Luis Othoniel reseña a Francisco Ángeles (Perú)

Francisco Ángeles. Austin, Texas 1979. Lima: Animal de Invierno, 2014. 141 págs.

BorrarLa idea de la crisis de la masculinidad es una que siempre me ha dado mucha gracia. Primero porque ¿qué hay de lamentar en esa crisis? Es como decir que la tuberculosis está “en crisis”, o que la esclavitud está “en peligro” de ser abolida. Segundo, porque esa “crisis” crea la ilusión, vende el falso relato, de que el sistema de organización social y político moderno (capitalista) efectivamente ataca y desarma la masculinidad (como la tuberculosis, o la esclavitud). Pero el problema es que vivimos en un mundo lleno de tuberculosos y esclavos. Lo único que sucede es que la modernidad capitalista nos los esconde, nos vende la ilusión de que la esclavitud o el machismo es una cuestión del pasado, abolida, y nos oscurece esa realidad histórica brutal que es que la esclavitud y el control sobre el cuerpo femenino son los dos grandes eventos (junto a la conquista del nuevo mundo) que abren la modernidad, y que sin que estos eventos se sigan reproduciendo en variaciones (la explotación a través del trabajo asalariado y la reproducción exponencial de esa clase trabajadora por medio de los trabajos inpagados y sexualizados de la mujer) la modernidad no puede funcionar. De manera que cuando leo sobre la crisis de la masculinidad no sólo me da risa, también me da un poco de furia. La masculinidad no sólo sigue siendo el motor de la muy jodida vida moderna, sino que no está en “crisis” porque no tiene ninguna necesidad de seguir viva, deshacernos de ella sería abrir las puertas a un mundo mejor.

La segunda novela de Francisco Ángeles, Austin, Texas 1979, es un drama familiar, narrado impecablemente, y el motor de la narración es esa máquina compleja de relatos que es el sicoanálisis. Es una novela que trabaja esa ficción de la crisis de la masculinidad. Recuerdo a Ricardo Piglia alguna vez decir en una clase sobre Manuel Puig que el sicoanálisis sólo funciona en Latinoamérica como relato, como máquina narrativa, y esta novela es una heredera de esa tradición. El protagonista es un joven raro, sensible y sin agencia, no sólo incapaz de actuar sobre el mundo, sino que el mundo actúa violentamente sobre él al punto de la depresión. Y así, se encuentra con una joven que se aprovecha de su incapacidad para la violencia, de su vocación de lienzo o de barro, para actuar sobre él, para construirle un espacio, un hueco maternal, donde se pueda esconder de ese mundo que lo violenta. Y ahí, en ese espacio maternal, como quienes miran por la ventana al mundo exterior, intercambian historias sobre sus respectivos padres. Estas dos historias son lo mejor de la novela, cada una en un estilo diferente. La primera en el estilo de una policial de Piglia o Arlt, la segunda en el estilo de un drama de Henry James (con un poquito de Nabokov). La primera sobre un padre perverso, un siquiatra que no sólo explota sexualmente a las mujeres en su entorno sino que secretamente disfruta poner a las mujeres a competir entre ellas, a redirigir el odio que sienten por el que las explota contra ellas mismas, anulando así toda posibilidad de solidaridad femenina, y que desemboca en la historia de un crimen. La segunda es la historia del “padre bueno”, del padre “progre”, que es profesor en una universidad y que precisamente intenta enseñarle a sus alumnos a cómo escaparse o protegerse de la competencia, que la competencia es una perversión a evadir, y durante el relato sostiene una tensión sexual con una alumna que no sabemos hasta el final del relato si tendrá realización o no (lean la novela, no voy a decir). Esas dos historias son como dos novelas inversas, tanto en la diferencia de los padres como en la diferencia de estilo, y ambas terminan con una vuelta de tuerca (se podría decir que una es el Turn of the screw de Henry James, y la otra es La otra vuelta de tuerca de Onetti). La novela entera, como buen drama familiar, termina también con una vuelta de tuerca. A través de los relatos, el protagonista raro y sin agencia, reúne todas las fuerzas que tiene para finalmente tomar una acción sobre el mundo. Y su singular acción será la de una castración simbólica. Para no reproducir la masculinidad de los padres, su mejor salida no es la de ser un padre “diferente”, la de ser el “progre” o el “perverso”, sino la de renunciar a ser padre del todo, y esto lo vemos con la historia de su conejo (tampoco voy decir cómo termina esta historia para no arruinársela al lector). ¿La paternidad? No tiene ninguna urgencia de seguir viviendo.

