Vidas seriales
Ricardo Piglia. El Camino de Ida. Barcelona: Anagrama, 2013.
O. Prólogo a la reseña
“‘El capital’, concluía, ‘ha logrado –como Dios –imponer la creencia en su omnipotencia y su eternidad; somos capaces de aceptar el fin del mundo pero nadie parece capaz de concebir el fin del capitalismo. Hemos terminado por confundir el sistema capitalista con el sistema solar. Nosotros, como Prometeo, estamos dispuestos a aceptar el desafío y asaltar el sol’.” (Ricardo Piglia, El camino de Ida, 160)
Hay una vieja idea anarquista y romántica que luego las vanguardias artísticas recogen y que postula una vocación clara y sencilla para la literatura. La podríamos resumir así, la vocación de la literatura es la especulación activa del mundo que le seguirá al nuestro. Si bien hay una tendencia a denominar esta vocación como utópica, el fundamento de la idea es enteramente racional y lógico. La “modernidad” (Piglia siempre nos decía en clase que la palabra “modernidad” es un eufemismo para evitar la palabra “capitalismo”) es, como todo lo humano, finita, tuvo un origen y tendrá un final, y a su fin vendrá otro modo de organización con o sin nosotros, pero que tendrá su semilla en este mundo, es una forma que ya alucina entre nosotros, desde el principio de la modernidad ya está ahí, alucinando magos encantadores y genios malignos en Descartes y Cervantes. La literatura entonces se hace el reverso de la historia, con su mirada puesta en el futuro, en un objeto de estudio que todavía no existe en nuestro presente, pero que nos deja pistas. La vocación de la literatura es la especulación política. Hay sólo un problema con esa vocación. Es que es una idea tan bella como encantatoria, canto de sirena, tan elegante y necesaria como puede ser patética y alienante. Es que cuando le asignamos a la literatura esa tarea de imaginar lo que vendrá después del capitalismo, nada resulta más interesante, nada resulta más imprescindible. Entonces, la literatura se convierte en fe, y como tal, obnubila sus efectos inmediatos, su legitimación presente de ciertos lugares de poder, su indiferencia al sufrimiento que existe ahora, a las vidas que sufren hoy, es decir, la literatura entonces corre el riesgo de convertirse en “mala fe”.
La última novela de Ricardo Piglia, El camino de Ida, explora las ambivalencias, patetismos y radicalidades de un grupo de gente que se toma demasiado en serio la literatura, tan serio se la toman que poco les importa que su interés por la literatura cueste vidas, mate gente. Entonces, llega Emilio Renzi a enseñar a la Taylor University (que es Princeton, donde Piglia enseñó por más o menos diez años). El escritor argentino está perdido y desubicado en un país que no le responde, y encuentra una comunidad literaria muy diferente a la latinoamericana, una comunidad institucionalizada, una institución terrible que en su forma (jerárquica, aplastante) tiene el efecto completamente inverso al de esa vocación utópica de la literatura que veíamos más arriba. Es decir, mientras que nos encanta esa idea de que la literatura nos permite pensar el mundo poscapitalista, hipnotizados por ella, no nos damos cuenta que participamos en instituciones académicas que han convertido a la literatura y al conocimiento en un modo de acumular capital.
El camino de Ida es una novela inquietante. También es una novela de género, como lo son las últimas novelas del autor (Plata quemada, Blanco nocturno) mucho menos experimentales que las novelas clásicas de Piglia (Nombre falso, Respiración artificial, La ciudad ausente). Acá un hipótesis curiosa. Uno puede parear las últimas tres novelas de Piglia con las primeras tres y uno encuentra novelas hermanas escritas en estilos contrarios, las primeras experimentales e intelectuales, las últimas de género policial y más politizadas: 1. Nombre falso con Plata quemada (el robo), 2. Respiración Artificial con Blanco nocturno (el campo) y 3. La ciudad ausente con El camino de Ida (la conspiración política). Es como si Piglia, de a poco, estuviera reescribiendo su obra, primero como Macedonio y luego como Borges 😉
El camino de Ida es una “American novel”, un saldo de cuentas que hace el autor con la tradición literaria americana, el pago de una deuda a esa dicotomía tan inagotable que vemos en esa tradición gringa entre literatura y experiencia, y también un saldo de cuentas con la institución académica (veneno/remedio). Formalmente, la novela se divide en tres aspectos. Primero, una etnografía de la academia americana, en la que Renzi tiene un affaire con la profesora Ida Brown, lectora de Conrad que guerrea contra la despolitización del postestructuralismo. Luego tenemos la novela policial, Ida es asesinada y el narrador se lanza en su tarea detectivesca. Por último, surge la figura monstruosa y sublime de Thomas Munk, anarco-terrorista que parece sacado de las novelas de Conrad, Chesterton o Arlt.
