los otros puedan verlos, el cuello lleno de reliquias, y van repartiendo huesitos a los compañeros que se encuentran en el camino. Tercera hipótesis: los muertos de los nómadas yacen en textos, en postales enviadas desde el Ecuador, en libros que cargan en la mochila y que con los años se convierten en familiares, en pura afectividad.

Una de las ideas recurrentes en Por si nos da el tiempo es la de escribir como si uno ya estuviera muerto, y tal vez por acá podríamos encontrar otra hipótesis/respuesta a la pregunta sobre los muertos de los nómadas.

“Ahora que lo pienso, el plan del libro Los más raros todavía era ingenioso y sólo superficialmente seguía las pautas de las ficciones de Borges o de Piglia, porque a Santiago le interesaba muy poco ya el cuestionamiento de la autonomía literaria, de sus límites o fronteras. No le interesaba tal distinción, porque cuando él entrevistaba o escribía se imaginaba de lleno en el futuro, eso me explicaba” (45)

“Aquí la lección de Santiago me resultó útil: escribir como si el futuro ya te hubiera donado un pedazo de tiempo” (47)

“Escribir como si ambos ya estuviéramos muertos: de eso se trata, pienso ahora, de escribir como si el futuro ya se hubiese cristalizado” (67)

Esta idea no me resulta tan fácil de entender. No creo que tenga que ver nada con los diccionarios de autores. Más bien lo entiendo como un modo de desencajar la escritura del individuo privado (la maldita condición moderna del autor propietario), de escribir como si la vida presente del individuo no importara, o en términos positivos, como si sólo importara lo que está más allá de mi horizonte vital. Supongo que también podría entenderse esto como una conjura del futuro, motivo que encontramos en los textos más viejos de la humanidad, aquellos de Acadia en los que la poeta Enheduanna, mucho antes que Platón o Derrida, veía la escritura como una tecnología que nos permitiría conquistar el futuro. También quiero entenderlo como un modo de humildad ante la escritura, un modo (digamos que espiritual) de entender el acto de escribir como una serie larga en la que el yo es sólo una instancia más. Cuarta hipótesis: los nómadas viven como si ya los hubieran enterrado, fuera de contexto, ya habitan el futuro inevitable del capitalismo salvaje, y desde allá escriben para advertirnos.

Para terminar, los dejo, como siempre, con una cita de la novela que me mató diez veces y que contiene la pregunta de toda esta reseña, no sin antes manifestar un capricho. Quisiera que Julio Ramos escribiera más novelas, o mejor, más poesía (que se le da tan bien como se ve abajo). Sus libros críticos abren unas constelaciones increíbles, y no me avergüenzo en decir que son constelaciones que me contienen de alguna manera, que he heredado y plagiado. Pero algo sucede (como en sus documentales, como en algunos ensayos y entrevistas que han salido en los últimos años) cuando este autor se nos revela en el texto que nada tiene que ver con eso que llaman “la escritura del yo” en Argentina, que tan narcisista se muestra a veces. Y lo que sucede es que uno aprende mucho del modo tan singular en que este nómada se sufre y se goza, se hace y se destruye, y luego se comparte y se conversa, en lo que lee. A riesgo de simplificar, nos ofrece en esta novela tan tierna y tan brillante, un modo diferente de conectar la vida con el rizoma del texto y de ya no sufrir en soledad el ser raro, nos abre una caja de herramientas que al menos a este servidor le ha servido de mucho.

Dónde será que entierran los nómadas a sus muertos
Los cargarán a cuesta en las travesías
protegiendo la piel
muerta de la inclemencia del sol, bajo los cueros
que siempre portan como tarjetas postales los camellos
o dejarán la piel secarse al sol
ya sin carne ni fibra
y a las cuatro o cinco semanas
regresan para juntar los restos, el polvo
en leve montañita que dispersan luego en el aire
en cualquier punto de la travesía
o que acaso llevarán colgado del cuello
en bolsitas de cuero fino, con algún huesito por muchos años,
para que el diminuto sarcófago mantenga en el recuerdo
lo que faltaba a la carne seca,
a la montañita indómita de polvo,
al huesito indómito
para que así los proteja finalmente en la batalla (94)

Postdata: Conocí a Julio Ramos el pasado Mayo durante el congreso de LASA en Puerto Rico. Andaba yo bastante asqueado con ese congreso que reúne miles de intelectuales latinoamericanos y genera millones de dólares pero que se celebró a puerta cerrada (le cobraban la entrada a los maestros y estudiantes de Puerto Rico, los muy fascistas) en hoteles americanos mientras Puerto Rico se hunde en la miseria neoliberal, con una población que está siendo efectivamente deportada masivamente para que los hoteles y los millonarios se queden con toda la isla. Allí, me contacta el mismo Julio Ramos y salimos a almorzar con Adriana Rodríguez Pérsico (a quien no conocía, y que aparece en la novela) y con Ana Amado (amiga cercana, madre adoptiva de muchos realengos literatos como yo), y luego nos fuimos los cuatro a la playa de Vacía Talega en Loíza, y fue de los momentos más agradables que tuve esos días. Recuerdo la sensación desorientadora de estar con esos tres, que habían leído mucho más que yo. Recuerdo también que mientras ellos hablaban de sus viejos amigos yo pensaba que para ellos son amigos, pero para mí son textos. Julio, en algún momento, nos enseñó a comer coco utilizando la cáscara como una cuchara. A Adriana le hacía mucha gracia, no sé si ese método julioramista de comer cocos, o la devoción y orgullo que Julio exhibía al enseñarnos su secreto talento. Esa misma noche, y por casualidad, me llevé a Adriana y a Ana a un bar de Río Piedras donde estaba tocando en vivo una banda heavy metal con mucha rabia. La pobre de Adriana sufrió con mi terrible elección musical (a Ana no le importó mucho), pero creo que a Adriana también le hacía gracia lo que ella veía como mi excentricidad. Recordé con ellas que la primera vez que leí a Julio Ramos pensé que era argentino.

Luis Othoniel Rosa (Bayamón, 1985) es el autor de la novela Otra vez me alejo (Buenos Aires: Entropía, 2012; Puerto Rico: Isla Negra, 2013). Más tarde este año saldrá su primer libro académico, Comienzos para una estética anarquista: Borges con Macedonio, en la editorial chilena Cuarto Propio. También saldrá su segunda novela, Caja de novela con ángel, en ediciones en Puerto Rico y Argentina hacia el final del 2016 (o eso le dicen sus editores tortugas para que no se desespere). Estudió en la UPR, Río Piedras y tiene un doctorado por la universidad de Princeton. Es hijo de dos maestros de español y cambia a menudo de geografías y de empleadores porque le tocó vivir en este mundo de crisis permanente. En El Roommate ha reseñado a los autores Michelle ClaytonRaúl Antelo,Lorenzo García VegaMargarita PintadoRafael Acevedo,  Mar Gómez,  Isabel Cadenas Cañón,  Romina Paula,  Mara Pastor, Julio Meza Díaz,  Sergio ChejfecBalam Rodrigo, Juan Carlos Quiñones (Bruno Soreno)Sebastián Martínez Daniell, Colectivo Simbiosis Cultural y Colectivo Situaciones,  Margarita Pintado (otra vez!), Ricardo Piglia  , Francisco Ángeles y Julio Prieto.

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