Ahora bien, ¿cómo criticar una novela tan impecable, tan literaria, una novela en donde se nota cómo el autor se expone, abre su intimidad al lector y se las juega? Es difícil, porque eso es precisamente lo que busco cuando leo, busco autores que se juegan el pellejo en lo que escriben, y Francisco Ángeles, en este sentido, es de los míos. Y no sólo se juega el pellejo en esta novela, sino que trabaja espléndidamente sobre una tradición novelística que es muy rica, de lectores duros pero también de mucha atención y sensibilidad a la manera de contar. El modo de criticar esta novela tiene que empezar por una crítica al sicoanálisis mismo, y a su noción de familia y de masculinidad que reduce la complejidad del mundo social a un drama doméstico. Es decir, esta novela nos enfrenta a una poderosa realidad: no tenemos ninguna necesidad de ser padres, de seguir el juego de la reproducción de la familia. Pero yo quiero más, yo soy glotón cuando se trata de escritores tan buenos como éste. Yo no quiero que se cargue sólo a la paternidad y a la familia. Yo quiero que Francisco Ángeles escriba una novela cargándose al mundo completo y a todas sus horribles formas de violencia social de las cuales la paternidad es sólo una más.

Como siempre, los dejo con una cita larga de la novela, un página que no es central al argumento, pero que me disfruté mucho, y que seguramente el lector se disfrutará, con la importante vuelta de tuerca al final, no sin antes decir que esta es una novela para leerse de una sentada y disfrutársela y pensar, y luego pensar en cómo va a continuar escribiendo este talentoso novelero que se expone y no le tiene miedo a jugárselas.

Cinco días había pasado en casa de Adriana; cinco días el conejo estuvo abandonado en mi departamento. No me había preocupado de él ni había pensado en sus posibilidades de sobrevivencia, pero ese domingo, de vuelta de casa de Adriana, sentado en el asiento trasero del taxi, pidiéndole a gritos al conductor que acelere lo máximo posible, sentí la urgencia de llegar pronto, como si cinco días después una diferencia e minutos pudiese todavía ser relevante […] Abrí la puerta, el corazón golpeándome el pecho, abrí la puerta preparándome para lo peor o acaso para lo que secretamente deseaba, y lo encontré sentado en un rincón, el pelo gris, las orejas caídas, el gesto inexpresivo. Pero no sentí ninguna emoción por su sobrevivencia. Hubiera querido alegrarme, pero mi cuerpo no respondía. Lo saludé a la distancia, el silbido distintivo que siempre había utilizado para llamarlo y al que, en otras épocas, el animal reaccionaba con entusiasmo. El conejo levantó las orejas, como siempre, muy erguidas, y las movió de un lado a otro como calculando desde dónde llegaban exactamente los sonidos. Pero esta vez ejecutó el movimiento sin energía, gesto repetido, puro costumbre o instinto, y entonces, perturbado por la evidencia de que las cosas habían cambiado, perturbado a pesar de que no tenía ningún sentido que lo estuviera, me acerqué a mirar su plato y descubrí los restos de comida adheridos al fondo del plástico. En su tazón aún no quedaba empozado un centímetro de agua, líquido inmóvil donde flotaba un polvillo que brillaba como escarcha. No había estado a punto de morir de sed, el recipiente siempre fue demasiado grande, innecesariamente grande para su tamaño, pero esa desproporción acaso le había salvado la vida. Tomé el recipiente, fui a llenarlo de agua fresca, le serví una buena ración de alimento, que para mi sorpresa el conejo no se apuró en probar. Y después saqué el teléfono de el bolsillo con la intención de llamar a Adriana para decirle que el conejo estaba vivo. Que seguía vivo y que en ese mismo instante se asomaba a su plato de comida, lento, tranquilo, como si no hubiera ninguna urgencia en seguir vivo, que era también lo que había aprendido con ella, la única conclusión nítida que pude obtener de la experiencia que pasé encerrado en su apartamento. Ninguna necesidad de seguir vivo (127-128)

Luis Othoniel Rosa (Bayamón, 1985) es el no-editor de El Roommate. Tiene una novela, Otra vez me alejo, (Buenos Aires: Entropía 2012; San Juan, PR: Isla Negra 2013). Reciéntemente terminó su primer libro académico, Comienzos para una estética anarquista: Borges con Macedonio. Actualmente escribe una novela experimental, Caja de novela con ángel, y un libro académico sobre economías feministas de la literatura en Puerto Rico. En El Roommate ha reseñado a los autores Michelle ClaytonRaúl Antelo,Lorenzo García VegaMargarita PintadoRafael Acevedo,  Mar Gómez,  Isabel Cadenas Cañón,  Romina Paula,  Mara Pastor, Julio Meza Díaz,  Sergio ChejfecBalam Rodrigo, Juan Carlos Quiñones (Bruno Soreno)Sebastián Martínez Daniell, Colectivo Simbiosis Cultural y Colectivo Situaciones,  Margarita Pintado (otra vez!), Ricardo Piglia  y Julio Prieto.

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