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La terrible violencia de los hombres educados
“¿Habrá alguna carta de Sarmiento a Melville? Me miró [el scholar norteamericano], no diría extrañado, pero sí indiferente. Sé que cuando hablo de escritores sudamericanos a los que admiro, los scholars norteamericanos me escuchan con eduacada distracción, como si siempre les estuviera hablando de una suerte de version patriótica de Salgari o de libros del estilo de La cabaña del tío Tom” (51).
Las primeras cien páginas de la novela están llenas de momentos “etnográficos” como éste. Muchos ridículos y para mearse de la risa. Y ese humor también contiene una crítica demoledora de la academia como institución. Vemos, por ejemplo, esa diferencia tajante entre los circuitos intelectuales en Argentina, de donde viene el narrador, y sus equivalentes americanos. El primero se extiende más allá de la academia y juega un rol importante, aunque precario, en la vida pública argentina. El circuito americano, por el contrario, está ghettificado y la academia americana, riquísima en recursos materiales y humanos, es también una cárcel/catedral, una muralla que la divide hasta cierto grado de la realidad social a la vez que legitima la terrible oligarquía americana que acumula todo el poder en este país. La universidad americana se presenta como un monstruo sustentado en una violencia educada, en una cobardía ética. La inagotable contradicción que encontramos en los intelectuales académicos americanos (y que se cimienta con el posmodernismo) es la de un pensamiento radical encarcelado en una frágil vida burguesa; una riqueza de recursos intelectuales y una pobreza de experiencia; la compañía continúa de los compañeros de profesión y una soledad desterritorializadora en donde uno va perdiendo a los amigos. Renzi admira y comparte el apasionamiento de esa estirpe por la literatura (las conversaciones con una solitaria y retirada profesora rusa son de lo mejor de la novela).
Estaba un poco loco D’Amato, en cualquier situación recitaba fragmentos de Melville (en eso era como cualquiera de los que estábamos reunidos ahí, un triste grupo de lectores que seguíamos pensando en el carácter encantatorio de los textos literarios) (174)
Pero le sorprende y asusta ver cómo, cuando esa frágil vida burguesa del intelectual académico en Estados Unidos es levemente amenazada, el académico americano entra en pánico individualista y se desploma. Incluyo una cita larga, para enganchar al lector que conoce este mundo.
Las clases empezaron a principio de febrero, enseñaba tres horas por semana los lunes a la tarde, en la sala B-6-M de la biblioteca, el seminario tenía una asistencia moderada (seis inscriptos). Era por supuesto un grupo de élite, muy bien entrenado, y mostraba ese aire de conspiración que tienen los estudiantes de doctorado durante los años que pasan juntos mientras escriben su tesis. Es un tipo de entrenamiento muy extraño que en la Argentina no se conoce. Se parece más bien a un gimnasio del Bronx donde los jóvenes boxeadores son adiestrados por viejos campeones semi-retirados que los golpean y les dan órdenes sobre el ring, corriendo siempre en riesgo de terminar en la lona. Me parece uno de los pocos ritos de iniciación que quedan vigentes en el mundo occidental; quizá los conventos medievales tenían ese aire de sigilio, de privilegio y de tedio, porque aquí los estudiantes están casi recluidos, se mueven en un círculo cerrado conviviendo –como sobrevivientes de un naufragio –con sus profesores. Saben que el mundo exterior a nadie le interesa demasiado la literatura y que son los conservadores críticos de una gloriosa tradición en crisis.
Las universidades han desplazado los guetos como lugares de violencia síquica. El mismo día en que llegué un joven assistant professor de una universidad cercana se había atrincherado en su casa en Connecticut y había matado a un policía; permaneció encerrado durante doce horas hasta que llegó el FBI. Exigía que revisaran su promoción a asóciate porque se la habían rechazado y pensaba que era una injusticia y una desconsideración con sus méritos y sus publicaciones. Lo más divertido fue que al final prometió rendirse si le aseguraban que en la cárcel iba a poder usar ármas. Tenía razón, es en la cárcel donde deben usarse las armas, pero se negaron y el joven se suicidó.
Los campus son pacíficos y elegantes, están pensados para dejar afuera la experiencia y las pasiones pero corren por debajo altas olas de cólera subterránea: la terrible violencia de los hombres educados (35)
Es difícil no subscribir a esta crítica a la academia americana cuando uno la conoce. Aquí, sin embargo, le hago la única crítica que le tengo a esta novela. Y es que el mundo americano que retrata Piglia es engañosamente homogéneo, blanco y burgués, y obnubila un tanto la porosidad social que tiene esa cárcel/catedral académica. Es decir, ¿dónde estamos los inmigrantes, las minorías latinas, negras y marrones?, ¿dónde está el vasto país tercer mundista que subsiste adentro de Estados Unidos en esta novela? Escucho todavía ese chiste que hacían los estudiantes ricos en Princeton sobre gente como yo “gradschool is where the nerd world meets the the Third World”. Ese tercer mundo adentro de la academia americana no existe en esta novela donde todos los estudiantes son blancos y americanos, salvo ecos distantes. Sin embargo, puede que esto sea una reclamación injusta, porque esto no es una novela realista ni autobiográfica (por más que los compañeros que coincidimos en Princeton con Piglia querramos insistir). Ya en las primeras páginas uno siente que se adentra en el espacio del sueño (¡hay un tiburón en el sótano del director del departamento!), en donde todo adquiere la superficialidad de los estereotipos y la alucinación de la perspectiva. Nos encontramos con personajes y situaciones llenas de irrealidad. Este efecto me recuerda la novela “anarquista” de Chesterton, The Man who was Thursday: A Nightmare, en donde todos los personajes son agentes encubiertos que se hacen pasar por poetas estereotípicos. El camino de Ida también es una pesadilla de la academia americana, y todo tiene un velo de superficialidad, todo encubierto, y debajo subterránea un deseo muy real. Y es que en la academia americana hay una suerte de fantasma que todavía se formula. Un fantasma suicida y violento que vemos con ese evento ya anual, en el que algún profesor o estudiante atormentado se suicida y en el proceso mata a unos cuantos, pero también un deseo/fantasma del que surgen cosas maravillosas como Occupy Wall Street. Es un fantasma terrible y seductor que sueña con la destrucción de esa misma institución, de esa misma cárcel/catedral, pero desde adentro de ella. Piglia recoge muy bien ese deseo/fantasma en esta novela
2. La mala fe de la literatura
La primera vez que oigo algo así, dijo Nina. Matar a ‘algunas personas’ para conseguir lectores. Es un párrafo aterrador. El terrorista como escritor moderno, la acción directa como pacto con el Diablo. Hago el mal en estado puro para mejorar mi pensamiento y expresar mis ideas que ponen en cuestión a la sociedad entera. La garantía de verdad está dada porque su autor había sido capaz de filtrarse en las redes de control y represión del sistema, realizando decenas de atentados con bombas caseras sin ser localizado durante casi veinte años 158
La separación entre literatura y experiencia es un problema que divide la literatura de las Américas (acá estoy tomando prestado de la tesis de Jeff Lawrence, otro estudiante y estudioso de Piglia). Mientras que, grosso modo, la idiosincrasia literaria que domina la literatura americana es write what you know, es decir, que la experiencia es la que legitima la literatura (y esto va desde Emerson y Thoreau, pasando por Hemingway, Bukowski, Capote, el Beat Generation y hasta David Foster Wallace), la idiosincrasia literaria latinoamericana tiende más al escritor como lector voraz, a la ciudad letrada (y esto es así desde Sarmiento y Darío, pasando por Borges, por García Márquez, por Lezama y continúa en Eltit, en Piglia y en Bolaño, aunque podríamos decir que empieza con Sor Juana). Hay razones políticas y materiales para está “división” que también es una simbiosis (los latinoamericanos “leen” a los norteamericanos, los norteamericanos “experimentan” Latinoamérica). Es decir, los escritores americanos, por vivir en un país imperial (tanto material como ideológicamente) tienen la posibilidad de la experiencia y del viaje, mientras que los latinoamericanos, por venir de la colonia tercermundista, tienen, digamos, demasiada experiencia de la que huir y prefieren meterse en la biblioteca (ver Borges de nuevo).
Esta novela es una que intenta unir estas dos tradiciones, a través del personaje de Thomas Munk, un anarquista anticapitalista americano, matemático que abandona la academia y se va a vivir a una cabaña mientras planea el mechero que dará paso al fuego poscapitalista.
La sociedad tiene su archivo de causalidades rencorosas para explicar las acciones revolucionarias. Nosotros en cambio tenemos que buscar el acto puro, que no se comprende ni se explica y provoca la anomia (230)
Acá está el problema de la literatura de la experiencia: es extremadamente individualista (eso aplica a toda la lista de autores americanos arriba). Y a Piglia, como sabemos, no le gusta la falacia del individualismo. Es así que Munk surge como una fantasía, como un monstruo fragmentario (tan Don Quijote como el monstruo de Frankenstein), que une a las dos tradiciones hemisféricas: es un lector voraz, que codifica su acción directa en textos literarios como El Secret Agent de Conrad, la experiencia imitando a la ficción (como en “Tema del traidor y el héroe” de Borges), pero Munk también ejemplifica esa estirpe que abandona la pluma por la espada, que los libros lo llevan a la acción y no a la catedral/cárcel (irónicamente creando otro espacio cerrado que es su cabaña de hermitaño).
El camino de Ida está lleno de momentos de lectura obsesiva, en donde el lector detective encuentra en textos clásicos un soporte a la vida, una fe: vemos cómo Renzi, en duelo por Ida, va traduciendo junto al lector un poema de Robert Frost (son unas páginas hermosas, que recuerdan a un personaje de Saer en Cicatrices que hace lo mismo, quizá es Piglia inadvertidamente en duelo por su amigo), vemos cómo uno de los personajes va leyendo fragmentos del “Bartleby” de Melville a los estudiantes que están inquietos ante los ataques terroristas, vemos cómo el narrador va leyendo las anotaciones de Ida sobre una copia de la novela de Conrad. Por supuesto, estas escenas de lectura son la especialidad de Piglia, que lleva décadas puliendo ese estilo y contagiándonos con esa fe conspirativa en la lectura, plot y complot, esa certidumbre de que hay un conocimiento, unas claves, unas respuestas a la modernidad en la literatura.
Pero es de esa fe que emerge la fantasía de Munk, la fantasía de que en la soledad hermitaña de una biblioteca (o de una cabaña), en el alejamiento de la sociedad enferma por medio de los libros, pueda nacer la nueva experiencia poscapitalista (idea que alegremente Borges hubiera incluído en la Historia universal de la infamia). De ahí surge la “mala fe” de la literatura. Porque cuando esa fantasía se convierte en certeza por medio de una alucinación, uno se olvida de todo lo demás, uno se despreocupa por el dolor de este mundo mientras piensa en el que viene, uno alegremente se refugia en las murallas asquerosas de la catedral/cárcel.
Si bien criticaba la técnica [Munk, en su Manifiesto sobre el capitalismo tecnológico], como tantos filósofos y pensadores, su propuesta de una solución no recurría a la utopía de un mundo mejor, según el modelo socialista, sino a la tradición anarquista de la ‘vida buena’. Como Tolstói, y como los narodniki rusos, según Nina, el Manifiesto proponía el regreso a la pequeña comuna rural precapitalista, con propiedad colectiva (161).
Es fe y es mala fe al mismo tiempo, porque si hay un mensage uniforme que nos van enseñando los grupos activistas radicales hoy (y desde hace un buen tiempo), es que había una cultura autosustentable (en América, en África y en las comunidades campesinas europeas con sus “brujas”) al principio de la modernidad, y que fue truncada por la acumulación primaria del capitalismo (que se cercó y se apropio las tierras comunales europeas, esclavizó medio continente africano e hizo una limpieza genocida de las “otras” tradiciones indígenas autosustentables que se regaban por las Américas). De manera que más que una vuelta pre-moderna, es una vuelta a otra modernidad que fue truncada, como los vemos en el fantástico texto de Sylvia Federici Caliban y la bruja: Mujeres, cuerpo y acumulación originaria. En Munk se bifurca este deseo necesario, imprescindible, de imaginar ese mundo con la mala fe (muy denunciada en el anaquismo) de que el fin justifica los medios.
3. Vidas seriales, variaciones kropotkianas
En cada una de las seis novelas de Piglia hay uno o dos momentos centrales en donde interviene alguna figura o forma anarquista. ¡En todas! No he leído a ningún crítico hablar sobre eso (aunque puede que yo no haya mirado lo suficiente, pero lo dudo). Las últimas páginas de esta novela nos piden que repensemos esas formas anarquistas en su obra. Renzi, para entender a Thomas Munk, se pone a leer al biólogo anarquista Piotr Kropotkin. Kropotkin es quien por siempre se cerciora en separar el anarquismo del individualismo, el que nos dice que el individuo no es nada sino una falacia para legitimar la propiedad, que lo que entendemos como individuo no es otra cosa que una resultante, un choque, una explosión de cosas, una célula o neurona dividida en series y segmentos, y la tormenta eléctrica que le da vida y la comunica con el resto del cerebro es la ayuda mutua. Kropotkin corrige a Darwin, no es la competencia de individuos de la misma especie lo único que cataliza la evolución, sino que es la ayuda muta el factor determinante de la evolución de las especies.
“Me detuve frente a él [Orión] pero me miró con indiferencia; él también tenía sus momentos y sus segmentos de vida” (74)
“Había dividido su vida en secuencias autónomas, que obedecían a la palidez y la quietud de los cambios naturales. La cuestión no era cómo hay que pensar lo que se vive, sino como hay que vivir para poder pensar” (194)
Munk no es una persona. Es un deseo.
“Se veían grafitis con la imagen de la cabaña del bosque y una leyenda que ahora se había personalizado: Munk for president. Los anarquistas lo consideraban un prisionero de guerra, un rehén del capitalismo” 259
La gran aventura filosófica que es la obra de Delueze y Guattari consiste en cruzar la idea anarquista del individuo como resultante (series y segmentos) con el sicoanálisis. Según ellos, Freud reducía el inconciente al universo familiar, a la familia burguesa cómo origen y núcleo de todos los traumas, y está completamente ciego ante las series y segmentos sociales que traspasan el espacio individual/familiar, y se transversan como deseos colectivos. Me explico. Cuando digo que Munk emerge hacia el final como deseo, esto tiene que ver con esa fe en la literatura de la que hablaba arriba. Solemos entender la diferencia entre el anarquismo y el materialismo histórico marxista en términos de estado: mientras que el anarquismo se opone al estado de representación, el marxismo ve al estado como un arma útil. Pero también hay un diferencia “literaria”, mucho más profunda, más originaria, entre ambas tradiciones. El materialismo histórico se presenta como ciencia. Su modo predilecto de manifestarse en la literatura es a través de la observación realista. El anarquismo, en cambio, se presenta como deseo. Su modo predilecto de manifestarse en la literatura es la utopía y lo fantástico. La literatura de Piglia tendría que leerse desde esa forma anarquista.
Siempre suelo terminar mis reseñas con una cita larga, una cita que me parece que recoge lo que me enseñó el libro reseñado. En este caso me permito variar (aunque si quieren esa cita, vuelvan a la cita inicial) y termino en cambio con una lista larga de algunas tesis doctorales en las que Ricardo Piglia participó como lector o como director (disculpen si se me queda alguna) y que hacen apariciones en la novela. En los títulos de esas tesis se anuda El camino de Ida, porque como bien nos enseña Kropotkin, los individuos y los autores son resultantes de unas fuerzas colectivas, y ahí hay una relación más o menos secreta, entre esas tesis y esta novela, en lo que Proudhon postulaba como el “excedente de fuerzas collectivas”. Para terminar, me permito hacer un breve y superficial comentario valorativo. Desde que se retiró de Princeton (2011), Ricardo Piglia está viviendo un momento de mucha producción, intensidad y energía. Hizo dos hermosas mini-series de seminarios de literatura para la televisión pública argentina a las que volveremos en varias ocasiones, se ganó el Rómulo Gallegos, publicó pedazos de sus diarios que serán leídos por mucho tiempo y dos novelas, Blanco Nocturno y El camino de Ida. Blanco nocturno (nuestra reseña acá) es su mejor novela, la más pulida, la más perfecta, la que más leeremos. El camino de Ida no goza de la misma perfección, pero me parece por breves momentos hasta más interesante que Blanco nocturno, porque vemos en esta novela cómo el autor se arriesga, se aventura, con más libertad que en cualquiera de sus otras novelas, a dejarse llevar por una intuición, por un indicio en su contexto, por una serie cuyo futuro desconoce, como si fuera un escritor joven y desconocido, y no el clásico que es. Para mí y para muchos otros como yo, los que siempre estamos en la expectativa de su próximo proyecto porque lo vemos como parte de un todo, El camino de Ida es su novela más emocionante.
Dieleke, Edgardo – Donde habita lo real. Los límites entre ficción y no ficción en el cine y la narrativa Latinoamericana contemporánea
Fromm Ayrora, Rebecca – Erkennbarkeit. Huella de Walter Benjamín en America Latina.
Hernández-Castellanos, Camilo – Los teatros de la muerte. Ficciones del cadáver en la modernidad (Colombia y México 1930-1960).
Lawrence, Jeff. The Experiencer and the Reader in the Twentieth-Century Literatures of the Americas.
Moreno-Caballud, Luis – Topos, carnavales y vecinos. Derivas de lo rural en la literatura y el cine de la transición española (1973-1986) (2010)
Padilla, Jose-Ignacio – Materia y significación en las poéticas latinoamericanas del siglo XX: Vanguardias, noigandres y Jorge Eduardo Eielson (2008)
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Rosa, Luis Othoniel- Anarquismos Literarios: Borges con Macedonio (2012)
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Stephanis, Rebecca – From Resurrection to Recognition: Argentina’s Misiones Province and the National Imaginary (2008)
Valenzuela, Andrea – Roberto Bolaño, la ironía y sus precursores (2008)
Luis Othoniel Rosa (Bayamón, 1985) estudió en la Univerisidad de Peruto Rico, Recinto de Río Piedras. Tiene un doctorado por la Princeton University en literatura latinoamericana y vive de sucesivas becas postdoctorales en Duke University y en Colorado College. Su primera novela es Otra vez me alejo, (Buenos Aires: Entropía 2012; San Juan, PR: Isla Negra 2013). Reciéntemente terminó su primer libro académico, Comienzos para una estética anarquista: Borges con Macedonio. Actualmente escribe una novela experimental, Caja de novela con ángel, y un libro académico sobre Ecnomías feministas de la literatura en Puerto Rico. En El Roommate ha reseñado a los autores Michelle Clayton, Raúl Antelo,Lorenzo García Vega, Margarita Pintado, Rafael Acevedo, Mar Gómez, Isabel Cadenas Cañón, Romina Paula, Mara Pastor, Julio Meza Díaz, Sergio Chejfec, Balam Rodrigo, Juan Carlos Quiñones (Bruno Soreno), Sebastián Martínez Daniell, Colectivo Simbiosis Cultural y Colectivo Situaciones, y Margarita Pintado (otra vez!).
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